EL ESTADO PARTITOCRÁTICO DE LAS AUTONOMÍAS
Manuel Fernández Espinosa
Parecería que el Estado de las Autonomías está yéndose a
pique. Los escándalos de la corrupción cometida durante los decenios de “democracia”
ocupan la primera plana de los periódicos. Redes clientelares basadas en el
parentesco o en la afinidad política se han estado lucrando del erario, el
tráfico de influencias, el desvío de fondos públicos, la creación de insólitos
patrimonios, la evasión de capitales a paraísos fiscales son el correlato de
una cínica política del saqueo y el latrocinio. Cataluña, Andalucía, Baleares, Madrid…
Y podemos decir que la mayoría de los naturales o residentes en estas
comunidades autónomas habían oído hablar de los tejemanejes que se traían los
personajes que ahora son objeto de investigación. La corrupción no es monopolio
de un partido, sino que la corrupción se muestra como la más transversal de las
praxis y no pocas veces hace gala de la increíble imaginación de sus beneficiarios
a la hora de crear triquiñuelas y chanchullos o reinventarlos. El Estado de las
Autonomías, como constructo político transitorio, ha sido un apto instrumento
en manos de los repúblicos más desaprensivos para realizar durante sus largas
carreras políticas un expolio subrepticio que ahora, por unas u otras razones,
está revelándose como la hedionda cloaca que era y puede que solo sea la punta
del iceberg.
La crisis económica, no lo dudemos, está descorriendo la
cortina que impedía ver estos guisos de Juan Palomo y estos desaguisados y lo
que constatamos es que, peor que la crisis económica, es la crisis moral. El
Estado de las Autonomías se montó apresuradamente, con el “consenso” (palabra
mágica) de todos: las izquierdas, los nacionalistas y esa nebulosa llamada
centro-derecha (donde no cabe un cobarde más). A las izquierdas y a los
nacionalistas (vascos y catalanes) no se les puede reprochar que fuesen fieles
a sus programas. En 1977, la extinta Acción Comunista (en la que militaba
Carlos Semprún y se disolvería al año siguiente) no lo podía decir con más
claridad: “Por un lado, pues, hay que proclamar bien alto que la unidad del
Estado español y la Patria nos importan un comino”. El mismo año 1977 otros
partidos izquierdistas, con menos frescura castiza, también insistían en la
misma idea, dejando en la estructura profunda lo del “comino” y blandiendo la
otra palabra mágica: “federalismo”. El Partido Comunista de España expresaba por
aquel entonces: “Los comunistas propugnamos la libre unión de todos los pueblos
de España en una República Federal” y el Partido Socialista Obrero Español no
le iba a la zaga: “El PSOE se pronuncia por la constitución de una República
Federal de las Nacionalidades que integran el Estado Español”. Los
nacionalistas vascos y catalanes “moderados” (CIU y PNV) jugaban sus cartas
entendiendo que si la coyuntura no se prestaba, había que sacar el máximo
partido a la situación para caminar hacia su meta: a veces proclamada como “autodeterminación”
y otras veces propugnando la “independencia”. Y una de las inversiones a
medio-largo plazo era acaparar los medios culturales y mediáticos y, por
supuesto, la enseñanza en sus respectivas comunidades autónomas. Pero, ¿y el
centro-derecha? El centro-derecha, siempre miedoso, exageró las ansias de
autodeterminación del nacionalismo (que no era en aquellos tiempos, ni la mitad
de lo que es hoy) y cedió, como es su costumbre y, torpe de él, no solo fue
incapaz de corregir una dirección, sino que la potenció con su estúpida y
folclórica concepción centralista del Estado.
Las administraciones autonómicas, al igual que las diputaciones
y municipios, se convirtieron de esta guisa en una especie de cuarteles de
invierno para aquellos partidos que no lograban alcanzar el gobierno de la
nación, mientras que Cataluña y País Vasco, siempre más problemáticos, se
convertían en el feudo de los partidos nacionalistas “amables” (siempre con su
más enérgica repulsa por los atentados de grupos terroristas que iban directos
a sus metas sin tantos rodeos como ellos): en Cataluña y País Vasco, las
competencias de educación pasaron a manos de acérrimos nacionalistas y comenzó
la ingeniería social en las escuelas, inoculándose el odio a España, las
televisiones autonómicas cooperaron progresivamente en la misma dirección y ahora
tenemos lo que tenemos.
En el resto de España no estamos mejor: las comunidades
autonómicas han mostrado a lo largo de estos decenios democráticos una
perseverancia en el voto digna de mejor afán y así han ido perpetuándose, lo
mismo me da Alianza Popular (después Partido Popular) o PSOE, repartiéndose el poder fragmentado territorialmente. La
inmovilidad del voto no puede achacarse solo a una especie de fidelidad por
unas siglas a las que el votante se sentía apegado, también abunda la lealtad del cliéntulo al que le dan la sopa boba, es cierto. Pero no menos cierto es que la mitad de
España es “tradicionalista”, sí que lo es: pues mucha gente ha votado a los
partidos de izquierda durante décadas por una razón: “por tradición familiar
más inmediata”, por la simple razón de haber tenido un abuelo socialista o
comunista, represaliado, exiliado, muerto, fusilado o tan tranquilo en su casa
después de hacer la mili con Franco. La otra España es la que se ha mostrado
menos “tradicionalista”, me refiero a la España “derechista”. La derecha
española, con la transición, apostó por el cambio, bien por razones bastardas
de oportunismo o bien por ingenuidad (de la que siempre anduvo sobrada), y la
derecha española dejó de votar a las formaciones en que habían militado sus abuelos
y padres: las diversas familias carlistas o las diversas falanges. Hubo un
tiempo en que parecía que algunos carlistas y falangistas podían agruparse en
Fuerza Nueva de D. Blas Piñar, pero el sueño no duró: Alianza Popular se llevó
el gato al agua y la denominada “extrema derecha” española fue laminada, sus
grupúsculos quedaron relegados a una función social: la de alimentar el terror
virtual del “fascismo” como enemigo de las libertades públicas, la de chivo
expiatorio.
El Estado de las Autonomías no hubiera sido tan nefasto si los
partidos políticos, de toda condición y signo, no hubieran acaparado la representatividad
social, hurtándosela a las comunidades reales: la familia, el municipio, el
sindicato, la comarca, la provincia. Pero hubo unos señores que quisieron hacer
en España lo que veían que se hacía en otras partes, al dictado de potencias
extranjeras que “asesoraban”.
Pero una “palabra mágica” sigue sonando en la izquierda, en
nuestra “tradicionalista” izquierda, aunque sea “tradicionalista” a su manera,
claro: la de “federalismo”. ¿Pero alguien sabe verdaderamente lo que es el
federalismo? Con la ayuda de Dios, trataré de ocuparme de echar luz sobre esta
cuestión en sucesivos artículos bajo este título.
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