FIGURA DE LA UNIVERSIDAD HISPÁNICA DE LOS SIGLOS DE ORO (II)
Por el Profesor Manuel Fernández Espinosa,
Profesor de Historia de la Filosofía y especialista en Ciencia de la Cultura.
LA UNIVERSIDAD, TRANSMISORA DEL HUMANISMO MEDIEVAL
Carlomagno potenció el florecer del llamado Renacimiento Carolingio |
Es
obligado, pues, recomponer esa Figura que se configuró en su día y que con el
tiempo, con el devenir de los siglos, se transfiguró hasta adoptar la Figura
actual.
Lo primero
de todo será dilucidar, por lo pronto, la actividad a la que se aplicaban los
universitarios (docentes y estudiantes) de aquella Universidad. Para ello bastará
recordar las palabras del eminente historiador español D. Luis Suárez cuando
nos pinta lo que se hacía en los Estudios Generales:
“Un Estudio General no era una Escuela que
preparase profesionalmente a sus alumnos: simplemente comunicaba en sus aulas
el saber universal. Por eso conservó en principio las viejas estructuras de
Cassiodoro y san Isidoro, con las Artes Liberales. Todos los alumnos estaban
obligados a seguir el “Trivium” y el “quadrivium”, propedéutica indispensable.
La mayor parte de los alumnos, jóvenes solteros, beneficiarios de ayuda o lo
que es lo mismo, “baccalarios” (de donde sacamos bachiller) se conformaban con esto. Pero se estaban
introduciendo enseñanzas más elevadas en los dos Derechos, civil y canónico, en
la Filosofía y en la Teología, así como en el campo de la Física que abarcaba
de un modo especial la Medicina” [3].
Aunque,
como bien nos recuerda Luis Suárez, el Estudio General, embrión de las
Universidades, “no era una Escuela que
preparase profesionalmente a sus alumnos”, la Universidad era no obstante
un pasaje obligatorio para recibir el acervo humanístico medieval.
Con harta
frecuencia se considera que no existe nada más que un “humanismo” (el
renacentista), pero los estudios historiográficos nos reafirman en la idea de
que el humanismo, antes de ser renacentista, fue medieval, habiéndose gestado
en esa cultura sincrética que fue la inmortal Roma. No son pocos los que
sostienen la errónea opinión de que el humanismo no encuentra acomodo en una
época, como es la Edad Media cristiana, dado que en dicha edad es sabido que
prevaleció el teocentrismo. Sin necesidad de impugnar que existió algo parecido
al teocentrismo en la Edad Media, sea dicho también que el cristianismo no se
opone al hombre, por colocar en el centro a Dios, puesto que lo sobrenatural
nunca anula a la naturaleza, sino que la eleva.
LA SOSPECHOSA CULTURA DEL GOBERNANTE
Pero la
Universidad, aunque se había consolidado como magnífico instrumento pedagógico
desde la Edad Media, todavía no era contemplada como centro formador de elites
dirigentes seculares; su primitivo vínculo con la Iglesia hacía de la
Universidad un centro formador de elites eclesiásticas, si bien es cierto que
no pocas veces Iglesia y Estado confundieran sus límites. Para que la
Universidad –y, por extensión, el humanismo- se convirtiera en troquel de dirigentes
laicos habría que aguardar al humanismo renacentista y éste, a su vez, había
encontrado sus modelos clásicos a imitar –y recrear- en la antigüedad
grecolatina.
Durante el
otoño de la Edad Media, todavía pesaba una prejuiciosa hostilidad contra los
laicos que se aplicaban a cultivar las ciencias y, más todavía, era peor visto
todavía si estos laicos eran reyes o poderosos señores. En España, el ejemplo
de Alfonso X el Sabio, era proverbial.
A este
monarca se le reprochó durante mucho tiempo que el descuido de los negocios
políticos, por dedicarse en extremo a los quehaceres científicos, había sido el
mayor de sus errores. Por eso sobre Alfonso X el Sabio pesó la mala fama de
haberse dedicado a lo que un rey no tenía que dedicarse. Sus contemporáneos y
las generaciones posteriores encontraron que aquella afición desmedida por las
ciencias que mostró el Rey Sabio fue más que un error, una transgresión. Una
transgresión que le costaría muy cara al rey que, puesto en cuestión por una
nobleza levantisca, se vio despojado de su poderío. La ciencia por la que se le
apodó “el Sabio” fue la razón de las calamidades políticas de su reinado. Hoy
nos podría parecer exagerado, un dislate: ¿cómo es posible considerar que la
inocente afición por los estudios en un rey sea vista como su mayor pecado? Pero,
pese a lo que nos pueda extrañar, así confirmamos esta impresión atendiendo a
los testimonios que sobre el particular nos legaron sus contemporáneos y que
repite la tradición prácticamente hasta el siglo XVII. Así se expresa Saavedra
Fajardo (escribe en el siglo XVII) sobre este particular:
“Ajustó el rey don Alonso el Sabio el
movimiento de trepidación, y no pudo el gobierno de sus reinos. Penetró con su
ingenio los orbes, y ni supo conservar el imperio ofrecido ni la corona
heredada. Los reyes muy scientíficos ganan reputación con los extraños y la
pierden con sus vasallos.”[5]
Saavedra Fajardo |
Empero si
estaba mal mirado un rey que se interesara por las ciencias, despreocupándose
de los negocios políticos, tampoco estaba mejor visto que lo hiciera un noble.
