RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

miércoles, 24 de julio de 2013

"LA AFIRMACIÓN ESPAÑOLA" DE JOSÉ MARÍA SALAVERRÍA (2ª PARTE)

D. José María Salaverría, ilustración rediseñada de la portada de uno de sus libros

ORÍGENES Y EFECTOS DEL PESIMISMO NIHILISTA DE LA GENERACIÓN DEL 98
 
Por Manuel Fernández Espinosa 
 
La Generación del 98 encontró la más frontal de las oposiciones en alguien que podría haber sido uno de sus miembros, que incluso –como el mismo Salaverría reconoció- estuvo muy cerca de ella, compartiendo durante un tiempo parecidas inquietudes. Prueba de ello es su relación epistolar con Miguel de Unamuno, que se mantuvo hasta que la conflagración europea abrió las trincheras en Europa y, en la España neutral, excavó una profunda sima entre los que se alinearon con Alemania (germanófilos) y los que se pusieron, como Unamuno, a favor de los aliados. Salaverría fue un germanófilo por entender que las naciones aliadas habían infligido, en el curso de la historia, más daño y humillaciones a España que los imperios centrales, aunque tampoco hemos de olvidar la formación de Salaverría que, aunque autodidáctica, se hizo al calor de la filosofía de Nietzsche.
 
Entre los escritores germanófilos españoles figurarían Jacinto Benavente, Pío Baroja, Carlos Arniches, Dámaso Alonso, Edgar Neville o Eugenio d’Ors. Cada uno de ellos podía esgrimir sus propias razones para militar a favor de la causa germana en la Gran Guerra. Salaverría visitó el escenario del conflicto, como hiciera Valle-Inclán o Blasco Ibáñez por la parte aliadófila. Por lo tanto, no cabe equivocar la germanofilia de Salaverría con una cómoda actitud de contertulio de casino, como eran la mayoría de germanófilos y aliadófilos españoles de aquellas calendas.
 
 
Pero el anatema que Salaverría lanza contra la Generación del 98 no puede simplificarse achacándola sin más a la discordia entre intelectuales españoles, a raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial. En efecto, el conflicto bélico europeo escindió a la intelectualidad española, excitando los ánimos y llegando a producir en España una batalla, por más incruenta no menos vocinglera, en la que los unos cañoneaban a los otros con manifiestos, actos públicos de adhesión a los países predilectos según cada uno de los bandos en liza. La razón del enfrentamiento de Salaverría con la Generación del 98 hay que buscarla en la perniciosa acción desmoralizadora y desintegradora que se siguió del “tono negativo” y el “tono despectivo”, elemento propio de los noventayochistas. Pues la plañidera letanía de la decadencia, la contrita mueca ante la mugre, la indignada denuncia de la pus (temas en que se refocilaban los del 98) no había sido un mero ejercicio literario sin consecuencias en el espíritu de la nación española. Sus efectos habían sido nocivos para España.
 
 
“La afirmación española” se alza contra la Generación del 98 por hallarla culpable de haber fomentado los sentimientos más deplorables que incluyen el autodesprecio, la subestima nacional y el masoquismo moral, inyectados literariamente por los noventayochistas en el cuerpo de la nación española.
 
 
Pero, contestemos por partes, a estas preguntas con la respectiva respuesta que nos da el autor:
 
 
1.      ¿Puede localizarse el foco de este pesimismo invasor contra el que pugna Salaverría con un ardoroso espíritu patriótico?

 
2.      ¿Quiénes han sido los afectados de esta lacra que desmoraliza en el derrotismo a España?
 

 
1. El tono del 98 no es propiamente español, aunque los instrumentos sean de nacionalidad española. Recordemos que, según Salaverría, los noventayochistas son españoles que, por la razón que se quiera (egotismo, afán de notoriedad, snobismo…) han venido a desdeñar lo propio y que, aunque alegan amor patriótico, dan muestras de todo lo contrario: son extranjerizantes y lo que importan a España no es genuinamente español, sino que las más de las veces se muestra con franca hostilidad a lo hispano, patente o latentemente las modas, las ideas, los valoraciones que se injertan son de signo antiespañol. El origen de este pesimismo que se propala no es interior, aunque sus portadores y canales literarios sean indígenas.
 
