RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

jueves, 4 de septiembre de 2014

¿FEDERALISMO EN ESPAÑA? (III)

Imagen: El bandido realista.
 
 
EL FEDERALISMO TRADICIONALISTA
En su cumpleaños, dedicado a mi amigo portugués,
D. Manuel Rezende.
 
Por Manuel Fernández Espinosa
 
Continuación de:
y
 
 
Hemos visto el carácter que reviste el federalismo progresista del siglo XIX que es el que ha heredado nuestra izquierda indígena. Pero el federalismo no es, como tantas otras cosas, un invento de la izquierda. El federalismo es un fenómeno político muy antiguo.
Entre los helenos, para los que durante tanto tiempo fueron las "polis" (ciudades-estado) su organización política, existió un peculiar modo de federarse las ciudades (la Anfictionía). La Anfictionía era una confederación política de ciudades-estado vecinas, siendo en su origen una confederación religiosa: famosa fue la Anfictionía de Delos que contaba con una asamblea de anfictiones formada por dos delegados de cada ciudad componente de la misma:
“La idea panhelénica, con Arístides, fue a la vez acción y hecho. Temístocles fue quien puso las bases para su posible realización. Arístides organizó una confederación o liga marítima para la protección de los griegos de Asia recuperados y la liberación de los aún sometidos. Fue la liga marítima ático-délica (477 a. de J.C.). No fue panhelena, porque Esparta, luego de Platea, pretendió la total hegemonía y al reconocer de grado o por evidencia la marítima de Atenas, se quedó con la terrestre […] La liga, sin embargo, no preveía este dominio imperial de Atenas; se basaba en el principio de la libertad y autonomía de los confederados y su sede no fue en un principio Atenas sino la isla de Delos” (“Origen y ocaso de las talasocracias”, Román Perpiñá).
Ésta es la diferencia que existe entre federación y confederación: términos que solo los indocumentados emplean como equivalentes, pero que no lo son en modo alguno. El principio federativo supone que el poder central tiene más competencias, mientras que la confederación implica la limitación del poder central, pudiéndose ligar los estados asociados y separarse.
En los tiempos de la República romana se acuña el término “foederatus”, aplicado a las tribus que habían sellado un tratado (Foedus) con la República. En el curso de la larga historia romana, el término experimentará transformaciones, pero para lo que aquí importa subrayemos que nuestro vocablo “federado” procede de esta concreta relación política establecida entre Roma y otras unidades asociadas. En el año 332, el emperador Constantino sella un pacto con los godos convirtiendo a estos en federados del Imperio. Los “foederati” (godos y alanos) vencieron a Atila el año 451 y en el año 476 uno de sus caudillos depuso al último emperador romano de occidente.
Durante la Edad Media existieron entre los reinos peninsulares relaciones que, aunque no se llamaron como tal, podrían denominarse “confederaciones”: así encontramos en la Batalla de las Navas de Tolosa una confederación de los reinos de Castilla, Aragón y Navarra (con voluntarios leoneses, occitanos y de otras procedencias) para derrotar a los mahometanos. La palabra “confederanza” hoy en desuso puede encontrarse hasta en documentos del siglo XVI: en cuanto al léxico, en España más que de “federación” o “confederación” siempre se habló de “confederanza”.
El “principio federativo” es intrínseco al tradicionalismo español. Sobre el tradicionalismo  político español hay un grandísimo desconocimiento y todavía pesan hoy prejuicios que han perjudicado muy mucho a comprenderlo: es un error identificar el tradicionalismo con el absolutismo monárquico y con el centralismo tan avasallador. Es cierto que, debido a la calamidad que se cernió sobre Europa con la revolución francesa de 1789, el tradicionalismo pudo acusar durante un tiempo un exceso de identificación con la Monarquía en su grado absolutista (así el “Manifiesto de los Persas” o los contra-revolucionarios de 