RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

viernes, 2 de agosto de 2013

LOS FUNDAMENTOS DEL IMPERIALISMO BRITÁNICO (1º PARTE)

"El último de Gibraltar": Sargento Mayor de Batalla D. Diego de Salinas, 1704. Cuadro de Augusto Ferrer Dalmau


GRAN BRETAÑA Y ESPAÑA:
LA HOSTILIDAD MULTISECULAR
 
Por Manuel Fernández Espinosa
Más allá de las fricciones -históricas o actuales- entre Inglaterra y España a cuenta del contencioso de Gibraltar (algo que desde 1713 a 2013, como puede suponerse, ha acumulado tantos episodios que sería prolijo enumerar y comentar en particular), me propongo con estos renglones averiguar las razones profundas de esta enemistad multisecular entre Inglaterra y España. Se trata de una hostilidad anterior al año en que los ingleses se apoderaron de Gibraltar (1704). Una hostilidad que parece aplacarse –sin disolverse nunca del todo- tan solo cuando en Inglaterra o en España (en España, con mayor frecuencia) ocurre un gobierno que, por debilidad o ineptitud, renuncia a la tradición geopolítica de su respectiva nación.

En adelante, a lo largo de este artículo, vamos a emplear el nombre de Inglaterra como sinónimo de Gran Bretaña, a sabiendas de que no son lo mismo; pero por comodidad y, simultáneamente, reconociendo que Inglaterra es el factor aglutinante de todos los territorios que vendrían a formar en el curso de la historia lo que llamamos Gran Bretaña.

Como su título indica, el artículo también pretende ofrecer, a manera de aproche, una aproximación a los pilares ideológicos y a las personalidades inglesas que pusieron los cimientos sobre los que reposó el imperialismo inglés. Y esta indagación no se hará desde el punto de vista histórico (que nos parece accesible a través de la historiografía vulgar y que sería fácil de historiar), sino que se acometerá desde un punto de vista meta-político, tratando de patentizar los fundamentos meta-políticos; y esta cuestión –lo diremos- no nos parece suficientemente estudiada en España, pese a irnos tanto en ello. La ignorancia de esta cuestión entre el público español nos parece de por sí un indicio de la idiotez en la que ha vegetado, a lo largo de siglos, nuestra endogámica casta dirigente, esa supuesta elite que –cuando ha sido de signo derechista o centro-derechista, como ahora prefieren autodenominarse- ha padecido un constante achaque: el ridículo complejo de inferioridad frente a la cultura inglesa (al igual que las izquierdas lo tienen frente a la cultura francesa). Esto ha sido así, hasta intolerables extremos de lacayuno sometimiento a los dictados culturales de nuestros enemigos históricos y, en política, se ha traducido muchas veces en un deplorable mimetismo, imitando a los ingleses, como monos de feria (aquí, baste recordar a Antonio Cánovas del Castillo, trasplantando el modelo parlamentario británico, o a Manuel Fraga Iribarne con bombín).

Los españoles siempre hemos rendido honor a nuestros enemigos y eso está bien por ser prueba de nobleza. En este respeto al adversario no hemos inventado leyendas negras contra él ni hemos tenido la picardía de propagar las barbaridades históricas que ha cometido. Al revés, siempre nos ha complacido reconocer las virtudes del adversario. Diego Saavedra Fajardo, un autor que no fue escritor de gabinete, sino hombre práctico, con mucho mundo recorrido en su labor como diplomático, escribió de los ingleses:

“Los ingleses son graves y severos. Satisfechos de sí mismos, se arrojan gloriosamente a la muerte, aunque tal vez suele movellos más un ímpetu feroz y resuelto que la elección. En la mar son valientes, y también en la tierra cuando el largo uso los ha hecho a las armas” (1).

Con anterioridad a Saavedra Fajardo, otro viajero español, el jaenero Pedro Ordóñez de Ceballos, quedó muy gratamente impresionado de lo que pudo ver en Inglaterra, cuando la visitó en el siglo XVI, escribiendo:

“Tomé por el puerto de Adover (sic), en Inglaterra, y de allí fuimos seis compañeros a Londres, y me holgué mucho de ver aquella ciudad, y es lástima que gente tan buena, en lo moral esté errada. Yo tengo para mí, según vide sus tratos, buenas palabras y mejores obras, que es de las mejores naciones del mundo, y puede competir con franceses, italianos y otras muchas; y ellos se tienen, después de los españoles, por los mejores. Y poco valiera el pensarlo si no lo mostraran, como en efecto lo muestran, en las obras. Y, así, cuando vi su trato, proceder y personas, se me acordó del dicho de San Gregorio Magno, donde los llama ángeles en la tierra” (2). 
 Pedro Ordóñez de Ceballos,
aventurero y misionero español de Asia
 

