Eugène Vintras |
LA CONEXIÓN ENTRE IMPOSTORES Y HEREJES
Por Manuel Fernández Espinosa
Todo indica que el malhadado Luis
XVII de Francia falleció en la Prisión del Temple, donde lo recluyeron los
revolucionarios, dejándolo a merced de los denigrantes abusos de un bellaco zapatero,
miembro del Club de los Cordeliers, llamado Antoine Simon; éste sometió al
heredero de la corona de Francia a maltratos físicos y morales. Parece que a
primeros de junio de 1795 el Delfín de Francia murió en su confinamiento. Sin
embargo, los monárquicos franceses lo habían proclamado Rey de Francia a la
muerte de su padre Luis XVI, cuando el Delfín estaba encarcelado y, una vez que
falleció, habida cuenta de la oscuridad en que se produjo el deceso y su
inhumación, pronto se propaló entre el pueblo monárquico el rumor de que el
joven Luis había escapado de la prisión y había sobrevivido y que permanecía
escondido, esperando la ocasión propicia a su reaparición pública: se iniciaba
así una nueva versión del mito del “Rey Perdido”, lo más parecido a un
“sebastianismo”* francés. En los ámbitos monárquicos franceses se alimentó la
esperanza del retorno de Luis XVII y no fueron pocos los oportunistas
(desequilibrados mentales o simples pícaros) que se atribuyeron la identidad
del Delfín (otro tanto pasó en el caso del Rey Sebastián: baste recordar a
Gabriel de Espinosa, el pastelero de Madrigal, cuya historia daría tema a
“Traidor, inconfeso y mártir” de José Zorrilla).
En esos ambientes monárquicos
franceses no podían faltar los visionarios. Con anterioridad a este artículo
nos hemos referido a los ocultistas (secuaces de Martínez de Pascually y Louis
Claude de Saint Martin) que, con antelación a la revolución francesa, advertían
sobre las calamidades que se cernían sobre Francia: para realizar esos
vaticinios que el tiempo demostraría tan certeros, los iniciados en el martinecismo
y en el martinismo (como era el caso de Jacques Cazotte, al que nos referíamos
en otro capítulo) se servían de clandestinas sesiones en las que se evocaban los espíritus. Es una constante de las revoluciones que, ante la inminencia de
las mismas, prolifere todo género de visionarios, agoreros, aspirantes al
ministerio profético, etcétera. En la Revolución Francesa, no solo fueron los ocultistas
los que anticiparon los truculentos sucesos revolucionarios que se
desencadenarían. Cien años antes de la Revolución francesa, Santa Margarita de
Alacoque había tenido las revelaciones del Sagrado Corazón de Jesucristo,
Jesucristo reveló a la privilegiada religiosa que se bordara su Sagrado Corazón en las banderas del Rey de Francia, para así impedir el triunfo de las fuerzas del maligno (estas recomendaciones
fueron desoídas; aunque los monárquicos que surgirían para combatir el
jacobinismo sí tendrían en cuenta la ostentación del Sagrado Corazón de Jesús
en sus pechos, a modo de escapularios, y en sus banderas: es el origen de nuestro "detente bala"). En el curso del siglo
XVIII, no habían faltado los grandes santos (como fue San Luis María Grignion
de Montfort) que predicaron y proclamaron la verdad evangélica, sin concesiones
para con el alto clero y la aristocracia que, corrompidos por las modas e ideas
mundanas, habían adoptado posturas acomodaticias en franca desviación del
catolicismo. El gran apóstol mariano, Grignion de Montfort, amonestaba severamente ante esta corrupción de las costumbres, prediciendo los luctuosos acontecimientos que, como consecuencia de tamañas
ofensas a Dios, ocurrirían en Francia. Pero, si los santos profetizaban,
tampoco faltó la extraña fauna de personajes, mejor o peor intencionados, que
desarrollaron una actividad similar en un territorio intermedio entre la
ortodoxia católica y la abierta heterodoxia.
