Jacques Cazotte
LOS OCULTISTAS CONTRA LA REVOLUCIÓN
Por Manuel Fernández Espinosa
Quedó establecido con
anterioridad a estas líneas una aproximación al concepto de ocultismo (en su vertiente
teórica y en su vertiente práctica) y también quedó sentado que el ocultismo se entreveraba en los
ambientes legitimistas franceses.
El “tradicionalismo” constituyó toda una
reacción intelectual (tras la derrota definitiva de Napoleón Bonaparte) contra
la revolución francesa. La revolución había querido aplastar el Trono y el
Altar y los pensadores tradicionalistas (tambien sus publicistas) respondieron a la ofensiva revolucionaria, alzándose
como contrarrevolucionarios que abogaban por los fueros de la “tradición”
(religiosa y política), oponiendo la “tradición” al concepto ilustrado de “Razón”
que, en su virulencia enciclopedista, había sido -la Razón- la bandera en la que se
envolvieron los revolucionarios para cometer sus desmanes y subvertir el orden
tradicional. Con el sistema de la Restauración que se estableció con el Congreso de
Viena y la red de alianzas de los monarcas absolutistas, se impuso la restauración del Trono y del Altar y fue así como una serie de autores
emprendió la tarea de justificar filosóficamente las bondades del Antiguo
Régimen que habían sido derrocadas por los revolucionarios de 1789: era la hora de reconstruir lo devastado. El tradicionalismo supuso, justo es admitirlo, una profundización en el concepto de "tradición", dilucidando las bases sobre las que tenía que asentarse la sociedad humana, el orden y la paz.
En este sentido hay
que entender la obra de Joseph de Maistre, la de Luis de Bonald, Hugo
Felicidad-Roberto de Lammennais, la de nuestro Juan Donoso Cortés, la de Luis
Bautain, Agustín Bonetty, Felipe Olimpio Gerbet, la del alemán la del belga Gerardo Casimiro Ubaghs,
la del italiano Ventura de Raulica y la de tantos otros que suelen ser catalogados como "tradicionalistas" o "tradicionalistas mitigados". El tradicionalismo es, por lo tanto, un
movimiento intelectual que cuenta en sus filas con autores nativos de casi todos los países europeos que han sufrido la revolución francesa y su onda expansiva que fue la guerra que Napoleón extendió a toda Europa, desde España hasta Rusia. Hablar con propiedad de “tradicionalistas”
en fecha anterior a la primera mitad del siglo XIX solo puede ser entendido
como una licencia poética. La “tradición” siempre existió; en cambio, el “tradicionalismo” no es
más que el rearme de la sociedad que ha sufrido las convulsiones tremendas de la revolución.
La revolución francesa, a diferencia de las a ella anteriores (revoluciones
inglesa y norteamericana), no sólo fue una inspiración. La revolución francesa fue una hecatombe
religiosa, un holocausto político, una subversión social y un tremebundo
acontecimiento de consecuencias universales: parece increíble que todavía hoy se conmemore (con gozo) este episodio histórico que hizo sus primeros ensayos con el Terror, persiguiendo a los disidentes hasta el exterminio en un aquelarre sacrílego. Es importante interiorizar esta idea: no había “tradicionalistas” antes
de la revolución francesa y, tal vez, no los hubiera habido nunca. Los tradicionalistas son producto de la revolución, aunque sean sus legítimos antagonistas. Y es que lo mejor de la sociedad que había hecho la experiencia de tanto horror no quería más experimentos revolucionarios y cerró filas (ahí estaba el pueblo campesino, la nobleza menos corrompida y el clero más lúcido e inspirado). Era urgente defenderse de la atroz violencia revolucionaria que amenazaba
con destruir la sociedad y los intelectuales (clérigos y laicos) se aparejan para dar la batalla, escribiendo las grandes obras clásicas del tradicionalismo.
Y tampoco podemos olvidar la labor de algunos
románticos (los de la línea tradicionalista) como fueron el francés vizconde de
Chateaubriand o los alemanes Friedrich Schlegel, Joseph Görres, Clemens Brentano, etcétera;
que si no fueron teóricos del “tradicionalismo” contribuyeron con su obra
literaria a crear un ambiente propicio a la tradición religiosa y política que
salía prestigiada en sus obras.