1820 y 1823), pero si el tradicionalismo hubiera defendido una concepción centralista del Estado (de la Monarquía) no se entiende que pueblos que tanto amaban sus libertades como Euskalherría o Cataluña fuesen los más esforzados en la defensa del carlismo. Era justamente el Estado liberal que se cuajaba bajo la regencia de María Cristina el que incubaba los nefastos gérmenes del centralismo jacobino que devastaría las libertades antiguas de la diversidad de pueblos hispánicos de la Península; el mismo liberalismo que propició la independencia de las Españas de Ultramar, independencia programada en Inglaterra y asistida por las logias masónicas que integraban los criollos elitistas de Hispanoamérica. No fue el tradicionalismo el que fragmentó la unidad panhispánica, sino el liberalismo disgregador. Y no fue el tradicionalismo el que creó las disensiones entre los pueblos peninsulares, sino que el centralismo avasallador lo impuso el liberalismo. Eso en lo concerniente al terreno histórico.
En cuanto al “federalismo tradicionalista”, considerado ahora sobre el terreno teórico, hay que decir que nada más coherente con la concepción política del tradicionalismo que ese “federalismo” sano y fuerte que fomenta la libertad de los grupos humanos naturales: familia, municipio, gremio, sindicato, comarcas… La diferencia del “federalismo tradicionalista” con el “federalismo progresista” salta a la vista: el “progresista” es insano y débil, quiere –como quería Pi y Margall- realizar hasta sus últimas consecuencias el liberalismo, abocando al individualismo y a la insolidaridad de los individuos y grupos humanos: sirve para dividir y no para ser más libres.
En cambio, el “federalismo tradicionalista” prescinde de ese individualismo liberal y su concepción federativa está en plena sintonía con la naturaleza de las cosas. Marcial Solana nos apunta:
“Si el fin próximo e inmediato de la sociedad política es, como hemos visto, proporcionar a los hombres que la constituyen la prosperidad pública, el bien común; y ha de tutelar el derecho, procurando siempre el reinado de la justicia; y en realidad de verdad, la sociedad política, como toda sociedad, es medio para el bien del hombre, no fin al que éste haya de subordinarse, es evidente que la sociedad política ha de respetar cuidadosamente el ser y las atribuciones que por derecho natural corresponden así al hombre como a las demás personas infrasoberanas: familias, municipios…, anteriores, por orden natural, a la sociedad política y que viven dentro de ésta” (“El tradicionalismo político español y la ciencia hispana”, Marcial Solana).
Y entendamos aquí por “personas infrasoberanas” a todas las comunidades inferiores al Estado que las abarca: familias, municipios, comarcas, reinos y provincias históricas, regiones, hoy “comunidades autónomas” o forales. A Vázquez de Mella no le hacía gracia el término “autonomía” y prefería el de prosapia aristotélica: “autarquía” que definía como “el derecho a dirigirse a sí mismo interiormente, sin excluir la jerarquía, impidiendo que entre la acción de una persona, sea individual o social, y su fin se interponga otra que quiera hacer lo que ella misma puede y quiere realizar sin intervención extraña para cumplir su destino” (Discurso en el Congreso de los Diputados el 29 de noviembre de 1905).
Muy tempranamente el carlismo abrazó el fuerismo. El 7 de octubre de 1833, Valentín de Verástegui dirigió una proclama a los alaveses, instando a estos a alzarse contra los que “han abolido los fueros y libertades”. Se tiene a ésta como la primera referencia foralista del carlismo. El mismo D. Carlos María Isidro en su “Manifiesto a los aragoneses” invocará “los antiguos Fueros de Aragón”. El “Decreto de Carlos V confirmando los Fueros de Vizcaya” del 7 de septiembre de 1834 es testimonio de la voluntad que el Rey carlista tiene de respetar las libertades de los vizcaínos como la de todos los regnícolas de sus dominios.