En el año 1772 un vecino del
pueblecito de Saint Mandé que respondía al nombre de Loiseaut tuvo una visión mientras
rezaba en su iglesia: un misterioso hombre se le apareció con un libro en que
podían leerse, en letras áureas: “Ecce Agnis Dei”. Tenía largas barbas y
ostentaba en su cuello sendas cicatrices. El misterioso aparecido también
visitó a ese hombre en su propia casa. Loiseaut le hablaba, pero el visitante
permanecía mudo. En sueños Loiseaut también pudo ver la cabeza del extraño
personaje sobre una bandeja. Un buen día un mendigo abordó a Loiseaut en la
plaza, pidiéndole una limosna y éste le dio una moneda. El pordiosero le
respondió que pronto verían la cabeza de un rey en la plaza. Loiseaut reconoció
en su interlocutor al personaje de sus visiones, fue cuando éste le reveló que
era San Juan Bautista. Las visiones se hicieron recurrentes y, alrededor de
Loiseaut, se congregó un conciliábulo de visionarios “juanistas” que, cayendo
en trance magnético tenían una serie de revelaciones; como fruto de esas
experiencias, se fueron registrando un elenco de profecías concernientes a la
Revolución que se aproximaba. A la muerte de Loiseaut (año 1788), le sucedió en
el liderazgo de la sociedad visionaria un religioso llamado Dom Gerle que no
duró mucho en la jefatura del grupo pues, una vez que estalló la Revolución,
Dom Gerle se reveló como un partidario de la república y esta adhesión le valió
ser expulsado del grupo “juanista” que hacía profesión de fervientemente
monarquismo. El grupo de Loiseaut, tras prescindir del díscolo republicano Dom
Gerle, empezó a valerse de las visiones de la religiosa Françoise André. En el
curso de la Revolución, este grupo (con su vidente a la cabeza) fue una de las
principales sociedades ocultas que alimentaron la idea de que Luis XVII se
había fugado de su prisión y todavía sobrevivía oculto hasta que se revelara.
Este grupo es llamado en ocasiones con el nombre de “Los Salvadores de Luis
XVII” por los pocos que lo han estudiado y es el principal promotor de la serie
de impostores que se arrogaron la identidad del Delfín de Francia. Prosperaban
los impostores, pero el relojero alemán Karl Wilhelm Naündorff pareció el más
convincente y, por eso, fue el que más partidarios arrastró. La ciencia ha
demostrado recientemente que, aunque Naündorff pudiera creerse en su
megalomanía el mismísimo Delfín de Francia, su ADN lo desmiente.
Con Naündorff a la cabeza de
estos legitimistas visionarios apareció otro polémico personaje: Eugène Vintras
(1807-1875) que, además de predicador, quedaría envuelto en el halo de la
milagrería y la herejía, sin que se escapara de ser acusado de practicar
rituales satanistas. En 1840, Vintras fundó la “Oeuvre de la Misericorde” (la
Obra de la Misericordia) y aspiró a ser reconocido por la Iglesia Católica.
Vintras y Naündorff mantuvieron una estrecha relación por la convergencia de
sus intereses ocultistas y políticos. El grupo de Vintras también recibió el
nombre de “Iglesia del Carmelo” y Vintras llegó a proclamarse a sí mismo como
reencarnación del profeta San Elías. En 1843 la secta fue condenada por el Papa
Gregorio XVI y sus miembros fueron fulminados con la excomunión.
Un coronel carlista de
Artillería, de los que emigró a Francia tras la primera guerra carlista, trajo
a España la “Obra de la Misericordia”. Menéndez y Pelayo, en su piadosa
circunspección, oculta la identidad del introductor de la “Obra de la
Misericordia” vintrasiana en España bajo las siglas “D. R. T.”. Como fuente de
sus noticias Don Marcelino nos confiesa que tuvo al presbítero D. José
Salamero, que le reveló algunos datos sobre el carácter de la secta. Menéndez y
Pelayo no parece que supiera que el fundador de la secta francesa fuese
Vintras, pues en todo momento se refiere a él como “un tal Elías”, pero en
cuanto al carácter extravagante de la secta sí que da cuenta de estar bien
informado, pues hace mención de cómo este grupo sectario pasó de ser “político”
a ser “religioso”: de ser de carácter “exclusivamente político, reduciéndose
sus esfuerzos a apoyar a uno de los varios impostores que tomaron el nombre del
martirizado delfín Luis XVII” a establecer “un consistorio en Lyón, foco de una
especie de iglesia laica, en que Elías, a modo de sumo pontífice, comenzó a
oficiar revestido de capa pluvial, con anillo de oro en el dedo índice de la
mano derecha y leyendo sus oraciones en el libro de oro de la secta”.