Con anterioridad a la revolución
francesa no hubo “tradicionalistas”, pero sí que hubo unos antecedentes del
tradicionalismo y estos precedentes, en promiscuidad con el romanticismo (incluso el católico y tradicionalista), son los que contagiarán el tradicionalismo de ideas ocultistas. Lo mismo que hubo Ilustración, hubo Anti-Ilustración. Y en la
Anti-Ilustración militaron autores de muy diversa índole, pero todos coincidían en rechazar los estrechos márgenes de la razón ilustrada: fueron los
llamados “filósofos de la naturaleza” (todos ellos conectados a conciliábulos
esoteristas o, al menos, receptores y emisores de ideas panteísticas, emanatistas, herméticas, cabalísticas... gnósticas) y,
claro: además de estos “filósofos de la naturaleza”, no eran pocos los que en Europa obtuvieron una considerable fama como visionarios y profetas:
ahí está el inglés William Blake o el sueco Emanuel Swedenborg, éste último mereció un panfleto nada más y nada menos que de Inmanuel Kant. En Grenoble (Francia)
había nacido, quizás el año 1727, Joaquín Martínez de Pascually (a lo que parece era Joaquín uno de los hijos de un
criptojudío español o portugués acogido en Francia). Martínez de Pascually es una figura escurridiza, envuelta en la nebulosa del
misterio, que -por lo que se sabe- desarrolló, hasta su muerte en el año 1779, una labor soterrada y sigilosa:
sistematizando una doctrina que mezclaba cábala judía con ciertas nociones
cristianas, todo bajo las formas de la masonería; reclutando a sus adeptos con excesiva cautela; confiándoles a estos, en el secretismo de sus conciliábulos, las
enseñanzas de su doctrina que, además de ser una especulación metafísica de
signo gnóstico, tenía un correlato práctico: de marcado carácter teúrgico, dado que sus secuaces aprendían a evocar espíritus y supuestamente de esta guisa podían acceder a experiencias místicas de orden
desconocido. Martínez de Pascually es uno de los personajes más importantes
para entender la facilidad con la que el ocultismo se infiltró en los círculos
legitimistas posteriores a las guerras napoleónicas.
Discípulo de Martínez de
Pascually fue Louis Claude de Saint Martin que también se consagró a la tarea
de sistematizar sus teorías (realizando una aleación entre las doctrinas de Martínez de Pascually y el místico alemán Jakob Boehme, zapatero luterano). Entre las teorías de Saint Martin figuraba una en concreto que
sería de irresistible atractivo para los “tradicionalistas”. Estos, testigos y hasta víctimas de las
tribulaciones a las que había sido sometida la sociedad por el flagelo
revolucionario, podían interpretar todo el dolor
sufrido en sus vidas personales y en la misma sociedad gracias a la idea saint-martinista que recordaba la caída original y que apuntaba hacia la reintegración de todos los seres (eso sí: tras la purgación).
Uno de los adeptos de la sociedad
secreta que había organizado Martínez de Pascually (llamada Orden de los Caballeros
Masones Elus Cohen del Universo) fue el escritor francés Jacques Cazotte. Este
autor (no tan celebrado como debiera serlo por su preciosa novela “El diablo
enamorado”) era, pese a su militancia en grupos ocultistas, un convencido
enemigo de la revolución que identificaba con el mismo Satanás. Cazotte, según
llegó a contar La Harpe en el año 1806, llegó a pronunciar una profecía allá por
el año 1788. En aquella intervención que hizo en el curso de una reunión de prominentes personajes franceses anunció la inminencia de la revolución francesa así como descubrió el destino futuro de cada uno de los que lo escuchaban y ésta profecía se cumplió a la letra. El mismo Jacques Cazotte sería guillotinado el
año 1792.
No puede decirse que Cazotte
fuese un “tradicionalista”, pero con antelación a la revolución sí que se iba
delineando (precisamente en los círculos ocultistas; lo vemos en el caso de Cazotte) una franca oposición a la revolución que, incluso anticipándose a su consumación, ya la calificaba como subversión de signo satánico. La corriente ocultista contra-revolucionaria no sería
exterminada por los revolucionarios, sino que quedaron supervivientes y estos
supervivientes, una vez restaurados el Trono y el Altar, gozaron de toda la
confianza en los ámbitos absolutistas y católicos, pese a su excentricidad. Habían sido compañeros de viaje y se les miraba con afecto y simpatía. Podían
resultar un tanto extravagantes, si es que se sabía su filiación a grupos esotéricos, tal vez por su lenguaje oracular y su jerga para
iniciados podían resultar hasta chistosos, pero fueron muchos los "tradicionalistas" que los trataron y con el trato vino el
contagio.
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