RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

lunes, 29 de junio de 2015

APUNTES HISPÁNICOS PARA DUGUIN (I)

Imagen de elrobotpescador.com



Es una actitud muy conservadora eso de decir “hijo, tú no te destaques, no te signifiques”; o “no te metas en política”. Y es que los conservadores no se enteran que, por mucho que uno esconda la cabeza como el avestruz, las cosas acaban afectando, y que “política” viene de “polis”, y que esta actitud miedosa e individualista no hace sino favorecer a quien al menos quiere creer en algo, al contrario que ellos, que no creen en nada. El hecho de que suban la luz y el agua ya es política, y lo que le pase a tu vecino, mañana te puede pasar a ti. ¿O es que uno se quedaría igual por “no significarse” si se enterase que su hermana ha sido violada? Con eso de “no te metas, no te destaques”, se pierde completamente la noción de la importancia y de la realidad. Hay que coger el toro por los cuernos, y comienza a estar muy en boga en nuestro tiempo eso de la Cuarta Teoría Política que viene siendo trabajada por el profesor ruso Alexander Duguin, el cual parece no pasar indiferente ante tirios y troyanos: O bien halla adhesiones fulgurantes, o bien se cruza ante odios fulminantes. Y comoquiera que muchos hechos acaban siendo globales a la fuerza, a pesar de que España ni está ni se le espera más allá de la confusión y el surrealismo, creemos que debemos estar atentos ante corrientes que, gusten más o gusten menos, se acaban sucediendo por nuestro entorno, y que si no hallan observaciones y respuestas, quedarán a la absoluta merced de los frutos que recojan otros, tal y como ha pasado en muchos episodios de nuestra desgraciada historia reciente, donde no se ha preparado una respuesta intelectual y cultural adecuada a muchos desafíos que han pasado delante de nuestras narices, máxime en épocas cruciales para nuestro devenir.

Con todo, vemos que por desgracia, es común que cuando literatos rusos se han referido a España, lo han hecho adoleciendo de conocimientos sobre nuestra verdadera historia, sobre nuestro verdadero ser. Hasta un grande como Dostoyevski cayó en ciertos tópicos sobre la Leyenda Negra. No es exactamente el caso de Duguin, viajero infatigable y conocedor de nuestro idioma y de algunos aspectos de nuestra cultura (1). Mas, porque nos interesa muchísimo lo que pasa en Rusia y porque estamos desarrollando eso en el “misterio hispano-ruso” (2), creemos de recibo aportar apuntes hispánicos ante esta corriente que irrumpe con fuerza.

Como diría Jack el destripador, vamos por partes;


CONCRETANDO EN LA CUARTA TEORÍA POLÍTICA


Sobre la Cuarta Teoría Política poco podemos añadir a lo que dice el propio Alexander Duguin. No obstante, le reconocemos cierta honradez y humildad, pues según el propio autor, no es algo que esté terminado, sino que constituye una hipótesis de trabajo abierta a constantes aportaciones. Por tanto, reiteramos que sobre la Cuarta Teoría Política, más praxis que teoría, en todo caso hay que ir siguiéndola según la boca del propio autor y del llamado Movimiento Euroasiático.

Yo personalmente pienso que como españoles, poca Cuarta Teoría Política nos falta. Ahora bien, es posible que en Hispanoamérica, una praxis de este sentido sea conveniente en tanto y en cuanto a modelo de trabajo, no como fin absoluto. Y decimos esto porque, al contrario de lo que ocurre en la Europa occidental, en buena parte del complicado mundo, no existen unos clichés ideológicos que en seguida forman estereotipos. Al contrario, si por algo siempre se ha caracterizado la política, y más en el caso de las relaciones internacionales, ha sido por la transversalidad. Y es de cuestionarse en este mundo postmoderno que avanza hacia una hegemonía económica liberal-capitalista de progresismo “cultural” si realmente están sirviendo los bloques ideológicos tal y como se entendían hasta la Guerra Fría. O más aún: Es cuestión de si sirvieron realmente alguna vez.

