Glorioso gol de Zarra en la portería de la Pérfida Albión |
Para empezar me declaro lego en asuntos futbolísticos. El
fútbol tuvo para mí su época, la de mi infancia y adolescencia pero, por
razones que no vienen al caso, fui perdiendo todo interés por este deporte: dejé
de seguir las retransmisiones radiofónicas y televisivas de los partidos
estelares que enfrentaban al Real Madrid y al Barcelona, dejé de
coleccionar los cromos de las plantillas de los equipos de la Copa de la Liga,
me desinteresé de los Mundiales y así, hasta hoy. Soy como esos católicos que,
fueron a la catequesis, y con los años lo olvidaron casi todo y ahora miran la
religión como una pantomima que nada les dice. Si el fútbol tuviese una
inquisición que persiguiera a los disidentes, bien pudieran delatarme al
tribunal bajo la acusación de ateo (a la que yo, gustoso, añadiría la de murmurador
contra los excesos que considero que se cometen alrededor de este deporte, como
son el dedicarle tanta y tanta atención; también me confieso de que he pecado
contra el fútbol emitiendo con acrimonia los más severos dictámenes cuando, al
contemplar los gravísimos problemas de nuestra sociedad, yo, pecador público, he
visto –como todo el mundo puede ver- los millonarios contratos que unos señores firman a cambio de la prestación de sus carreras sobre el césped y la presunta eficacia de sus
piernas y sus pies. Que se me excomulgue de la sociedad de los perfectos
enterados sobre lo que, para mí, no son más que tonterías; que se me ponga el
sambenito y me paseen por tamañas blasfemias. Yo, la verdad, no soporto el
fútbol (es deporte extranjero; por si fuese poco, importado por esa enemiga eterna hasta que sucumba: Inglaterra. El fútbol fue injertado -no lo olvidemos-
en aquellas humillantes minas de Río Tinto donde los españoles, en su propia
tierra, eran peones de los capataces ingleses de la banca judaica, que había arrendado las minas a los gobiernos liberales y cipayos del siglo XIX).
Sin embargo, soy persona
de este tiempo, y no puedo soslayar el fútbol. Y si no he reanudado la cándida
relación que con este deporte tuve en mi niñez y, sin arrepentirme de mis pecados,
he tenido por fuerza que reflexionar sobre el fútbol.
Lugar común, no exento de pedantería, es el afectar
desinterés por lo que constituye un artículo inatacable para las masas: el
fútbol, artículo de consumo y artículo de fe. En el momento en que se hace tal
es como si el que disintiera se pusiera por encima de la muchedumbre y
adquiriera una supuesta autoridad moral o estética sobre todos los demás, esa
mayoría siempre sospechosa de oler a sudor y que piensa de modo tan vulgar. Pero
esa actitud –la de deplorar el fútbol, por ser deporte que apasiona a casi
todos- es, simplemente, una tontería. No compartir ciertos gustos mayoritarios
no hace de ninguno de nosotros un genio. Por lo tanto, antes de proseguir,
quiero que quede suficientemente claro que mi postura no está contenida, en
modo alguno lo quiere estar, en ese envoltorio snobista de algunos que se creen
mejores por ir “contra-corriente”. Si arriba he dicho que no me gusta el fútbol
es que, sencillamente, no me gusta el fútbol y punto pelota. Los que me conocen
podrían prestar testimonio de que es tal y como lo digo, por raro que resulte.
Y no obstante, ¿por qué esta digresión sobre el fútbol?
Hemos de constatar que en España, de un tiempo a esta parte,
el patriotismo ha ido disolviéndose hasta tal punto que para encontrar un
patriota hay que salir como Diógenes, con una lámpara a plena luz del día,
preguntando si lo hay. El internacionalismo de los partidos de izquierda (que
nunca destacaron por su españolismo, precisamente), el nacionalismo centrífugo
y abiertamente secesionista (localizado en determinadas regiones de España), el
mundialismo del partido que tiene cautivo y desarmado al electorado católico y
español (el Partido Popular, por si hubiera algún tonto leyéndome) son
elementos a tener en consideración para explicarnos la disolución del
patriotismo español. Pero tampoco podemos, en honor a la verdad, dejar de
advertir que las décadas de la dictadura franquista –con tanta machacona exaltación
retórica de España- vinieron a “quemar” (por efecto reactivo) el patriotismo
del pueblo español que, como prueba nuestra historia, nunca excitó el
patriotismo, sino que, más bien, hizo todo lo contrario, en su novelería y si de algo pecó fue de
xenomaníaco (esa patología llegó a su paroxismo con el siglo XIX de la mano del
liberalismo, la francofilia y la anglofilia, en menor medida la germanofilia).
