RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

jueves, 10 de julio de 2014

LECCIÓN DE CONFUCIO

Confucio
 
EL HOMBRE QUE SABÍA QUE NADA PODÍA HACERSE... PERO QUE LO HIZO
 
Por Manuel Fernández Espinosa*
 
José Ortega y Gasset creyó descubrir semejanzas entre Andalucía y China; las expone, con mayor o menos acierto, en su “Teoría de Andalucía”, aparecida en “El Sol” allá por abril-mayo de 1927. El filósofo madrileño pensaba que podían establecerse comparaciones entre China y Andalucía. Empezaba haciéndolas recordando las culturas antiquísimas que en Andalucía como en China tuvieron su sitio, pasaba más tarde a comentar esa actitud que Ortega atribuyó a chinos y andaluces; lo que calificó como el sustento de la cultura china y andaluza: “la cultura andaluza vive de una heroica amputación; precisamente de amputar todo lo heroico en la vida –otro rasgo esencial en que coincide con la China”; esto venía a explicar, a juicio de Ortega, que “los chinos se han dejado conquistar por todo el que ha querido” y “Parejamente, Andalucía ha caído en poder de todos los violentos mediterráneos”. Según Ortega, chinos y andaluces coinciden en la táctica: “la de ceder y ser blanda”. Pero ambos pueblos pueden permitirse ese “lujo” en virtud de algo fundamental que apunta el filósofo: “Andalucía, que no ha mostrado nunca pujos ni petulancias de particularismo; que no ha pretendido nunca ser un Estado aparte, es, de todas las regiones españolas, la que posee una cultura más radicalmente suya. Entendamos por cultura lo que es más discreto: un sistema de actitudes ante la vida que tenga sentido, coherencia, eficacia”. Nos consta que el artículo “Teoría de Andalucía” no genera simpatías entre las mentes cerriles, pero -pese a plausibles errores de enfoque orteguiano- hay que admitir que muchas de las cosas que en él se dicen son perfectamente aplicables a Andalucía… Y a China.
China conserva para los españoles digamos que una imagen de hermetismo harto considerable. Es lógico que sea así, dadas las distancias y la extrañeza que provoca la cultura china, empezando por su lengua y escritura. Sin embargo, muchas son las concomitancias entre China y España: bástenos referirnos a cosa tan sencilla como su posición geográfica: China y España son los dos extremos de Eurasia. La milenaria civilización china es prácticamente desconocida por el común de los españoles, su historia, su literatura, su música, su cultura, sus religiones nos quedan tan remotas que apenas hay noticia de personalidades como Lao tzu o K’ung-fu-tzu, al que a partir de ahora vamos a llamar con su nombre españolizado: Confucio.
Confucio nació el año 551 y falleció en el año 479 a. C. Todavía nos parecerá más extraño que alguien tan lejano en el espacio como remoto en el tiempo pueda ser de nuestra incumbencia. Y sin embargo considero que Confucio merece la atención y que su vida y obra pueden resultarnos asaz interesantes.
¿En qué medida nos puede interesar a nosotros, españoles, el mensaje de Confucio? En estos tiempos que corren, cuando en el mundo occidental gana terreno el rechazo al cristianismo y se abre paso eso que se llama “nueva era”, mencionar a Confucio puede deslizar el equívoco de pretender difundir el “confucianismo”; pero eso está lejos de nuestra intención. Confieso públicamente que soy católico y no tengo, precisamente, inclinaciones ecumenistas, que tan impresentables me parecen en su forma y contenido. Si Confucio me interesa, me interesan ciertos aspectos de su filosofía: en el confucianismo ni entro ni salgo, además de saber lo complejo que es este fenómeno religioso. En el “Diccionario de las Religiones” de Mircea Eliade y Ioan P. Couliano, sus autores declaran: “Resulta difícil llamar “religión” a este culto formal ejecutado mecánicamente por gentes que no son sacerdotes y destinado a quienes no son dioses y en los que no se cree”.
Es frecuente presentar el confucianismo como una especie de “religión estatal” que, por eso mismo, no tiene ningún mensaje revelado que ofrecer. Pero esto está por ver: grandes sinólogos europeos, como Richard Wilhelm (1873-1930), han puesto de relieve el lado místico de Confucio, aunque precisando que, a diferencia de otros maestros, Confucio era harto reservado en sus declaraciones sobre lo divino; sin embargo, se refería a Dios como Shangdi (Señor de lo Alto) o Tian (Cielo), siempre hizo gala de una confianza en los “mandatos del Cielo” y se sabe que tuvo ciertas comunicaciones con algunos antepasados, a las que se refería humildemente como “sueños”. Richard Wilhelm, a diferencia de otros sinólogos, pudo percatarse del “misticismo” de Confucio, gracias al maestro nativo que le inició en el confucianismo: Lau Nai Süan. Con una guía como la de Lau Nai Süan pudieron salvarse las diferencias que a primera vista parece que existen para los occidentales entre el “universo” de Confucio y el otro “universo” del Taoísmo, inspirado en el gran maestro chino Lao-tzú. No son tan diferentes como pareciera a simple vista.
A mi modo de ver, lo más interesante de la figura y obra de Confucio es su actitud íntegramente tradicionalista y la realización de lo qué entendió ser su misión. Confucio fue, en una época sombría y decadente como aquella en que le tocó vivir, el gran transmisor de todo el patrimonio de la antigüedad china que estaba al borde de su desaparición y él, con piadoso celo, trató de conservar, interpretar y transmitir: se convirtió así en el último gran civilizador. Uno de esos hombres que pertenecen a las postrimerías de un ciclo y que realizando un ímprobo esfuerzo (a veces incluso con el riesgo de su vida), acopia todo aquello que considera digno de ser conservado para que otros, si no puede ser él mismo y sus contemporáneos, puedan restaurar la civilización; la misma civilización que se descompone por un sinfín de transgresiones morales, tanto en la moral individual como en la colectiva: oscuridad maligna que afecta tanto la vida personal como la vida política. Confucio organizó toda una escuela, como -salvando las distancias- fundaría la suya el religioso mozárabe Esperaindeo (Espera en Dios) en la Córdoba califal; a la escuela cordobesa de Esperaindeo pertenecerían San Eulogio de Córdoba y Álvaro de Córdoba. Confucio a una mayor escala y Esperaindeo son, a mi modo de ver, hombres fundamentales que transmiten las tradiciones, aquel mundo todo que está en peligro de desaparecer: San Agustín de Hipona fue otro de estos hombres, uno de los más grandes entre ellos: es todo un tipo humano cuya misión, cada cual la suya en su circunstancia, no puede ser entendida sin recurrir a los designios de la Providencia divina.