Por ello, creemos que la Cuarta Teoría Política puede dar mucho juego, sobre todo en determinadas zonas. Mas como no hay nada definitivo en ello, lo dejamos como apunte interesante, siempre a revisar, siempre en lo que poder aportar.



TRADICIONALISMO

En  cuanto al término “tradicionalista”; ya señaló cierta problemática en su día nuestro insigne polígrafo Marcelino Menéndez y Pelayo en tanto y en cuanto que, allende los Pirineos, “tradicionalista” había virado a otras consideraciones muy distintas de lo que podemos entender por tradición en el mundo hispánico. Y es que en España, el tradicionalismo (3), en puridad,  es cristiano y aparece con el carlismo bajo el trilema Dios, Patria y Rey, unificando los valores tradicionales y la justicia social frente al liberalismo usurpador y golpista -ayudado principalmente por el imperio británico- desde 1833 como genuino movimiento contrarrevolucionario del Viejo Mundo; referente para legitimistas de toda Europa. Como dato curioso, valga reseñar que Rusia fue acaso la nación europea que más apoyó la causa carlista. A principios del siglo XX, D. Jaime de Borbón, Jaime III de España como rey legítimo, al ser vetado en el imperio austrohúngaro, pudo sin embargo hacer carrera militar como húsar del zar Nicolás II, participando, entre otros, en la Guerra de los Boxers, y llevando el uniforme de húsar con orgullo durante toda su vida. Fue el rey más completo de la dinastía legítima: Religioso, tradicionalista, patriota y abanderado de la justicia social; antiliberal integral, respetuoso de la diversidad regional pero fiero antiseparatista; conocedor de varios idiomas y de muchos países; tan aventurero como serio; siempre llevando sus largos años en Rusia en el corazón. Otrosí, en la Guerra Civil Española, un nutrido contingente de voluntarios rusos blancos ingresó en el Requeté, la milicia de la Comunión Tradicionalista, llevando sus banderas y sus popes al frente. Dizque entraron por Francia y cuando vieron a españoles con boina roja, pensaron que eran comunistas; pero le dijeron que no, que eran soldados que luchaban por Dios, la Patria y el Rey. Y en seguida pidieron alistarse, porque su lema en Rusia había sido Fe, Zar y Patria. Y no hace mucho, conmemorando a aquellos voluntarios, se levantó una cruz rusa en el Cerro del Contadero, en Guadalajara, como conmemoración de aquellos heroicos voluntarios; oficiando el padre Kordochkin, responsable de la parroquia rusa de Santa María Magdalena, en Madrid. (4)


D. Jaime, con el uniforme de húsar del zar. 
Imagen de shaurma.blogspot.com




Creemos que a muchos patriotas rusos de buena voluntad les gustaría indagar en esta entrañable hermandad tradicionalista ibero-eslava, de la cual no se sabe mucho a priori, pero que constituye toda una digna epopeya que literariamente bien podría recrear algún Miguel Strogoff tradicionalista.

Por otra parte, en España hay gente que se ha acercado al tradicionalismo y ha coincido mucho doctrinalmente aun sin ser carlista, como han sido los casos de Donoso Cortés o Menéndez Pelayo. Empero, no creo que en España, teniendo este maderamen, nos interesen mucho “otros tradicionalismos”, ni “otras vías” para una tradición que en verdad está muy clara. Nuestra patria se reafirmó desde la lengua y el Derecho de Roma al Reino Visigodo de Toledo, y fue la invasión berberisco-musulmana la que truncó la confirmación de la incipiente nación hispánica; empero, el levantamiento de Don Pelayo en Asturias comenzó la batalla por recuperar la España perdida, con la cruz de la victoria como máximo símbolo. Fue la cruz, nuestro temperamento indígena (5) y el complemento romano-visigótico lo que nos hizo recuperarnos como identidad, y si bien no volvimos a reproducir el pasado reino visigodo en la exactitud del pasado, fue la vuelta a la Cristiandad lo que nos unió. Pero eso: La vuelta a la Cristiandad (que no al paganismo ni al esoterismo) la defensa de la Cristiandad frente al islam, además, como baluarte del Viejo Continente. Nosotros en Occidente, Rusia en Oriente.