El tradicionalismo español, tan espléndido en grandes pensadores, no es un fenómeno monolítico; por ello podemos encontrar a Juan Donoso Cortés o a Jaime Balmes que no se caracterizan por su pensamiento “descentralista”, mientras que el gran valenciano D. Antonio Aparisi y Guijarro sí que apunta un anticentralismo: Aparisi acepta la centralización gubernativa y rechaza la centralización administrativa. Gil Robles, Vázquez de Mella y Torras y Bages en Cataluña sí que serán los mejores exponentes del federalismo tradicionalista.
D. Juan Berchmans Vallet de Goytisolo nos recuerda que con todo derecho es el tradicionalismo español una de las cinco direcciones* en que se trató de solucionar socialmente la organización de cuerpos intermedios entre el individuo y el Estado en el siglo XX. Vallet de Goytisolo también nos señala que: “Vázquez de Mella tuvo una concepción –que se denominó “sociedalista”- según la cual la sociedad política debe ser una confederación de grupos humanos históricos e institucionalizados, políticos, unos –municipios y antiguos reinos-, y sociales otros: las asociaciones, profesionales o no, de todo género” (Vallet de Goytisolo, "Tres ensayos: Cuerpos intermedios, Representación política. Principio de Subsidiariedad").
Y, en efecto, Vázquez de Mella lo dijo con el nervio que le caracterizaba en muchísimas ocasiones, que era necesario, que era urgente “descuajar el árbol central” para “una reintegración a la sociedad, en todos sus órdenes y jerarquías, de la soberanía social de las atribuciones que el Estado ha arrancado o ha conculcado contra su propio derecho desde la familia y el municipio, agregación y senado de familias, las comarcas, las regiones”.
El tradicionalismo español siempre se ha mostrado muy escéptico en cuanto al “estatalismo”. No es de extrañar, pues, que durante su despliegue histórico y, más tarde, durante las etapas de la articulación de su discurso intelectual, siempre haya sido nuestro tradicionalismo un firme defensor de las libertades de las personas jurídicas frente a los abusos del Estado liberal con su “Estadolatría”. Pero, si por una parte, el mejor tradicionalismo se ha mostrado partidario del principio federativo nunca ha sido para fragmentar la unidad mayor, para atomizar el cuerpo social. Lo que el tradicionalismo español ha aportado (sin que todavía se haya dicho lo suficiente) es toda una teoría, la más sensata de cuantas puede haber, la más fiel a nuestro ser histórico, sobre la estructuración social y política.
Víctor Pradera escribía una gran verdad: “Esto que se ha llamado la “civilización moderna”, actúa en la práctica como si los Estados menores fuesen pueblos dependientes de los grandes” (Víctor Pradera, “El Estado Nuevo”).
La realidad es esa: los Estados menores están condenados a depender de los grandes. La porfía con la que algunos grupos políticos pretenden la independencia de las partes componentes de España debiera detenerse y reflexionar un poco: si lograran su independencia y se convirtieran en nación-estado, serían “naciones-estados” condenadas a depender de otra “nación-estado” más grande, más poderosa. Podemos estar de acuerdo en que la actual articulación territorial de España es insatisfactoria, pero no se trata de independizarnos de España, sino que independicemos a España de todas las estructuras supranacionales que nos imponen sus políticas ajenas a nuestros intereses, contrarias a nuestro bien común y ofensivas por su colonización.
 
*Las otras cuatro eran las propugnadas por 1: La Federation Regionaliste Française y la Action Française para Francia. 2: La plasmada en el “Código político de Malinas”, redactado por la Unión Internacional de Estudios Sociales que fue un círculo católico inspirado en la Doctrina Social de la Iglesia. 3: La línea corporativa fascista en Italia y 4: La línea liberal de Salvador de Madariaga, con su “Anarquismo o Jerarquía”. Por no ser propiamente tradicionalistas españolas las pongo en esta nota aparte.

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