RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

jueves, 12 de diciembre de 2013

INFILTRACIONES DEL OCULTISMO EN EL TRADICIONALISMO ESPAÑOL (II PARTE)



Jacques Cazotte
 
LOS OCULTISTAS CONTRA LA REVOLUCIÓN
 
Por Manuel Fernández Espinosa

Quedó establecido con anterioridad a estas líneas una aproximación al concepto de ocultismo (en su vertiente teórica y en su vertiente práctica) y también quedó sentado que el ocultismo se entreveraba en los ambientes legitimistas franceses.
El “tradicionalismo” constituyó toda una reacción intelectual (tras la derrota definitiva de Napoleón Bonaparte) contra la revolución francesa. La revolución había querido aplastar el Trono y el Altar y los pensadores tradicionalistas (tambien sus publicistas) respondieron a la ofensiva revolucionaria, alzándose como contrarrevolucionarios que abogaban por los fueros de la “tradición” (religiosa y política), oponiendo la “tradición” al concepto ilustrado de “Razón” que, en su virulencia enciclopedista, había sido -la Razón- la bandera en la que se envolvieron los revolucionarios para cometer sus desmanes y subvertir el orden tradicional. Con el sistema de la Restauración que se estableció con el Congreso de Viena y la red de alianzas de los monarcas absolutistas, se impuso la restauración del Trono y del Altar y fue así como una serie de autores emprendió la tarea de justificar filosóficamente las bondades del Antiguo Régimen que habían sido derrocadas por los revolucionarios de 1789: era la hora de reconstruir lo devastado. El tradicionalismo supuso, justo es admitirlo, una profundización en el concepto de "tradición", dilucidando las bases sobre las que tenía que asentarse la sociedad humana, el orden y la paz.
En este sentido hay que entender la obra de Joseph de Maistre, la de Luis de Bonald, Hugo Felicidad-Roberto de Lammennais, la de nuestro Juan Donoso Cortés, la de Luis Bautain, Agustín Bonetty, Felipe Olimpio Gerbet, la del alemán Friedrich von Gentz, la del belga Gerardo Casimiro Ubaghs, la del italiano Ventura de Raulica y la de tantos otros que suelen ser catalogados como "tradicionalistas" o "tradicionalistas mitigados". El tradicionalismo es, por lo tanto, un movimiento intelectual que cuenta en sus filas con autores nativos de casi todos los países europeos que han sufrido la revolución francesa y su onda expansiva que fue la guerra que Napoleón extendió a toda Europa, desde España hasta Rusia. Hablar con propiedad de “tradicionalistas” en fecha anterior a la primera mitad del siglo XIX solo puede ser entendido como una licencia poética. La “tradición” siempre existió; en cambio, el “tradicionalismo” no es más que el rearme de la sociedad que ha sufrido las convulsiones tremendas de la revolución.
La revolución francesa, a diferencia de las a ella anteriores (revoluciones inglesa y norteamericana), no sólo fue una inspiración. La revolución francesa fue una hecatombe religiosa, un holocausto político, una subversión social y un tremebundo acontecimiento de consecuencias universales: parece increíble que todavía hoy se conmemore (con gozo) este episodio histórico que hizo sus primeros ensayos con el Terror, persiguiendo a los disidentes hasta el exterminio en un aquelarre sacrílego. Es importante interiorizar esta idea: no había “tradicionalistas” antes de la revolución francesa y, tal vez, no los hubiera habido nunca. Los tradicionalistas son producto de la revolución, aunque sean sus legítimos antagonistas. Y es que lo mejor de la sociedad que había hecho la experiencia de tanto horror no quería más experimentos revolucionarios y cerró filas (ahí estaba el pueblo campesino, la nobleza menos corrompida y el clero más lúcido e inspirado). Era urgente defenderse de la atroz violencia revolucionaria que amenazaba con destruir la sociedad y los intelectuales (clérigos y laicos) se aparejan para dar la batalla, escribiendo las grandes obras clásicas del tradicionalismo.
Y tampoco podemos olvidar la labor de algunos románticos (los de la línea tradicionalista) como fueron el francés vizconde de Chateaubriand o los alemanes Friedrich Schlegel, Joseph Görres, Clemens Brentano, etcétera; que si no fueron teóricos del “tradicionalismo” contribuyeron con su obra literaria a crear un ambiente propicio a la tradición religiosa y política que salía prestigiada en sus obras.