Menéndez y Pelayo nos da más
información, en lo que atañe al desarrollo de la “Obra de la Misericordia” en
España: “Esta aberración tuvo algunos prosélitos obscuros en Madrid, y los papeles
que tengo a la vista fijan hasta el lugar de sus reuniones, que era una casa de
la calle del Soldado. Poseo una carta del fundador Elías a una afiliada
española, llamada en la secta María de Pura Llama; documento extraordinario,
especie de apocalipsis, dictado por un frenético; pesadilla en que el autor
conversa mano a mano con los espíritus angélicos y con el mismo Dios;
aberración singularísima de un cerebro enfermo, perdido por la soberbia y por
cierto erotismo místico”.
Menéndez y Pelayo se muestra asaz
perspicaz, puesto que la secta vintrasiana siempre estuvo bajo sospecha de
desarrollar en el secretismo de sus sesiones rituales de magia sexual y
sacrilegio. Pero Menéndez y Pelayo no sería el único estudioso español que se
ocupó de la “Obra de la Misericordia” de Vintras en España. El eminente Joaquín
Costa no permanecería tan impasible ante los delirantes anuncios apocalípticos
de Vintras, pues se sabe que leyó y comentó “Opúsculo acerca de ciertas
revelaciones que anuncian la Obra de Misericordia”. El gran polígrafo aragonés
comentaría sobre este “opúsculo” que: “Es el anuncio de una nueva era en medio
del mundo”. Hasta cierto punto, las visiones vintrasianas ejercieron una
influencia en el pensamiento regeneracionista de Joaquín Costa, lo cual no es
de extrañar en tanto que Vintras venía a anunciar una regeneración de la
Iglesia y del mundo.
En una de las novelas más
inquietantes de J. K. Huysmans podemos reconocer a Vintras en el personaje de
Johannès que se nos presenta como en el retrato más célebre de Vintras: “Su
traje se componía de una túnica larga de cachemira bermellón, ceñida al talle
por un cordón blanco rojo. Encima de esta túnica llevaba un manto blanco de la
misma tela, con un calado sobre el pecho en forma de cruz invertida”.
Huysmans nos explica más abajo, a
través de la intervención de un personaje, el significado esotérico de esa
“cruz invertida”:
“…esa cruz significa que el
sacerdote Melquisedec debe morir muy viejo y vivir en Cristo, a fin de hacerse
poderoso con el poder del mismo Verbo hecho carne y muerto por nosotros”.
Si no toda la emigración
carlista, puede decirse que gran parte de los carlistas exiliados sufrieron la
contaminación de ideas que, emanadas desde las centrales emisoras del
ocultismo, corrompieron el tradicionalismo hasta extremos como el que
protagonizó la sucursal de la “Obra de la Misericordia” en Madrid. Y puede ser que
no fuese escrito en la misma línea en que nosotros estamos indagando, pero se
muestran muy atinadas las palabras de Gregorio Marañón cuando escribió:
“Puede decirse, en conclusión,
que el carlismo, como fuerza política, murió en la emigración y no en los
campos de batalla” (“Españoles fuera de España”)
*El sebastianismo, como es
sabido, es una de las corrientes más duraderas de la mitografía portuguesa.
Sostienen los sebastianistas que Sebastián I de Portugal no falleció en la
batalla de Alcazarquivir (año 1578) y el mito de su retorno movilizó las
fuerzas del pueblo lusitano, en la esperanza de verse restituido nuevamente
bajo la soberanía de su Rey Perdido. El tema del Rey Perdido se conecta con el
tema, no menos interesante, de todo mesianismo judío, musulmán: “El Imam
Oculto” o cristiano: “El Encubierto”. Es curioso, por otra parte, advertir que el escapulario con el que se reviste Vintras (en la imagen que encabeza este texto) recuerda el símbolo con el que es conocida la extraña sociedad secreta (que se autoproclama católica) llamada el Yunque. Ver imagen del símbolo pinchando aquí.
BIBLIOGRAFÍA:
Menéndez y Pelayo, Marcelino, "Historia de los heterodoxos españoles".
Costa, Joaquín, "Memorias", edición de Juan Carlos Ara Torralba, Larumbe, Textos Aragoneses.
Huysmans, Joris-Karl, "La bas".
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