En estos renglones no asoma ni un resquicio de desprecio por los ingleses, todo lo contrario, el español reconoce su valentía. Pero también hubiera sido conveniente que, por nuestra parte, reconociéramos la inteligencia de que hizo gala el imperialismo británico en el curso de los siglos. No fueron exclusivamente hazañas de valentía las que levantaron el imperio británico, sino que lo construyó la tenacidad y la prudencia de una excelente aristocracia que, además de cultivar su autoestima, conocía su tradición y se cuidaba de tener a punto su inteligencia, en exquisitos ámbitos que iban desde las universidades hasta sus selectos clubes: una aristocracia que era consciente de una tradición política y que se había educado en la perpetuación de esas líneas maestras que trazaron el edificio de un gran imperio: el “Rule Britannia”. Unas elites dirigentes que no se permitían la improvisación más allá de lo justo y que obedecían de consuno, por encima de diferencias partidistas, a un gran plan de dominio universal.

Sin embargo, en España, qué otra sería nuestra suerte. Nuestra aristocracia decadente (Quevedo ya lo denunciaba en su tiempo) fue languideciendo, degenerando en esa caricatura repugnante del “señorito”, extranjerizándose y negándose, hasta tal punto que, llegado aquel año de la gran prueba, año 1808, el bajo clero y el pueblo mostraron que eran los auténticos valedores y portadores de los valores y virtudes de la raza hispana.

Solo pocos hombres vieron con claridad lo que nos estaba sucediendo y las razones por las que nos ocurrían las cosas. Una de las mentes más portentosas de la deplorable escena política de finales del XIX y principios del XX fue Vázquez de Mella.

Inglaterra, en palabras de Vázquez de Mella:

“No puede ser grande, por la desproporción entre su población y los productos de su suelo, si viviera replegada dentro de sí misma: tiene que ser grande dominando el mar, y para dominar el mar necesita dominar el Estrecho, y para dominar el Estrecho necesita dominar la Península Ibérica, y para dominar la Península Ibérica necesita dividirla, y para dividirla necesita sojuzgar a Portugal y sojuzgarnos a nosotros en Gibraltar. Y eso ha hecho. Recorred su historia; miradla con relación a España, y veréis que, para dominarla y dividirla, no empieza por Gibraltar ni por el Estrecho: empieza por Portugal.” (3)

En este sentido, un pensador alemán, Oswald Spengler, observaba que:

“El que poseía los puntos de apoyo de la flota, con sus docks y sus reservas de material, dominaba el mar, independientemente de la fuerza de sus escuadras. El Rule Britannia reposaba, en último fondo, en la cantidad de colonias de Inglaterra; colonias que existían para los buques, y no al contrario. Esta fue en adelante la importancia de Gibraltar, Malta, Aden, Singapur, las Bermudas y muchos otros apoyos estratégicos antiguos.” (4)

La multisecular hostilidad entre Inglaterra y España no es asunto de antipatías ni caprichos. Se trata, más bien, de un imperativo geopolítico que primero lo supo ver Inglaterra, antes que España. Por muchas razones históricas, España había llegado a alcanzar la hegemonía universal, con antelación a Francia y a Inglaterra. La gran política inglesa (y toda “gran política” es asunto de supervivencia) no podía ser tal sin entrar en conflicto con la primera potencia mundial, en aquel entonces España. Es por ello que, incluso más que Francia, Inglaterra necesitaba hostigar a España, dividir a España (para vencerla) y someterla por las vías que fuese menester (mediante la introducción en España de las más mortíferas ponzoñas: la masonería, el protestantismo, el liberalismo, alimentando los nacionalismos centrífugos de las regiones españolas), hasta alcanzar su objetivo: hundir a España, impedir que levantara cabeza y, si era necesario, aniquilar España. El imperialismo británico no hubiera podido ser imperialismo mientras existiera la amenaza española.

La clave de la gran política británica para lograr y conservar su hegemonía mundial fue siempre la eliminación de España y su estrategia una luenga política de desgaste. Y esto ha sido así hasta nuestros días. Y de tal manera que los problemas generados por Inglaterra casi siempre nos sorprendieron por desprevención. Los españoles, más ingenuos y cándidos, incluso llegamos a pensar, en algunos momentos históricos, que los intereses de Inglaterra y España convergían y, por lo tanto, éramos aliados. Pero las alianzas con Inglaterra nunca fueron cumplidas con lealtad, de ahí nació el famoso dicho: “La pérfida Albión”. Y tal ocurrió, por ejemplo, con la Guerra de la Independencia contra el invasor napoleónico. Sobre esta alianza entre Inglaterra y España, contra Napoleón Bonaparte, escribía Karl Marx:

