RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

viernes, 14 de junio de 2013

FIGURA DE LA UNIVERSIDAD HISPÁNICA DE LOS SIGLOS DE ORO ( V )




FIGURA DE LA UNIVERSIDAD HISPÁNICA DE LOS SIGLOS DE ORO ( V )

 Por el Profesor Manuel Fernández Espinosa, 
profesor de Historia de la Filosofía y especialista en Ciencia de la Cultura.

HAMBRE Y SARNA


Tuno de época



            Los autores que dan buena cuenta de ello nos refieren que los dos grandes achaques que podrían hacérsele al estilo de vida estudiantil -esto no valdría para el caso en que fuese favorable la condición social y económica- eran el hambre y la sarna. Uno de los dos canes, tan simpáticos, que dialogan en el coloquio perruno cervantino nos lo dice con estas palabras: “Finalmente, yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que es lo más que se puede encarecer para decir que era buena; porque si la sarna y el hambre no fuesen tan unas con los estudiantes, en las vidas no habría otra de más gusto y pasatiempo, corren parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la mocedad aprendiendo y holgándose[14].



            Y si el hambre es por desventura mundial, la sarna era universal, que no exclusiva de Salamanca. Don Francisco de Quevedo nos certifica también que la sarna era tan cosmopolita como la hambruna y, como tal, constituía parte del peculio castrense del estudiante de Alcalá de Henares. Para que no quedara lugar a dudas, Quevedo pone en boca de un estudiante veterano de su famosa novela "Vida del Buscón Pablos" esta fórmula irónica de saludo al novato Buscón Pablos, tras haberle cobrado la “patente”: “-Viva el compañero, y sea admitido en nuestra amistad. Goce de las preeminencias de antiguo. Pueda tener sarna, andar manchado y padecer la hambre que todos[15].



            El hambre y la sarna son señales inequívocas del estudiante universitario sin recursos.



            El hambre es consecuencia de la precariedad económica a la que estaba reducida la mayoría de estudiantes universitarios. Huelga mayor comentario para una sociedad como aquella, cuya mayor parte de la población sufría la inseguridad diaria en necesidades tan básicas como el alimento.



            La sarna, por otra parte, es signo inconfundible de unas deplorables condiciones higiénicas asociadas tan comúnmente a la indigencia. Sabido es que la sarna es una dermatosis provocada por un agente parasitario: el “acarus scabiei” (la “sarcopta de la sarna”, por otro nombre llamado en español “el arador de la sarna”), el ácaro hembra se hospeda y se ceba en la piel de las personas desaseadas, también en los vestidos de los sarnosos que se convierten en vehículos transmisores del parásito. Esta ectoparasitosis es extremadamente contagiosa, dado que la sarna puede contraerse ora por vía directa (por contacto con un sarnoso), ora por vía indirecta (si se usa alguna prenda de vestir de quien la padece)[16]; también es de saber que su transmisión se realiza de noche, debido a las costumbres nocturnas del parásito en cuestión. Así las cosas no es difícil imaginar que el alojamiento de los estudiantes pobres acarrearía, por lo general, situaciones de hacinamiento, tan favorables para propagar una enfermedad como la sarna. Téngase en cuenta también lo desusado que era el baño y el aseo a fondo y comprenderemos lo difundida que estaba la sarna en el estudiantado más menesteroso e incurioso.



            Si para aliviar la sarna no quedaba más remedio que rascarse, para remediar el hambre eran mil y una las travesuras que se ingeniaban los estudiantes de aquella época. En las páginas del “Buscón” podemos asomarnos a las tantas veces hilarantes -y siempre maliciosas- industrias por las que el universitario, apretado por la necesidad de la manduca, se trocaba en pícaro. La línea que separaba la broma del delito era muy tenue y muy a menudo cualquiera era bueno para traspasarla. Buenas muestras da de ello el quevedesco Buscón Pablos en el tiempo de su asiento como estudiante en Alcalá de Henares; después de sufrir las desagradables novatadas que, como ritos de pasaje se le infligían al estudiante bisoño, según la usanza de la época. Esa sí como el avisado mozo decide alzarse con el caudillaje de sus camaradas, y para ello nadie hay que le gane a idear y efectuar todas las diabluras que se le ocurren a su fecunda y traviesa imaginación.



