Confucio |
EL HOMBRE QUE SABÍA QUE NADA PODÍA HACERSE... PERO QUE LO HIZO
Por Manuel Fernández Espinosa*
José Ortega y
Gasset creyó descubrir semejanzas entre Andalucía y China; las expone, con
mayor o menos acierto, en su “Teoría de Andalucía”, aparecida en “El Sol” allá
por abril-mayo de 1927. El filósofo madrileño pensaba que podían establecerse
comparaciones entre China y Andalucía. Empezaba haciéndolas recordando las culturas antiquísimas
que en Andalucía como en China tuvieron su sitio, pasaba más tarde a comentar esa actitud que
Ortega atribuyó a chinos y andaluces; lo que calificó como el sustento de la
cultura china y andaluza: “la cultura andaluza vive de una heroica amputación;
precisamente de amputar todo lo heroico en la vida –otro rasgo esencial en que
coincide con la China”; esto venía a explicar, a juicio de Ortega, que “los
chinos se han dejado conquistar por todo el que ha querido” y “Parejamente,
Andalucía ha caído en poder de todos los violentos mediterráneos”. Según
Ortega, chinos y andaluces coinciden en la táctica: “la de ceder y ser blanda”.
Pero ambos pueblos pueden permitirse ese “lujo” en virtud de algo fundamental
que apunta el filósofo: “Andalucía, que no ha mostrado nunca pujos ni
petulancias de particularismo; que no ha pretendido nunca ser un Estado aparte,
es, de todas las regiones españolas, la que posee una cultura más radicalmente
suya. Entendamos por cultura lo que es más discreto: un sistema de actitudes
ante la vida que tenga sentido, coherencia, eficacia”. Nos consta que el
artículo “Teoría de Andalucía” no genera simpatías entre las mentes cerriles,
pero -pese a plausibles errores de enfoque orteguiano- hay que admitir que
muchas de las cosas que en él se dicen son perfectamente aplicables a Andalucía… Y
a China.
China
conserva para los españoles digamos que una imagen de hermetismo harto
considerable. Es lógico que sea así, dadas las distancias y la extrañeza que
provoca la cultura china, empezando por su lengua y escritura. Sin embargo, muchas
son las concomitancias entre China y España: bástenos referirnos a cosa tan sencilla como su
posición geográfica: China y España son los dos extremos de Eurasia. La
milenaria civilización china es prácticamente desconocida por el común de
los españoles, su historia, su literatura, su música, su cultura, sus
religiones nos quedan tan remotas que apenas hay noticia de personalidades como
Lao tzu o K’ung-fu-tzu, al que a partir de ahora vamos a llamar con su nombre
españolizado: Confucio.
Confucio
nació el año 551 y falleció en el año 479 a. C. Todavía nos parecerá más
extraño que alguien tan lejano en el espacio como remoto en el tiempo pueda ser
de nuestra incumbencia. Y sin embargo considero que Confucio merece la atención
y que su vida y obra pueden resultarnos asaz interesantes.
¿En qué
medida nos puede interesar a nosotros, españoles, el mensaje de Confucio? En
estos tiempos que corren, cuando en el mundo occidental gana terreno el rechazo
al cristianismo y se abre paso eso que se llama “nueva era”, mencionar a
Confucio puede deslizar el equívoco de pretender difundir el “confucianismo”;
pero eso está lejos de nuestra intención. Confieso públicamente que soy
católico y no tengo, precisamente, inclinaciones ecumenistas, que tan
impresentables me parecen en su forma y contenido. Si Confucio me interesa, me
interesan ciertos aspectos de su filosofía: en el confucianismo ni entro ni
salgo, además de saber lo complejo que es este fenómeno religioso. En el “Diccionario
de las Religiones” de Mircea Eliade y Ioan P. Couliano, sus autores declaran: “Resulta
difícil llamar “religión” a este culto formal ejecutado mecánicamente por
gentes que no son sacerdotes y destinado a quienes no son dioses y en los que
no se cree”.
Es frecuente
presentar el confucianismo como una especie de “religión estatal” que, por eso
mismo, no tiene ningún mensaje revelado que ofrecer. Pero esto está por ver:
grandes sinólogos europeos, como Richard Wilhelm (1873-1930), han puesto de
relieve el lado místico de Confucio, aunque precisando que, a diferencia de
otros maestros, Confucio era harto reservado en sus declaraciones sobre lo
divino; sin embargo, se refería a Dios como Shangdi (Señor de lo Alto) o Tian
(Cielo), siempre hizo gala de una confianza en los “mandatos del Cielo” y se
sabe que tuvo ciertas comunicaciones con algunos antepasados, a las que se
refería humildemente como “sueños”. Richard Wilhelm, a diferencia de otros
sinólogos, pudo percatarse del “misticismo” de Confucio, gracias al maestro nativo
que le inició en el confucianismo: Lau Nai Süan. Con una guía como la de Lau
Nai Süan pudieron salvarse las diferencias que a primera vista parece que
existen para los occidentales entre el “universo” de Confucio y el otro “universo”
del Taoísmo, inspirado en el gran maestro chino Lao-tzú. No son tan diferentes
como pareciera a simple vista.