España había encontrado en su plena identificación con el
catolicismo la ligazón entre sus pueblos: eso fue la Reconquista, eso fue la
Restauración del Reino Godo de Toledo, eso fue la expansión por toda la
redondez de la tierra. Por más diferentes que puedan ser un vasco y un andaluz
(son ganas de exagerar cuando se enfatiza esas diferencias) el catolicismo –la
religión- era lo que los unía. La piedad podrá ser estéticamente diferente si
consideramos la Semana Santa de Zamora y la Semana Santa de Sevilla, pero los
misterios son los mismos. Sin embargo, hora es ya de darnos cuenta (hay algunos
que todavía no lo quieren ver) la religión católica –por muy diferentes razones
que no vamos a tratar aquí exhaustivamente- ha dejado de ser el común
denominador de los españoles. Las romerías siguen atrayendo a millares de
devotos, las cofradías pasionales y patronales son tal vez las asociaciones más
vivas y activas de muchos pueblos y ciudades de toda España, pero la Iglesia
católica renunció en su momento (pongamos que hablo de Tarancón) a liderar
proyectos políticos, incluso a bendecirlos (todavía recuerdo los problemas que
encontraban mis vecinos franquistas para que se celebrara una Misa en sufragio
por las almas de José Antonio y Francisco Franco el 20-N en la parroquia local,
allá por los años 80), en fin, podemos decir –con el común de los sabelotodo-
que la sociedad española se ha secularizado, los Seminarios y Noviciados están
vacíos o completándose con hermanos procedentes de países donde la religión
todavía cuenta, mientras que en España cada día cuenta menos. Como católico no
diré yo que la religión desaparezca: la Iglesia no desaparecerá hasta el fin de
los tiempos; pero como realista no puedo dudar que vivimos tiempos de apostasía
generalizada y de nada vale engañarnos: convengamos en decir que el catolicismo
se ha eclipsado. Con el eclipse –un eclipse no es nada definitivo- del
catolicismo, una vez que hemos admitido que la fundación y fundamentación de
España descansaban en la religión católica, la misma España se hace inviable:
la descomposición que está en marcha
podía vaticinarse en los años 60. Los esfuerzos de algunos patriotas por
sustituir el catolicismo por cultos paganos (es el caso de no pocos grupúsculos
fascistas europeístas, de esos que adoran a los árboles y los ríos y hasta
tienen druidas) resultan grotescos, irrisorios... Un postizo a ojos vista. Y tampoco nos vale el nacional-catolicismo, pues a gran parte del clero le ha dado por ser cosmopolita: una enfermedad como otra cualquiera.
Pero hete aquí que, volviendo al fútbol, encontramos que fue en
la Selección Española (vencedora del Mundial) cuando el pueblo español (no faltó
incluso algún etarra que celebrara la victoria) se reconociera a sí mismo como español. Por
un lado, este hecho innegable es motivo de felicitación por parte de todos
aquellos que hace tiempo que no veíamos tantas banderas rojigualdas lucirse a
pleno sol (las banderas nacionales, en el mejor de los casos, se veían en la
procesión del Corpus Christi; la gente no las aireaba para no ganarse el apodo
de “facha”). Pero por otra parte, en casos de purismos como el mío, este hecho
es motivo de una auténtica extrañeza: ¿Cómo puede ser que algo tan banal como
un deporte pueda obtener estos efectos? –esa es la pregunta. ¿Tanto se ha
depauperado todo que hemos de recurrir al deporte más pedestre para sabernos y afirmarnos en
toda nuestra españolidad? Y la respuesta es sencilla. El fútbol consigue esos
efectos en virtud del carácter que ha adquirido: esto es, el carácter de falsa
religión. Hay que mirarlo con ojos implacables, no empañados por la
parcialidad. Mirémoslo con la distancia que marca el hecho de no ser arrebatado por las
pasiones que un equipo de fútbol desata en su aficionado, desde el hooligan
hasta el pacífico parado que va al bar de la esquina a ver la retransmisión en
la tele, ya que la suya la tuvo que vender para comer.