Imagen: Primera bandera de la resistencia cristiana de Asturias. "Con este signo se defiende al piadoso, con este signo se vence al enemigo". Extraída de elcombatedeneville.blogspot.com




Con respecto a “otros tradicionalismos”, no nos compete entrar aquí en un pormenorizado estudio sobre Evola y Guénon,  de los cuales Duguin se declara discípulos. Otrosí, ni Evola ni Guénon eran cristianos, y creemos que hay confusiones y errores importantes en su doctrina que pueden desembocar en tragicomedias en la práctica tal y como fue la conversión al islam de Guénon.

De todas formas, dado el desconocimiento abismal que el español medio tiene sobre su herencia filosófica, política y cultural, más creemos que le valdría ponerse al día con lo suyo antes que meterse en ciertos exotismos que, reiteramos, no vemos necesarios. Porque incluso si se trata de escudriñar en raíces anteriores, el mundo clásico del cual formamos parte se nos abre de par en par, además, en conexión con el cristianismo. En ese sentido, como dice el bibliófilo Joseph Pearce, literatos ingleses como Roy Campbell o John R. R. Tolkien se interesaron por el paganismo que tenía más conexión con Cristo, no por el que aleja de él. Y es que acaso ellos iban en la línea anunciada por San Agustín de Hipona, de que la salvación había sido anunciada a los paganos de otras formas; por la “cultura de la imagen” que diría el mentado Tolkien. Ese camino sí lo consideramos correcto. “Otras vías”, como que no. Ya dijo nuestro gran literato Ramiro de Maeztu (admirador de Dostoyevski, por cierto), que el camino de España no tenía pérdida posible; y así, subrayamos la herencia grecolatina que continúa en lo hispano-católico, incluyendo la "catolicidad civil", como dice el filósofo Juan Bautista Fuentes. (6)

Eso sí, reconocemos que en otros puntos de la Hispanidad, determinados ideales se pueden tropezar ante senderos mucho más sinuosos, máxime en contextos geográficos o culturales donde están muy vivos los procesos sincréticos de todo tipo. En buena parte de los Andes, nunca se dejó de adorar a la Pachamama, así como a Brasil y al Caribe llegaron cultos animistas africanos que continuaron un desarrollo "independiente" en el Nuevo Mundo. Y por si fuera poco, la irrupción de la Teología de la Liberación fue letal, pues si con la independencia el liberalismo y las logias masónicas se enseñorearon definitivamente del continente, el desorden acaecido en la segunda mitad del siglo XX, con una táctica revolucionaria muy bien preparada por universidades belgas y holandesas y por el aporte de la KGB soviética (7), la situación espiritual hispanoamericana se veía entre el marxismo cultural y la continua injerencia liberal-protestante de los Estados Unidos. Si bien antes había sincretismo, por lo menos había algunos referentes claros; mas roto el sentido de la autoridad, perdidos los referentes que podían coincidir entre lo hispánico y lo prehispánico; en fin, destrozado todo sentido sagrado latente, con unos curas que se empeñan en sacar a la gente de la iglesia a patadas; pareciera que estamos ante un páramo. Y a pesar de todo, las iglesias no están vacías, lo cual no deja de tener harto mérito.