            El estudiante menesteroso, urgido por el hambre, se convierte en un antihéroe, en un superviviente… En definitiva, se ha vuelto un pícaro que, como decía Cervantes en “La Tía Fingida”: “no habría venido a Salamanca a aprender leyes, sino a quebrantarlas”. Cervantes atribuye esta propensión a la delincuencia del estudiantado a la alacridad propia de la juventud, así lo hace por boca de Claudia (personaje de tan turbia moralidad, que aparece en “La Tía Fingida”) cuando pronuncia esta admonición: “Advierte, hija mía, que estás en Salamanca, que es llamada en todo el mundo madre de las ciencias, y que de ordinario cursan en ella y habitan diez o doce mil estudiantes, gente moza, antojadiza, arrojada, libre, aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de humor[17].



            Pero interesa percatarse de que las Universidades españolas del XVI y XVII se convierten así, por las condiciones de vida paupérrima que sufría la mayoría de su alumnado (descartamos a los retoños de la aristocracia), en algo muy similar a una gran escuela del vicio (hurtos, putañerío, ludopatía…) que precipita a sus incautos secuaces a una degradación moral que desemboca por ende en la más abyecta delincuencia.

VICIOS Y DELINCUENCIA DEL ESTUDIANTADO

            
David Teniers, Monos en una bodega. (circa 1660) Museo del Prado. Madrid



            Lejos de la severa férula familiar, el estudiante se desmemoriaba pronto de los consejos y la buena crianza que pudieron darle en su casa. El mundo, uno de los tres términos que forman la tríada enemiga del alma (los otros dos que la hostigan, como dice la doctrina, son el diablo y la carne), le tienta con sus añagazas. El estudiante pobre ve el lujo y opulencia en que vive el rico y, por mucho que todas las pompas sean fúnebres, el pobre quiere emular al rico en sus pompas. Para eso necesita dinero. El dinero puede lograrse floreando los naipes o lanzando los dados y también, es verdad, puede perderlo de la misma guisa: pero el juego consiste en arriesgar. Los juegos de azar con apuestas serán de esta manera uno de los pasatiempos preferidos del estudiante, también uno de los más peligrosos de la vida estudiantil.



            “El juego ha sido siempre destrucción de la juventud y polilla de las haciendas.[18]



            Así sentencia lapidariamente el prudente abuelo de Hernando de la Trampa, cuando el anciano varón decide declararle a su nieto que va a empeñar su fortuna para darle estudios en Salamanca, con el encomiable propósito de apartarlo del vicio tan adictivo de la baraja, pues: “es un vicio de que resultan otros muchos, como se ha visto con experiencias, pues, por jugar un tahúr, ¿qué no emprenderá para buscar dinero?” –dice Castillo Solórzano, autor de “Las aventuras del Bachiller Trapaza”. A la postre, de poco servirá la exhortación y sacrificio económico del abuelo, pues Hernando de la Trampa –el Bachiller Trapaza- terminará cursando más “en el libro de Juan Bolay que en los que le habían de hacer hombre”: nótese que los estudios –figurados en los libros- son, no solo para el autor de esta novela, la vía idónea para lograr el ideal humanístico.

El ideal humanístico no es otro que el "hombre liberal" que se ha humanizado en virtud de aplicarse a las artes liberales, a los "bártulos" (apuntes tomados de las obras del jurisconsulto Bártulo de Sasso-Ferrato, del siglo XIV, profesor de Derecho en Pisa, Bolonia y Padua). Así pues los estudios universitarios (sobre la base de los libros) serían la matriz capaz de “hacer hombres liberales”, pues son los libros son instrumentos del quehacer universitario cuya finalidad es hacer "hombre liberal" a quien es "hombre civil" (ver nota explicativa). Es así como Vicente Espinel sentencia en "Vida del escudero Marcos de Obregón": "los libros hacen libre a quien los quiere bien" [19]; sin embargo, en “el libro de Juan Bolay” (expresión de la germanía para referirse a la baraja de naipes, pues Juan Bolay era un famoso fabricante de barajas) se cifra toda la tenebrosa atracción del vicio que deforma al hombre: aplicarse al "libro de Juan Bolay" es leer "otro" libro que no hace "hombre liberales" y, por lo tanto, se frustra el proyecto personal de quien va a la universidad.