El fútbol no tiene Dios (aunque algunos futbolistas lo
tengan y hacen muy bien en tenerlo). El fútbol tiene sus congregaciones (cada
club con sus sucursales exteriores, si es famoso y poderoso las tendrá). El
fútbol tiene sus ministros (desde el gran sacerdote-presidente del club… Hasta
la plantilla de ases que pelea por una pelota en el campo). El fútbol tiene su
feligresía (todos y cada uno de los aficionados). Sus símbolos (la camiseta, el
escudo, el himno) El fútbol tiene una liturgia (los encuentros, con sus
solemnidades y hasta su calendario litúrgico). El fútbol tiene sus templos (los
Estadios que, a más poder del club serán más espectaculares). El fútbol tiene
sus capillas (las peñas de aficionados que apoyan al club, incluso
desplazándose a las celebraciones más importantes o bien a todas cuantas puede,
según la devoción de quienes están dispuestos a realizar peregrinaciones). El
fútbol tiene sus boletines (como la Iglesia tenía su prensa periódica o el
Partido Comunista Español su “Mundo Obrero”). El fútbol tiene, en fin, todo lo
que tenía la religión: a ningún pobre de la Edad Media se le ocurría pensar que
era un abuso económico elevar una magnificente catedral; es más: el pobre
estaba dispuesto a entregar sus míseras pertenencias y su trabajo, feliz y
contento, si con ello podía contribuir a la edificación de la Casa de Dios; hoy,
los llamados “tesoros de la Iglesia” son criticados con desfachatez demagógica
por los enemigos de la religión, pero ¿a quién se le ocurriría poner el grito
en el cielo por la millonada de euros que cuesta mantener un Estadio de fútbol?
A nadie. A ninguno le espantarán los desembolsos que acarrean las periódicas
reformas y ampliaciones de los grandes Estadios o los “honorarios” que cuesta
el fichaje de un futbolista o entrenador que, previamente ha sido presentado a
todos como el remedio mágico para
superar una crisis del equipo. Es lo que digo: el fútbol se ha convertido en
una religión, por más falsa religión que sea. Solo así podríamos explicarnos el
fenómeno que presenciamos. Y sin embargo, el fútbol puede ser elemento
aglutinador de un pueblo que sufre la fractura social, económica y regional. Lo
hemos visto. Lo seguimos viendo. Es por eso por lo que los separatistas se
apresuraron a exigir sus “selecciones nacionales”: veían que la Selección
Española les arrebataba la clientela electoral.
Por lo tanto, ¿qué hacer con el fútbol? Primero de todo,
dejarlo estar. Pero, eso no lo es todo: así las cosas, el fútbol nacional exige
una mayor politización que tiene que venir auspiciada desde la base. Al igual
que Maquiavelo recomendaba servirse de la religión por “razón de Estado”,
nosotros hemos de recomendar poner el fútbol a servir a la “razón española”
(que todavía no es un Estado, pero que lo será si porfiamos con empeño en
ello). Al igual que el marxista heterodoxo Gramsci (italiano y cínico como
Maquiavelo) corrigió el puritanismo ideológico de Marx, concediendo la
importancia intrínsecamente revolucionaria que pudiera tener la
superestructrura, toda vez infiltrada por los intelectuales orgánicos (La
religión como superestructura había sido contemplada por el burgués Marx como
“opio del pueblo”), nosotros hemos de corregir el puritanismo de todos cuantos
piensan que el fútbol sea un elemento patriótico depauperado (que lo es), para
ponerlo a servir maquiavélicamente como elemento activo de españolización, si
se sabe actuar sobre él. Esto requiere que el fútbol se politice más todavía,
incluso hasta el extremo de que los que no nos quieren patriotas (mundialistas
centroderechistas, internacionalistas izquierdistas y separatistas) tengan que
verse obligados a presionar sobre los clubes para que estos entren en conflicto
con la misma afición que les reclame su legítimo derecho a portar banderas
españolas. Y así, una de dos: o la afición se saldrá con la suya y el fútbol será
una fuerza imparable de españolismo o tendrá que darse cuenta de la
manipulación a la que está sometida desde organizaciones que instrumentalizan el
fútbol con fines antiespañoles.
Españolicemos con el fútbol, españolizando hasta el
paroxismo el fútbol. Lo dice alguien –yo- que no cree en el fútbol. Y ahora,
voy a ponerme la bufanda con los colores nacionales y me iré al Estadio a
gritar fuerte: “¡Viva España!” –hasta que me quede afónico.
Yo no amo el fútbol. Yo amo todo medio que lleve a engrandecer a España.
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