Es paradigmático el caso de Enrique de Villena (1384-1434).
Enrique de
Villena nació en una de las familias más linajudas de Castilla y por razón de
su alcurnia podía pronosticarse que sería llamado a los puestos de mando más
altos que un aristócrata pudiera ocupar en el Estado de su época. Y así fue,
pero con un resultado poco lucido para el aristócrata en cuestión.
Enrique de
Villena, emparentado con los reyes de Castilla y Aragón, había mostrado desde
su niñez una inusitada inclinación por el saber, así como unas aptitudes muy señaladas
para el estudio. Y todo esto sucedía contra el parecer de su abuelo, que hacía
lo posible por encaminarlo a las armas, postergando los libros; sin embargo,
las tendencias de aquel niño de sangre azul no pudieron desviarse ni tampoco
reprimirse: “cuando los niños suelen por
fuerça ser llevados a las escuelas, él, contra voluntad de todos, se dispuso a
aprender” –nos revela Fernán Pérez de Guzmán en sus “Generaciones y
semblanzas”.
Con el
tiempo, Villena llegó a ser nombrado Maestre de la Orden Religioso Militar de
Calatrava, pero no gozaba de prestigio entre sus conmilitones y, por eso mismo,
a la menor ocasión que se les brindó le fue negada la obediencia de sus freires
y terminó siendo destituido. La razón del rechazo que los nobles coetáneos
sentían por él no parece ser otra que la proclividad que Enrique de Villena mostraba
por los estudios: “E ansí este amor de
las escrituras non se deteniendo en las ciencias e artes se dio mucho a la
astrología, algunos, burlando, dizían dél, que sabía mucho en el çielo e poco
en la tierra” –nos cuenta Fernán Pérez de Guzmán: se repite el chiste que
se hacía con Alfonso X el Sabio, a saber: que los sabios están en las nubes y
no dan ni una a derechas en lo que más importa a la política, el sentido
pragmático basado en las imposiciones del realismo más crudo.
Que Enrique
de Villena se aplicara a conocer las ciencias de su época (también fue acusado
de internarse en el ocultismo: alquimia y magia), que produjera una meritoria
obra literaria como filósofo, poeta, médico (y, no lo olvidemos, traductor, dado
que dominaba varios idiomas) no parece que le hubiera granjeado el respeto de
sus contemporáneos: “E por esto fue
habido en pequeña reputaçión de los reyes de su tiempo e en poca reverençia de
los caballeros” -termina diciéndonos Pérez de Guzmán [6]. El
caso de Enrique de Villena es elocuente: a los humanistas del siglo XIV no se
les consideraba todavía aptos para tareas dirigentes y sus méritos
intelectuales no eran, como después fue, motivo de admiración y respeto, sino
más bien piedra de escándalo y causa de vilipendiosas e irrisorias chanzas, con
el consecuente descrédito social que podía entrañar el ostracismo incluso, esto es: la
“muerte civil”.
Continuará...
[3] “La construcción de la Cristiandad europea”, Luis Suárez, Editorial
Homolegens, Madrid, 2008, pág. 282.
[4] “Introducción al estudio de la filología latina”, Víctor José
Herrero, Biblioteca Universitaria Gredos, Madrid, 1976. Para el término
“paideia” recomendamos el monumental volumen dedicado a ello por el erudito
alemán Werner Jaeger: “Paideia: los
ideales de la cultura griega”, existe traducción al español en el Fondo de
Cultura Económica.
[5] “Empresas políticas”, Diego de Saavedra Fajardo, edición,
introducción y notas de Francisco Javier Díez de Revenga, Editorial Planeta,
Autores Hispánicos, Barcelona, 1988.
[6] “Generaciones y semblanzas” de Fernán Pérez de Guzmán y “Claros varones” de F. del Pulgar,
Biblioteca Clásica Ebro, Editorial Ebro, Zaragoza, 1970, pp. 38-39.
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