Confucio pretendió ser un reformador, pero su acción política quedó bastante limitada. Como en la de cualquier otro hombre, en su vida hubo épocas de bonanza y épocas adversas; pero todas las depresiones las enfrentó con esa confianza que tenía depositada en el Señor de lo Alto. A veces gozó del temporal favor de los gobernantes y otras caía en desgracia, teniéndose que ver obligado a abandonar la escena pública y dedicarse en lo privado a su gran obra: la cuidadosa compilación del saber antiguo con ese amor profundo que sentía por todo lo ancestral y venerando. La conclusión de Richard Wilhelm es elocuente:

“Tuvo que abandonar el mundo. Tuvo que abandonar el presente. Entonces se dirigió al porvenir, al que transmitió el secreto de cómo se construye y forma la cultura. Convirtióse así en el gran sembrador, que va sembrando palabras y escritos en el campo del tiempo, esperando que llegue el momento y el lugar en que surja el hombre que, reuniendo el poder y la sabiduría, realice esas doctrinas, y dé origen a la época de la gran unidad en que reine la paz en la tierra y los hombres se coloquen en orden”.

El mismo Confucio expresó la esencia de su misión con meridiana claridad:

“Transmitir y no crear, ser fiel y amar la antigüedad; en ello me atrevo a compararme con nuestro viejo P’ong”.

Los sinólogos piensan que ese P’ong era Lao-tzú.

Y su grandeza nos parece más colosal cuando en una simple anécdota, uno de los taoístas de los que frecuentemente lo incordiaban en sus viajes, lo describió perfectamente:

-¿Es éste el hombre que sabe que nada puede hacerse y sin embargo prosigue?
 
En efecto, ese era Confucio.

Por nuestra parte, algún día también proseguiremos esta "Lección de Confucio"... Aunque sepamos que poco puede hacerse; tal vez nada.

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