A mi modo de
ver, lo más interesante de la figura y obra de Confucio es su actitud
íntegramente tradicionalista y la realización de lo qué entendió ser su misión.
Confucio fue, en una época sombría y decadente como aquella en que le tocó
vivir, el gran transmisor de todo el patrimonio de la antigüedad china que
estaba al borde de su desaparición y él, con piadoso celo, trató de conservar,
interpretar y transmitir: se convirtió así en el último gran civilizador. Uno
de esos hombres que pertenecen a las postrimerías de un ciclo y que realizando
un ímprobo esfuerzo (a veces incluso con el riesgo de su vida), acopia todo aquello
que considera digno de ser conservado para que otros, si no puede ser él mismo
y sus contemporáneos, puedan restaurar la civilización; la misma civilización que se descompone por un
sinfín de transgresiones morales, tanto en la moral individual como en la colectiva: oscuridad
maligna que afecta tanto la vida personal como la vida política. Confucio organizó toda una
escuela, como -salvando las distancias- fundaría la suya el religioso mozárabe
Esperaindeo (Espera en Dios) en la Córdoba califal; a la escuela cordobesa de Esperaindeo
pertenecerían San Eulogio de Córdoba y Álvaro de
Córdoba. Confucio a una mayor escala y Esperaindeo son, a mi modo de ver,
hombres fundamentales que transmiten las tradiciones, aquel mundo todo que está en peligro de
desaparecer: San Agustín de Hipona fue otro de estos hombres, uno de los más grandes entre ellos: es todo un tipo humano cuya
misión, cada cual la suya en su circunstancia, no puede ser entendida sin recurrir a los designios de la Providencia
divina.
Confucio pretendió ser un reformador, pero su acción política quedó bastante limitada. Como en la de cualquier otro hombre, en su vida hubo épocas de bonanza y épocas adversas; pero todas las depresiones las enfrentó con esa confianza que tenía depositada en el Señor de lo Alto. A veces gozó del temporal favor de los gobernantes y otras caía en desgracia, teniéndose que ver obligado a abandonar la escena pública y dedicarse en lo privado a su gran obra: la cuidadosa compilación del saber antiguo con ese amor profundo que sentía por todo lo ancestral y venerando. La conclusión de Richard Wilhelm es elocuente:
“Tuvo que abandonar el mundo. Tuvo que abandonar el presente. Entonces se dirigió al porvenir, al que transmitió el secreto de cómo se construye y forma la cultura. Convirtióse así en el gran sembrador, que va sembrando palabras y escritos en el campo del tiempo, esperando que llegue el momento y el lugar en que surja el hombre que, reuniendo el poder y la sabiduría, realice esas doctrinas, y dé origen a la época de la gran unidad en que reine la paz en la tierra y los hombres se coloquen en orden”.
El mismo Confucio expresó la esencia de su misión con meridiana claridad:
“Transmitir y no crear, ser fiel y amar la antigüedad; en ello me atrevo a compararme con nuestro viejo P’ong”.
Los sinólogos piensan que ese P’ong era Lao-tzú.
Y su grandeza nos parece más colosal cuando en una simple anécdota, uno de los taoístas de los que frecuentemente lo incordiaban en sus viajes, lo describió perfectamente:
-¿Es éste el hombre que sabe que nada puede hacerse y sin embargo prosigue?
Confucio pretendió ser un reformador, pero su acción política quedó bastante limitada. Como en la de cualquier otro hombre, en su vida hubo épocas de bonanza y épocas adversas; pero todas las depresiones las enfrentó con esa confianza que tenía depositada en el Señor de lo Alto. A veces gozó del temporal favor de los gobernantes y otras caía en desgracia, teniéndose que ver obligado a abandonar la escena pública y dedicarse en lo privado a su gran obra: la cuidadosa compilación del saber antiguo con ese amor profundo que sentía por todo lo ancestral y venerando. La conclusión de Richard Wilhelm es elocuente:
“Tuvo que abandonar el mundo. Tuvo que abandonar el presente. Entonces se dirigió al porvenir, al que transmitió el secreto de cómo se construye y forma la cultura. Convirtióse así en el gran sembrador, que va sembrando palabras y escritos en el campo del tiempo, esperando que llegue el momento y el lugar en que surja el hombre que, reuniendo el poder y la sabiduría, realice esas doctrinas, y dé origen a la época de la gran unidad en que reine la paz en la tierra y los hombres se coloquen en orden”.
El mismo Confucio expresó la esencia de su misión con meridiana claridad:
“Transmitir y no crear, ser fiel y amar la antigüedad; en ello me atrevo a compararme con nuestro viejo P’ong”.
Los sinólogos piensan que ese P’ong era Lao-tzú.
Y su grandeza nos parece más colosal cuando en una simple anécdota, uno de los taoístas de los que frecuentemente lo incordiaban en sus viajes, lo describió perfectamente:
-¿Es éste el hombre que sabe que nada puede hacerse y sin embargo prosigue?
En efecto, ese era Confucio.
Por nuestra parte, algún día también proseguiremos esta "Lección de Confucio"... Aunque sepamos que poco puede hacerse; tal vez nada.
Por nuestra parte, algún día también proseguiremos esta "Lección de Confucio"... Aunque sepamos que poco puede hacerse; tal vez nada.
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