“Es un hecho curioso que la mera fuerza de las circunstancias empujara a estos exaltados católicos [los españoles] a una alianza con Inglaterra, potencia que los españoles estaban acostumbrados a mirar como la encarnación de la herejía más condenable, poco mejor que el mismísimo Gran Turco. Atacados por el ateísmo francés, se arrojaron a los brazos del protestantismo británico”. (5)

La agresión napoleónica pudo hacernos compañeros de viaje a ingleses y españoles, pero el viaje lo pagamos bien caro. Además de hacer creer que sin su presencia nunca hubiéramos expulsado a los franceses, las tropas aliadas británicas destrozaron en España –y sin necesidad militar- todo el tejido industrial que encontraron a su paso y que se había ido levantando en España desde Carlos III. Así fue como Wellington ordenó bombardear la industria textil de Béjar; en Madrid, después de la evacuación napoleónica, los ingleses también destruyeron la Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro.

Mientras que Wellington y sus hordas aprovechaban su estancia en la península para destruir las infraestructuras españolas que -industrial y comercialmente- eran potenciales competidoras de las inglesas, no cesaron tampoco los ingleses de inocular el virus ideológico. De esta guisa fue como contaminaron, a través de la clandestina e incipiente red masónica que urdieron en España, los cuadros militares del ejército español, llenándoles la cabeza de pájaros a los oficiales y suboficiales de nuestro ejército y, una vez ganados a la causa liberal, se convirtieron –consciente o inconscientemente- en los principales colaboracionistas del imperio británico contra nuestros propios intereses nacionales. El nefasto liberalismo político, tan extraño a nuestras raíces, fruto tan ridículo y bastardo pese a todo el prestigio que nuestros actuales tontos y traidores le conceden, fue el que, andando el tiempo, se convirtió en el foco de alteraciones constantes, de pronunciamientos militares, de golpes de mano, de conspiraciones y asaltos al poder, protagonizados por esos españoles desnaturalizados que habían abrazado las mentiras liberales: ese fue nuestro siglo XIX y el liberalismo fue nuestra pesadilla constante desde 1812 a nuestros días, fuente inagotable de derramamientos de sangre entre españoles. Las guerras carlistas no fueron otra cosa que la reacción, diríamos que biológica, del cuerpo social más sano de España contra ese veneno que reptaba en los antros masónicos y que pugnaba por encaramarse a las cámaras legislativas y, una vez arriba, desde nuestros mismos órganos dirigentes, ejecutar nuestra destrucción.

Casi todo se lo debemos al imperialismo inglés.

NOTAS:

1.       Diego Saavedra Fajardo, “Idea de un príncipe político cristiano, representada en cien empresas (año 1640)

2.       Pedro Ordóñez de Ceballos, “Viaje del mundo” (año 1614). Pedro Ordóñez de Ceballos nació en Jaén, muy posiblemente el año 1547, y tras recorrer el mundo, regresó a Jaén, para escribir sus libros de viaje y morir en su tierra natal el año 1635. Desde muy joven zarpó de Sevilla y emprendió una vida aventurera, siendo el primero que daría la vuelta al mundo desde América. Ejerció como comerciante, como soldado, como conquistador y, una vez ordenado sacerdote, fue misionero en Asia, destacando en la evangelización de la Conchinchina. Cuando Ordóñez de Ceballos dice “Adover” hay que entender “Dover”. Cuando cita a Gregorio Magno, Ceballos alude al episodio en que el Papa Gregorio, visitando el mercado de Roma, se encontró con un grupo de esclavos ingleses que iba a ser vendidos, preguntó su procedencia y alguien le respondió al Romano Pontífice: “Son anglos”. Gregorio Magno contestó: “Non angli sed angeli” (“No son anglos, son ángeles”). Además de “Viaje del mundo”, en edición y con prólogo del argentino Ignacio B. Anzoátegui, de la Colección Austral, España-Calpe Argentina, es muy recomendable el estudio monográfico “Pedro Ordóñez de Ceballos. Vida y obra de un aventurero que dio vuelta y media al mundo”, de Raúl Manchón Gómez, publicado por la Universidad de Jaén, año 2008.

3.       Juan Vázquez de Mella, “Dogmas nacionales”, Obras Completas del Excelentísimo Señor Don Juan Vázquez de Mella y Fanjul, Volumen Duodécimo, Junta de Homenaje, año 1932, pp. 141-142.

4.       Oswald Spengler, “Años decisivos. Alemania y la evolución histórica universal”, Colección Austral, Espasa-Calpe, traducción de Luis López-Ballesteros, año 1962, pág. 58.

5.       Karl Marx, “La España revolucionaria”, edición de Jorge del Palacio, Alianza Editorial, año 2009, pág. 49. 

 

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