Por ello, nos gustaría decir que si bien concordamos plenamente con Duguin en que el liberalismo es un Anticristo social (¡acertadísima la definición del profesor ruso!), no todo lo que se diga antiliberal es necesariamente bueno. Esto sería caer en la misma, fallida y manida lógica del anticomunismo. El llamado “socialismo del siglo XXI” que comenzó Hugo Chávez en Venezuela no ha supuesto ningún cambio ante el mundo liberal, y lleva ya casi dos décadas. No son comparables a algunos líderes del mundo árabe que, por las circunstancias, fueron sus aliados, puesto que ni en la República Árabe de Siria ni en la Libia de Gadafi sus ciudadanos pasaron las necesidades y calamidades que están pasando en los países gobernados por esta “vía”, que aplican un sistema capitalista ramplón que está llevando a Venezuela, uno de los países más ricos del mundo, a pasar hambre sin producir nada, sin formar bien a su gente, teniendo tratos vergonzosos con el narcoterrorismo y endeudándose hasta las cejas. Y que no se olvide: Siendo Estados Unidos su principal comprador de petróleo; de un petróleo que ha estado malvendiendo, cuando no regalando, para extender una política que no ha llevado a ninguna parte.

Tampoco se olvide que si bien es descarado el intervencionismo angloamericano en la región, Chávez fue golpista en 1992, y fracasó; y cuando triunfó, no dudó en apartar al politólogo argentino Norberto Ceresole, que había sido su asesor, para dar paso a la izquierda más rancia y sectaria.

Otrosí, el indigenismo inyectado de estos movimientos, lejos de buscar las verdaderas raíces de los pueblos indios, o lejos de ahondar en sus tradiciones, no es sino una táctica de odio alimentada por ideologías modernas nacidas en las universidades europeas, acaso como continuación lógica de la Teología de la Liberación, que lejos de optar por los pobres, no ha supuesto sino una lanzadera politiquera, una “voluntad de poder” que en nada ha contribuido a mejorar la situación social de muchas comunidades que, de hecho, están todavía peor de lo que estaban antes. Y desde luego, esta onda sí ha contribuido a apoltronar a mucho indeseable. Curas que cambiaron la sotana por “trajes de paisano”, subvencionados líderes dizque sindicales, la liturgia convertida en un circo al más puro estilo moderno-protestante… Y se escoge como icono a Simón Bolívar, un oligarca mantuano descendiente de explotadores esclavistas, un dictador masón, individualista y liberal al que el mismísimo Karl Marx denostó con todas sus fuerzas (8) y que predicó salvajemente el odio a su propia sangre y cultura; tal y como lo hicieron buena parte de ilustrados y liberales del XVIII al XIX, y tal y como el marxismo recogió ese fruto podrido a principios del XX. Odio al blanco, odio a España. Y sin embargo, se empecinan en hablar la lengua de Cervantes, al igual que los separatistas ibéricos…




(CONTINUARÁ...)





NOTAS:







(2) "El misterio hispano-ruso", extenso artículo escrito por un servidor: El misterio hispano-ruso. - Inicio - Jimdo





(3) Salvo algunas contaminaciones importantes, especialmente venidas de Francia y muy acertadamente señaladas y denunciadas por el profesor Manuel Fernández Espinosa:


Asimismo, sígase: 











(6) Sobre el filósofo Juan Bautista Fuentes:  Juan Bautista Fuentes dice ahora: sobre España «en lo ...





(8) La opinión de Marx sobre Bolívar: 





viernes, 26 de junio de 2015

ELUCIDACIÓN DE LA "TRADICIÓN" (V PARTE)



