Juan Bautista de Erro |
ERRO Y LOS ERRORES DOCTRINALES
DEL TRADICIONALISMO
Por Manuel Fernández Espinosa
Con el paso del tiempo, el
vocablo “tradicionalismo” ha venido a presentar un aspecto equívoco en virtud
de su polisemia. Veamos algunos de los significados más destacados del término.
En primer lugar, tenemos en España el carlismo que (surgido tras la muerte de
Fernando VII, aunque sus raíces son mucho más profundas que un simple conflicto
dinástico y sucesorio), vino a llamarse con el tiempo “tradicionalismo” (todavía
a día de hoy existen la Comunión Tradicionalista y la Comunión Tradicionalista
Carlista). En la Cristiandad tenemos, por otra parte, a los católicos llamados “tradicionalistas”;
cuyas posturas van desde un “tradicionalismo” respetuoso para con la autoridad pontificia
hasta el sedevacantismo más abierto. Y tampoco podemos olvidar que en Europa (también en América) no
son pocos los que se autodenominan “tradicionalistas” y con ello quieren decir que pertenecen a las “escuelas”
de René Guénon o de Julius Evola; estos pueden presentarse como católicos, pero sus posiciones a poco que reflexionen los distancian de la ortodoxia católica y, en algunos caso, hasta pueden pertenecer a los ámbitos del ocultismo.
Ponemos a un lado al “tradicionalismo”
católico, pues no es objeto de este artículo, por más que pudieran establecerse
nexos entre este “tradicionalismo” y posturas políticas (e incluso esotéricas): es harina de otro costal. La recepción de René Guénon y Julius Evola
fue en España muy poco significativa hasta tiempos recientes. Trabajos de
Guénon fueron publicados en España a finales de la década de los años 20 del
pasado siglo XX, por dos revistas de signo muy diferente: “La Rosacruz”, revista
mensual de AMORC editada en Barcelona y la revista católica “El Mensajero
Social del Sagrado Corazón”. Por esos mismos años, el jesuita Joan Tusquets,
embarcado en su labor polemista contra la masonería y el teosofismo de
Blavatsky, empleó, recurrió y citó profusamente pasajes del libro “Le
Théosophisme. Histoire d’une pseudo-religion” de Guénon, donde el ocultista francés había refutado la Sociedad Teosófica, por entenderla una obediencia poco "regular" y "tradicional" (en su peculiar jerga). En cuanto a Julius Evola diré que en español conozco una versión
española de la Tercera Edición italiana de la interesante introducción que
redactó Evola para “Los Protocolos de los Sabios de Sión", editada por la Sociedad
Editora de “Novissima” de Roma, en el año 1938 (ese es el año de la edición que poseo
en mi biblioteca) y también puede mencionarse la relación personal que Evola
tuvo con D. Francisco Elías de Tejada; este eminente pensador carlista
escribiría un artículo en 1977, titulado “Julius Evola desde el tradicionalismo español”.
Posteriormente, otros se han ocupado de divulgar el pensamiento evoliano en
España, siendo Ernesto Milá el más competente de todos cuantos puedan citarse.
La relación de Elías de Tejada con Evola no deja de ser una anécdota, puesto
que es impensable que un pensador católico de intachable ortodoxia, como Elías
de Tejada, pudiera contaminarse con los errores heterodoxos de Evola (y menos
todavía podemos imaginarnos a D. Francisco Elías de Tejada participando en las
sesiones de magia del Grupo de Ur).
Sin embargo, después de todas estas
distinciones, por someras que sean, aparcando el “tradicionalismo” eclesial o
extra-eclesial, dejando un lado a los carlistas que con la mejor de las
intenciones se autoproclaman “tradicionalistas”, olvidándonos por un momento de
Guénon y Evola… ¿Qué es lo que del “tradicionalismo” puede resultarnos
sospechoso e inadmisible desde el catolicismo? El error del “tradicionalismo”
nos lo dilucida D. Marcelino Menéndez y Pelayo, refiriéndose éste a los autores
decimonónicos franceses (como Louis Gabriel de Bonald, Hugues Félicié Robert de
Lamennais y Joseph de Maistre, aunque Maistre será el único de la tríada que
Menéndez y Pelayo exonere del “error tradicionalista”). Menéndez y Pelayo
define “el error tradicionalista” con estas palabras: “…consiste en negar las
fuerzas naturales de la razón y suponer derivados todos los conocimientos de
una tradición o revelación primitiva,
transmitida por Dios juntamente con la palabra” (“Historia de las Ideas
Estéticas en España”, Menéndez y Pelayo, C.S.I.C., Madrid, 1974, pp. 422-423).