La arenga del anciano que le financia los estudios al nieto se desvanece bien pronto en la mala memoria de un zagal que, por ende, seguirá el rumbo de su torpe inclinación: “pero al mismo paso que se iba alejando de su patria se le alejó la memoria de eso, y la juventud y mala inclinación del juego hicieron su oficio”. El Bachiller Trapaza se convertirá en el pícaro que malvive a costa de carecer de personalidad propia, siempre trocando apellidos, cambiando de apellido por no haber correspondido a la oportunidad que le brindó su abuelo, la de estudiar para hacerse hombre y, con el agravante de haber comprometido la hacienda del anciano en una inversión infructuosa que tiene, por contra, el peor de los resultados: en vez de un "hombre de provecho" surge un "pícaro". Por eso mismo Trapaza resulta ser un fracasado que malgastó una ocasión, de esas que pintan calva, derrochando el caudal de su abuelo. Es así como podemos entender el recurso del autor moralista de esta novela que consiste en la sucesiva modificación que el protagonista hace de sus apellidos: Trapaza “era amigo de aplicarse los apellidos conforme los sucesos”, en el proceso de formación universitaria, el estudiante ha frustrado el cometido que los estudios universitarios tenían, según el criterio de la época: el convertir a los "hombres civiles" en "hombres liberales".. No puede decirse de Trapaza que haya aprovechado esta ocasión, se ha abortado -por el juego y los vicios- el "hombre liberal" en proyecto; el estudiante ha devenido a crápula, a pícaro, a maleante.



            El estudiante jugador es un personaje que prolifera en la literatura, pero que también abundó en la realidad; el juego era vicio frecuente de estudiantes y soldados, así como el retortero de todas las bolsas que concursaban. La vida del estudiante pobre confinaba con los tugurios del hampa y podía terminar en la cárcel, en galeras o en la horca.



            Sin embargo, es indubitable que hubo estudiantes pobres que se aplicaban a sus estudios con provecho, aunque sin ser compensados académicamente en justicia. Tomás Rodaja -el personaje cervantino, al término de “El licenciado Vidriera”, dice de sí mismo: “Yo soy graduado en leyes por Salamanca, donde estudié con pobreza y adonde llevé segundo en licencias”. 

El número segundo en licencias lo concedían las autoridades universitarias de la época al estudiante que tenía, en la realidad, el mejor expediente académico; sí, leemos bien, el "segundo en licencias" era el primero de la clase, puesto que (aceptado por todo el mundo y archisabido era) el primer puesto que se otorgaba no lo era en virtud del aprovechamiento o las capacidades, sino que se le concedía a los personajes más encumbrados en la escala social. Este dato indica de suyo que la Universidad Hispánica de aquel entonces, a la hora de expender premios y recompensas, no se regulaba por parámetros donde el mérito y aptitudes del estudiante contaran en justicia para obtener la primera posición, sino que existían corruptelas que conferían los honores del primer puesto en licencias por el turbio tráfico de influencias. 

La conclusión que extraemos de esto último es que, por los estudios universitarios, se podía llegar alto, pero los puestos más altos ya estaban asignados de antemano.


NOTA: "Hombre civil": todavía el diccionario de la RAE recoge una acepción hoy en desuso que considera el vocablo "civil" como un adjetivo sinónimo de "grosero, ruin, mezquino, vil". En este sentido es empleado por Baltasar Gracián el término "civil" en su obra magna "El Criticón".



[14]Novela del coloquio de los perros”, en “Novelas ejemplares” 2º vol., Miguel de Cervantes Saavedra, edición de Harry Sieber, Cátedra Letras Hispánicas, Madrid, 2002, pág. 317.


[15]El Buscón”, Francisco de Quevedo, edición de Domingo Ynduráin, Cátedra Letras Hispánicas, Madrid, 1980, pág. 122.


[16]Manual de las enfermedades de la piel”, Ramón de la Sota y Lastra, Hijos de J. Espasa, Editores, Barcelona, 1904.


[17]La tía fingida”, Miguel de Cervantes Saavedra.



[18] "El Bachiller Trapaza", Alonso del Castillo Solórzano.

[19] "Vida del escudero Marcos de Obregón", Vicente Espinel.


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