PRESUPUESTOS DEL TRADICIONALISMO NETO

Manuel Fernández Espinosa 



El tradicionalismo neto (el filosófico, romántico y contra-revolucionario) no sólo planteó la conveniencia de restituir a la "tradición" su prestigio disputado por la ilustración (filosofante, racionalista y revolucionaria), sino que se empeñó en llevarlo a cabo sin renunciar a la construcción de un argumentario conforme a las inquietudes y temas de su tiempo (y de todos los tiempos también). El tradicionalismo neto integró en la doctrina (así puede verse en la de uno de sus más grandes representantes: Joseph de Maistre) algunos elementos que lo revistieron de una aureola "preterista" contraria a la "futurista" de las Luces. La caída primera por el pecado original (en clave cristiana) será motivo recurrente de los tradicionalistas. Ballanché, lo hemos dicho en otro artículo (abajo enlazado), recogiendo las especulaciones de Martínez de Pasqually, sintetiza la visión magistralmente: "La humanidad, según él, tenía que pasar por tres fases: la caída (con su consecuente degradación), el período de tribulación y prueba y, finalmente, el renacimento final o retorno a la perfección: la palingenesia" (Martínez de Pasqually hablaba de "reintegración"). Para Joseph de Maistre la naturaleza humana, debido al pecado, merece padecer, pues no es inocente. El progreso ha sido descartado y la tara del pecado original explica, según la fuente martinista (que es a la que hay que remontarse para entender a los tradicionalistas netos); explica -perdón por repetir- que, como resume Jean Deprun: "el hombre no es en sí mismo ni digno ni capaz de hacerse feliz; su objetivo debe ser el de una "reintegración", una "transformación" que deberá merecer por el desprendimiento y alcanzar por la plegaria." Para lograr esa "reintegración" los tradicionalistas netos están convencidos de lo indispensable que es restituir a la humanidad la lengua adámica: el origen de la palabra es divino, Dios la ha instituido. Para el discípulo de Pasqually, Louis Claude de Saint-Martin p. ej., el hombre no era una "tabla rasa", sino más bien una "tabla arrasada" que todavía tiene unas raíces, las que habría que revivir mediante el acceso a esa lengua primigenia. Por eso podía escribir Joseph de Maistre: "Las dos épocas más grandes del mundo espiritual son, sin duda, la de la torre de Babel, en que las lenguas se confundieron, y la de Pentecostés, en que hicieron un maravilloso esfuerzo para unificarse".
 
La lengua primigenia era un asunto que traía mucha cola. Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) dedicó muchas páginas al asunto, concluyendo: "De manera que en todo esto no existe nada que contradiga, sino más bien cosas favorables, a la hipótesis del origen común de todas las naciones, y de una lengua radical y primitiva", siendo la consecuencia práctica, a juicio del gran filósofo germano, una de enorme importancia, pues: "si llegásemos a poseer la lengua primitiva en toda su pureza, o al menos conservada suficientemente como para poder ser reconocida, entonces tendrían que mostrarse todas las conexiones, bien físicas, bien debidas a la institución arbitraria, sabia y digna del primer Hacedor". En ese sentido, Leibniz declaraba: "Me gustaría que otros sabios llevasen a cabo algo parecido en relación con las lenguas valona, vasca, eslavónica, finesa, turca, persa, armenia, georgiana, etc., para poner mejor de manifiesto la armonía que existe entre ellas, lo cual sería útil en particular, como acabo de señalar, para aclarar el origen de las naciones" (la negrita es nuestra; citas todas extraídas de "Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano", Leibniz, obra póstuma publicada en 1765.)
 
Era algo que se venía discutiendo de largo y que tuvo varias intentonas de elaboración; una de las más importantes fue la de Antoine Court de Gébelin (1725-1784), autor de "El Mundo Primitivo" y de "Histoire naturelle de la parole, ou Précis de l'Origine du Langage & de la Grammaire Universelle" (París, 1776); Gébelin lo intentó con algunos resultados que, aunque sean puestos en entredicho hoy, tuvieron su efecto sobre otros que se declararon sus discípulos, como el jacobino Antoine Fabre d'Olivet (1768-1825); Fabre d'Olivet se aplicó al estudio de las lenguas y cosmogonías antiguas con el propósito de hallar esa lengua primordial en su libro "La lengua hebrea restituída" y terminó por propugnar, en su libro "Historia filosófica del género humano", que Europa debería unirse, formando una teocracia, regida y gobernada por el Soberano Pontífice (y recordemos: fue en su juventud un jacobino).
 