Atendiendo a la magistral
definición de Menéndez y Pelayo tenemos que el “tradicionalismo” filosóficamente
considerado es heredero de las filosofías anti-ilustradas del siglo XVIII, hasta
cierto punto precursores del Romanticismo: desde Johann Georg Hamann (el
llamado “Mago del Norte”) hasta Friedrich Christoph Oetinger (no por casualidad
llamado “Mago del Sur”). La “Filosofía de la Naturaleza” (“Naturphilosophie”)
alemana también presenta aspectos comunes que la emparenta con la teosofía
europea de Swedenborg y otros visionarios. Todos ellos coincidían en su reacción
contra la Razón ilustrada, hegemónica durante el siglo de las luces y, aunque
no fuesen “tradicionalistas” en sentido estricto, aportan un elemento que será
asumido por el “tradicionalismo” desviado que, en palabras de Menéndez y Pelayo, consiste en: “negar las
fuerzas naturales de la razón”. Una vez negada la capacidad de la Razón es como
se comprende que Menéndez y Pelayo se refiera a la “tradición o revelación
primitiva” a la que van a parar los “tradicionalistas” (la Tradición Primordial
de los René Guénon, Julius Evola o Frithjof Schuon). La relación entre esa “revelación
primitiva” y la “palabra” explicaría que tantos filólogos de los siglos XVIII y
XIX llegaran, por los vericuetos de la filología, a estas doctrinas
anti-racionalistas que no en pocos casos desembocan en la magia.
Estas doctrinas heterodoxas de
los anti-ilustrados protestantes eran ajenas a la tradición hispánica que se
había hecho una con el catolicismo: estos errores solo pudieron florecer en
España traídos del extranjero. Sobre todo, como estamos viendo en esta serie,
de Francia, tierra en la que los carlistas más firmes en sus posiciones
tuvieron que buscar refugio tras el Convenio de Vergara. Pero también hubo
franceses que actuaron como agentes transmisores de estos errores en el campo
carlista. Y uno de los más importantes fue Joseph Augustin Chaho (1810-1858).
Nacido en Sola (en vascuence Zuberoa; Pays de Soule, Francia),
Chaho reúne todas las características que hemos señalado arriba: es un filólogo
formado en París, donde estudió lenguas orientales y fue miembro del círculo del
romántico Charles Nodier, familiarizado con el ocultismo francés y vinculado al llamado "movimiento órfico". Chaho se
declaraba republicano, de tendencia socialista y radical (en su tiempo no se
podía ser más revolucionario), pero eso no parece que fuera un obstáculo para
sentir una curiosa afinidad por el carlismo: su simpatía por el carlismo pueden
explicarse por la identificación que estableció entre “carlismo” y “vasconismo”,
pues no en balde pasa por ser un precursor del nacionalismo vasco. En tanto que
“socialista” público y “órfico” esotérico, Chaho había recibido también la
influencia de Pierre Simon Ballanche. En 1836 publicó Chaho en francés su “Voyage
en Navarre pendant l’insurrection des basques (1830-1835)”. En esa visita a
España que relata en este libro es cuando conoce a Juan Bautista de Erro que
había sido Ministro de Hacienda tras la restauración absolutista de Fernando
VII en el trono, tras la expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis y, más
tarde, firme partidario de Carlos María Isidro de Borbón a quien sirvió en
asuntos económicos. Aunque Erro desempeñó tareas económicas, su actividad
cultural era tan amplia como su curiosidad intelectual y una de las vertientes
que más cultivó fue la de los estudios del vasco, recibiendo el legado de Pablo
Pedro Astarloa. Según Jon Juaristi: “…el origen de todas las fantasías
ocultistas sobre los vascos está en Juan Bautista de Erro y en su más directo
secuaz, Joseph-Augustin Chaho” ("Cambio de destino", Jon Juaristi, Seix Barral, Barcelona, 2006, pág. 204). Con “fantasías ocultistas sobre los vascos”
Juaristi se refiere al mito que hace de los vascos los descendientes de la
Atlántida (tema que trataremos, si Dios quiere, en un parágrafo aparte). En el
imaginario de esta galaxia de visionarios vasconistas existía la idea de que el
“vascuence”, por su enigmático singularismo y desconocido origen, vendría a ser,
más o menos degradada, la “lengua del Edén”. Y este asunto nos remonta a la
obra de Antoine Fabre d’Olivet, una de las influencias constantes en el
ocultismo del siglo XIX y XX, cuyas secuelas pueden apreciarse incluso en
poetas como Rainer Maria Rilke.