 
La propaganda deletérea que intenta conquistar el alma de los españoles la encuentra Salaverría en el “judaísmo”:
 
 
“No se trata, pues, de un estado de ánimo puramente español; no es un tono estoico, a la española, ni un tono ascético de índole cristiana; el tono de esa literatura bladuzca y diminuta es un tono judaico, como el que puede privar en los ghettos de Varsovia, Francfort o Nueva York”.
 
 
El foco originario de ese pesimismo contraproducente que Salaverría descubre no es una simple intuición suya, tampoco podemos atribuirlo a un delirio conspiracionista del autor. Salaverría es gran conocedor de lo que hay tras las bambalinas del mundo editorial: los intereses que se barajaban tras las grandes cabeceras de la prensa mundial, el capital económico que sostiene a las grandes empresas de la comunicación de la época… No son un secreto para Salaverría. Salaverría acusa a la Generación del 98 de haber adoptado como suyos los temas propios que el judaísmo internacional difundía por doquier, infectando todo el tejido de la civilización: “antimilitarismo, antinacionalismo, internacionalismo, un positivismo filosófico refrendado por Remy de Gourmont*, un anarquismo aristocrático a lo Nietzsche, y en arte, el desenfreno del diletantismo” –escribe Salaverría.
 
 
Todas estas ideas-fuerzas que minaban la salud del cuerpo social de España, al igual que el del resto de pueblos civilizados, las localiza Salaverría en la prensa internacional, como, por ejemplo, el “Mercure de France”. El “Mercure de France” contaba con el lacayuno sometimiento del grueso de la intelectualidad española, que se agachaba reverentemente ante la última ventosidad de Gourmont, esa misma intelectualidad atiborrada de extranjerismo, desdeñosa de lo propio y fascinada por lo extraño.
 
 
“Remy de Gourmont parecía un verdadero pontífice. Y era, precisamente, la época en que el “Mercure de France” propagaba la esencia del judaísmo” -que, en palabras de Salaverría, se cifra en lo más arriba enunciado: antimilitarismo, antinacionalismo, internacionalismo, positivismo, anarquismo aristocrático y desenfreno artístico (pensemos en los primeros síntomas de lo que más tarde serían los –ismos artísticos, las vanguardias de entreguerras).


 
Remy de Gourmont
 
 

Cada uno de los hombres del 98, a juicio de Salaverría, ha sido a su manera, en mayor o menor escala, un canal de transmisión de esas ideas extrañas a España, ideas debilitantes, contrarias a la integridad y seguridad de la nación, enemigas de nuestra prosperidad, hostiles a su grandeza y promueven la merma de la autoestima española, agigantan los defectos nacionales, vician de pesimismo y derrotismo a los incautos lectores que se intoxican con esta literatura y le muestran como objetivo deseable de alcanzar el nivelarse con el resto de naciones “avanzadas”, ofreciéndole el cebo de un falso progreso que existiría en las demás naciones y que es imposible de hacerse viable en España si España no deja de ser España. Es así como estas tribunas de opinión, bajo la férula judaica, invitan a los españoles a desertar de su españolía, borrar el carácter propio y particular de su españolidad y, una vez suprimido el españolismo, emprender la aventura de “europeizarse”, mimetizarse, dejar de ser lo que es, terminar enajenándose.

La propaganda noventayochista ha insistido en presentar a España como un país atrasado y gangrenado, proponiéndole al pueblo español una apertura al exterior. Se ha insistido en que España (todavía se oye en el siglo XXI machaconamente) tendría que recuperar el tiempo perdido, el supuesto tiempo que hemos perdido desde que nos descolgamos de la modernidad, cuando nos apeamos del tren del progreso. Es la cantinela que culpa a nuestros siglos de oro de haber sido siglos de tinieblas, cuando estuvimos preservados de los errores que se fabricaban en Europa: como el protestantismo disolvente, la Ilustración, el enciclopedismo, el liberalismo, los socialismos... La misma cantinela de siempre, los inveterados tópicos que, a fuerza de repetidos, han sido asimilados por un desprevenido pueblo español que ha sido, mil veces, traicionado por su “inteliguentsia”: esa elite de pedantes que en todos los siglos (ilustrados, liberales, krausistas, socialistas...) tuvo como defecto el esnobismo que es esa vanidad que corrompe el gusto y la inteligencia. Pero mirar al exterior no trae mayor cuenta, afirma Salaverría (y él, recordémoslo, sí que ha viajado y hablaba con elementos de juicio):