Con anterioridad a la revolución francesa no hubo “tradicionalistas”, pero sí que hubo unos antecedentes del tradicionalismo y estos precedentes, en promiscuidad con el romanticismo (incluso el católico y tradicionalista), son los que contagiarán el tradicionalismo de ideas ocultistas. Lo mismo que hubo Ilustración, hubo Anti-Ilustración. Y en la Anti-Ilustración militaron autores de muy diversa índole, pero todos coincidían en rechazar los estrechos márgenes de la razón ilustrada: fueron los llamados “filósofos de la naturaleza” (todos ellos conectados a conciliábulos esoteristas o, al menos, receptores y emisores de ideas panteísticas, emanatistas, herméticas, cabalísticas... gnósticas) y, claro: además de estos “filósofos de la naturaleza”, no eran pocos los que en Europa obtuvieron una considerable fama como visionarios y profetas: ahí está el inglés William Blake o el sueco Emanuel Swedenborg, éste último mereció un panfleto nada más y nada menos que de Inmanuel Kant. En Grenoble (Francia) había nacido, quizás el año 1727, Joaquín Martínez de Pascually (a lo que parece era Joaquín uno de los hijos de un criptojudío español o portugués acogido en Francia). Martínez de Pascually es una figura escurridiza, envuelta en la nebulosa del misterio, que -por lo que se sabe- desarrolló, hasta su muerte en el año 1779, una labor soterrada y sigilosa: sistematizando una doctrina que mezclaba cábala judía con ciertas nociones cristianas, todo bajo las formas de la masonería; reclutando a sus adeptos con excesiva cautela; confiándoles a estos, en el secretismo de sus conciliábulos, las enseñanzas de su doctrina que, además de ser una especulación metafísica de signo gnóstico, tenía un correlato práctico: de marcado carácter teúrgico, dado que sus secuaces aprendían a evocar espíritus y supuestamente de esta guisa podían acceder a experiencias místicas de orden desconocido. Martínez de Pascually es uno de los personajes más importantes para entender la facilidad con la que el ocultismo se infiltró en los círculos legitimistas posteriores a las guerras napoleónicas.
Discípulo de Martínez de Pascually fue Louis Claude de Saint Martin que también se consagró a la tarea de sistematizar sus teorías (realizando una aleación entre las doctrinas de Martínez de Pascually y el místico alemán Jakob Boehme, zapatero luterano). Entre las teorías de Saint Martin figuraba una en concreto que sería de irresistible atractivo para los “tradicionalistas”. Estos, testigos y hasta víctimas de las tribulaciones a las que había sido sometida la sociedad por el flagelo revolucionario, podían interpretar todo el dolor sufrido en sus vidas personales y en la misma sociedad gracias a la idea saint-martinista que recordaba la caída original y que apuntaba hacia la reintegración de todos los seres (eso sí: tras la purgación).
Uno de los adeptos de la sociedad secreta que había organizado Martínez de Pascually (llamada Orden de los Caballeros Masones Elus Cohen del Universo) fue el escritor francés Jacques Cazotte. Este autor (no tan celebrado como debiera serlo por su preciosa novela “El diablo enamorado”) era, pese a su militancia en grupos ocultistas, un convencido enemigo de la revolución que identificaba con el mismo Satanás. Cazotte, según llegó a contar La Harpe en el año 1806, llegó a pronunciar una profecía allá por el año 1788. En aquella intervención que hizo en el curso de una reunión de prominentes personajes franceses anunció la inminencia de la revolución francesa así como descubrió el destino futuro de cada uno de los que lo escuchaban y ésta profecía se cumplió a la letra. El mismo Jacques Cazotte sería guillotinado el año 1792.

No puede decirse que Cazotte fuese un “tradicionalista”, pero con antelación a la revolución sí que se iba delineando (precisamente en los círculos ocultistas; lo vemos en el caso de Cazotte) una franca oposición a la revolución que, incluso anticipándose a su consumación, ya la calificaba como subversión de signo satánico. La corriente ocultista contra-revolucionaria no sería exterminada por los revolucionarios, sino que quedaron supervivientes y estos supervivientes, una vez restaurados el Trono y el Altar, gozaron de toda la confianza en los ámbitos absolutistas y católicos, pese a su excentricidad. Habían sido compañeros de viaje y se les miraba con afecto y simpatía. Podían resultar un tanto extravagantes, si es que se sabía su filiación a grupos esotéricos, tal vez por su lenguaje oracular y su jerga para iniciados podían resultar hasta chistosos, pero fueron muchos los "tradicionalistas" que los trataron y con el trato vino el contagio.

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