RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

jueves, 14 de agosto de 2014

¿FEDERALISMO EN ESPAÑA?

 
EL ESTADO PARTITOCRÁTICO DE LAS AUTONOMÍAS
 
Manuel Fernández Espinosa
Parecería que el Estado de las Autonomías está yéndose a pique. Los escándalos de la corrupción cometida durante los decenios de “democracia” ocupan la primera plana de los periódicos. Redes clientelares basadas en el parentesco o en la afinidad política se han estado lucrando del erario, el tráfico de influencias, el desvío de fondos públicos, la creación de insólitos patrimonios, la evasión de capitales a paraísos fiscales son el correlato de una cínica política del saqueo y el latrocinio. Cataluña, Andalucía, Baleares, Madrid… Y podemos decir que la mayoría de los naturales o residentes en estas comunidades autónomas habían oído hablar de los tejemanejes que se traían los personajes que ahora son objeto de investigación. La corrupción no es monopolio de un partido, sino que la corrupción se muestra como la más transversal de las praxis y no pocas veces hace gala de la increíble imaginación de sus beneficiarios a la hora de crear triquiñuelas y chanchullos o reinventarlos. El Estado de las Autonomías, como constructo político transitorio, ha sido un apto instrumento en manos de los repúblicos más desaprensivos para realizar durante sus largas carreras políticas un expolio subrepticio que ahora, por unas u otras razones, está revelándose como la hedionda cloaca que era y puede que solo sea la punta del iceberg.
La crisis económica, no lo dudemos, está descorriendo la cortina que impedía ver estos guisos de Juan Palomo y estos desaguisados y lo que constatamos es que, peor que la crisis económica, es la crisis moral. El Estado de las Autonomías se montó apresuradamente, con el “consenso” (palabra mágica) de todos: las izquierdas, los nacionalistas y esa nebulosa llamada centro-derecha (donde no cabe un cobarde más). A las izquierdas y a los nacionalistas (vascos y catalanes) no se les puede reprochar que fuesen fieles a sus programas. En 1977, la extinta Acción Comunista (en la que militaba Carlos Semprún y se disolvería al año siguiente) no lo podía decir con más claridad: “Por un lado, pues, hay que proclamar bien alto que la unidad del Estado español y la Patria nos importan un comino”. El mismo año 1977 otros partidos izquierdistas, con menos frescura castiza, también insistían en la misma idea, dejando en la estructura profunda lo del “comino” y blandiendo la otra palabra mágica: “federalismo”. El Partido Comunista de España expresaba por aquel entonces: “Los comunistas propugnamos la libre unión de todos los pueblos de España en una República Federal” y el Partido Socialista Obrero Español no le iba a la zaga: “El PSOE se pronuncia por la constitución de una República Federal de las Nacionalidades que integran el Estado Español”. Los nacionalistas vascos y catalanes “moderados” (CIU y PNV) jugaban sus cartas entendiendo que si la coyuntura no se prestaba, había que sacar el máximo partido a la situación para caminar hacia su meta: a veces proclamada como “autodeterminación” y otras veces propugnando la “independencia”. Y una de las inversiones a medio-largo plazo era acaparar los medios culturales y mediáticos y, por supuesto, la enseñanza en sus respectivas comunidades autónomas. Pero, ¿y el centro-derecha? El centro-derecha, siempre miedoso, exageró las ansias de autodeterminación del nacionalismo (que no era en aquellos tiempos, ni la mitad de lo que es hoy) y cedió, como es su costumbre y, torpe de él, no solo fue incapaz de corregir una dirección, sino que la potenció con su estúpida y folclórica concepción centralista del Estado.
Las administraciones autonómicas, al igual que las diputaciones y municipios, se convirtieron de esta guisa en una especie de cuarteles de invierno para aquellos partidos que no lograban alcanzar el gobierno de la nación, mientras que Cataluña y País Vasco, siempre más problemáticos, se convertían en el feudo de los partidos nacionalistas “amables” (siempre con su más enérgica repulsa por los atentados de grupos terroristas que iban directos a sus metas sin tantos rodeos como ellos): en Cataluña y País Vasco, las competencias de educación pasaron a manos de acérrimos nacionalistas y comenzó la ingeniería social en las escuelas, inoculándose el odio a España, las televisiones autonómicas cooperaron progresivamente en la misma dirección y ahora tenemos lo que tenemos.
En el resto de España no estamos mejor: las comunidades autonómicas han mostrado a lo largo de estos decenios democráticos una perseverancia en el voto digna de mejor afán y así han ido perpetuándose, lo mismo me da Alianza Popular (después Partido Popular) o PSOE, repartiéndose el poder fragmentado territorialmente. La inmovilidad del voto no puede achacarse solo a una especie de fidelidad por unas siglas a las que el votante se sentía apegado, también abunda la lealtad del cliéntulo al que le dan la sopa boba, es cierto. Pero no menos cierto es que la mitad de España es “tradicionalista”, sí que lo es: pues mucha gente ha votado a los partidos de izquierda durante décadas por una razón: “por tradición familiar más inmediata”, por la simple razón de haber tenido un abuelo socialista o comunista, represaliado, exiliado, muerto, fusilado o tan tranquilo en su casa después de hacer la mili con Franco. La otra España es la que se ha mostrado menos “tradicionalista”, me refiero a la España “derechista”. La derecha española, con la transición, apostó por el cambio, bien por razones bastardas de oportunismo o bien por ingenuidad (de la que siempre anduvo sobrada), y la derecha española dejó de votar a las formaciones en que habían militado sus abuelos y padres: las diversas familias carlistas o las diversas falanges. Hubo un tiempo en que parecía que algunos carlistas y falangistas podían agruparse en Fuerza Nueva de D. Blas Piñar, pero el sueño no duró: Alianza Popular se llevó el gato al agua y la denominada “extrema derecha” española fue laminada, sus grupúsculos quedaron relegados a una función social: la de alimentar el terror virtual del “fascismo” como enemigo de las libertades públicas, la de chivo expiatorio.
El Estado de las Autonomías no hubiera sido tan nefasto si los partidos políticos, de toda condición y signo, no hubieran acaparado la representatividad social, hurtándosela a las comunidades reales: la familia, el municipio, el sindicato, la comarca, la provincia. Pero hubo unos señores que quisieron hacer en España lo que veían que se hacía en otras partes, al dictado de potencias extranjeras que “asesoraban”.
Pero una “palabra mágica” sigue sonando en la izquierda, en nuestra “tradicionalista” izquierda, aunque sea “tradicionalista” a su manera, claro: la de “federalismo”. ¿Pero alguien sabe verdaderamente lo que es el federalismo? Con la ayuda de Dios, trataré de ocuparme de echar luz sobre esta cuestión en sucesivos artículos bajo este título.

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