“En España no existe más gangrena que en otros países. Todo eso del pus y la decomposición cadavérica, pertenece a una literatura anticuada; es un resto de la malsana labor que hicieron los impotentes del 98”.

En efecto, la situación del año 1917 no era, precisamente, la más ideónea para emitir un fallo favorable al camino que había recorrido Europa, desde la ruptura de la Cristiandad, por el protestantismo disolvente, pasando por las guerras de religión, los charcos sanguinolentos de las guillotinas jacobinas, las tremendas guerras napoleónicas, las revoluciones decimonónicas (liberales y nacionalistas)… Y, cuando escribía Salaverría, en el año 1917: ¿qué es de Europa? Esa Europa, la misma a la que los intelectuales españoles nos exhortaban a mirar como la panacea, está ardiendo. En 1917 ha estallado la Revolución en Rusia: cae el Zar y los bolcheviques darán su golpe de estado para imponer el comunismo, sobre millones y millones de cadáveres... 1917 es un año crucial que demuestra que toda la modernidad ha traído a Europa a la catástrofe. Mientras tanto, España goza de paz y prosperidad, por mucho que no quiera admitirlo la cerrazón de los noventayochistas.


Salaverría está asistido de mucha razón, cuando afirma que el discurso denigrante y antiespañol (articulado por los del 98) es obsoleto; en definitiva: un constructo intelectual que paraliza e impide aprovechar el momento particular en que se está (año 1917), pues, como cantaba Martín Fierro:

“La ocasión es como el fierro,
Se ha de machacar caliente”.
 

CONTINUARÁ...

 
Adolf Hitler, en la Primera Guerra Mundial, con un grupo de camaradas.
 

*Remy de Gourmont: (1858-1915) fue un poeta, novelista, crítico literario y una de las principales figuras del simbolismo francés. buen amigo de Alfred Vallette, propietario y director del "Mercure de France". Aunque Gourmont fue quien presentó a Léon Bloy a Alfred Vallette, dándole la iniciativa en las letras, Bloy fue cada vez tomándole más inquina y en 1904 Léon Bloy escribe en su diario: "He leído en los Epílogos de Remy de Gourmont: "San Pablo no es para mí nada más que un escritor mediocre y frívolo" -La palabra de Dios no es tolerable, como la de Scribe, más que en música-. ¡Espantosa mezquindad la de esta inteligencia y más espantoso estado el de esta alma! ¡Y atreverse a decir que esto es experiencia! Cuando yo conocí a este desgraciado en 1893, hubiera sentido horror a escribir eso. Es verdad que entonces...".
 

La cita de Léon Bloy termina en puntos suspensivos, tal y como la hemos transcrito, lo que es toda una invitación al investigador a indagar los caminos de Gourmont que, desde el año 1893 al 1904 aproximadamente, tanto había cambiado: ¿qué lecturas hizo? ¿qué influencias le hicieron cambiar tanto? ¿quienes lo tutelaron? No es el propósito de este artículo y lo dejamos ahí.
 

"Diarios (1892-1917)", Léon Bloy, selección, traducción y prólogos de Cristóbal Serra, con la colaboración de Fernando G. Corugedo, Editorial Acantilado, Barcelona, 2007.

 
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Próximamente atenderemos la segunda de las interrogantes que hemos dejado pendiente hoy, por mor de no cansar al lector. Y, con posterioridad, ofreceremos las claves nietzscheístas de Salaverría, así como una crítica actualizada de su libro
“La afirmación española”.

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