Y esta búsqueda de la lengua primordial no pensemos que era cosa que se quedara restringida a los países europeos. El egregio estudioso de la lengua euskérica Pablo Pedro Astarloa (1752-1806) coincide con Leibniz: si tuviéramos esa lengua, tendríamos "un libro abierto de todos los conocimientos" -dice Astarloa. Y uno de los discípulos más aventajados de Astarloa fue Juan Bautista de Erro y Azpiroz (1773-1854), conspicuo carlista, que acariciaba los mismos proyectos de descubrir la lengua primordial, estudiando la lengua euskera. No menos importante en su día fue Joaquín de Yrizar Moya (1793-1879),  con su obra "De l'eusquere et de ses erdères, ou de la langue basque et de ses dérivés" (París, 1841-1846), al que el escritor Juan Valera reprochó no sólo "querer explicar por medio de un idioma todos los demás", sino "querer explicar también la política, las costumbres, el arte, la historia y hasta los más hondos misterios de la fe": el tono agrio de Valera que, por cierto, flirteaba con la Sociedad Teosófica (en los antípodas del tradicionalismo neto) desató una polémica cruda, pues Yrizar no se quedó callado y respondió. Se podrían citar a más europeos, españoles y vascos metidos en estas embrolladas cuestiones (pero sería mejor tratar esta cuestión por separado).
 
Lo que he querido precisar hoy, en lo que concernie a nuestra cuestión, es que el tradicionalismo neto incorporó algunos elementos procedentes de la tradición judeocristiana, no sin una lectura particular, a veces esotérica, y que contó con una serie de presupuestos entre los que, por su importancia, cabe destacar:
 
1) El énfasis en la caída de nuestros primeros padres, y
 
2) El redescubrimiento de la lengua primordial: adámica o previa a la división de las lenguas en Babel como instrumento privilegiado que reintegrara al hombre, a la sociedad, a la humanidad, profundamente fracturados por las consecuencias del pecado original que arrasó con el estado edénico, dejando unas semillas que esperaban ser revividas.
 
El tradicionalismo neto nos recuerda la verdad del "pecado original", una cuestión que en nuestros días ni los medios eclesiásticos remachan lo suficiente. El teólogo protestante armenio, Gabriel Vahanian (1927-2012), pionero de la llamada "teología de la muerte de Dios" proclamaba que "la ética poscristiana difiere tanto de la ética cristiana a propósito de la culpa hasta llegar a oponérsele radicalmente" y caracterizaba la ética cristiana como una ética del perdón, mientras que la ética poscristiana era una "ética de la inocencia". El hombre moderno, en efecto, vive "como si" fuese inocente. El tradicionalismo, adelantándose a ese mundo de la "presunta inocencia" que ya alboreaba con la Ilustración, hizo todo lo hacedero por asentar que la inocencia del hombre era una patraña moderna. El filósofo catalán Eugenio d'Ors, adalid teórico y práctico de la política de misión (la Heliomaquia, como poéticamente la denominó) nos recordaría que: "El tipo de un postulado conducente a la política de misión es el de la idea de Pecado Original, según la cual el hombre manifiesta en su conducta espontánea las consecuencias de una caída, únicamente redimible en los recursos de la Gracia y con el esfuerzo de la buena voluntad".
 
Las consecuencias que se derivarían del presupuesto del "tradicionalismo neto" acerca de la "lengua primordial" para la teoría del conocimiento y del lenguaje serían un tema que habría que estudiar más al detalle. Preferimos orillarlas.
 
Los prejuicios arraigados en la mayoría de los filósofos profesorales han impedido hasta el día de hoy tomar en serio todo lo que tuviera el menor tufo a esoterismo, relegando estos asuntos al delirante anecdotario de una historia de las ideas que, para ellos, no ha tenido un impacto digno de considerar. Craso error el de estos filósofos profesionalizados sólo en sus propias jergas esotéricas y siempre desdeñosos para dilucidar la influencia del esoterismo en la misma filosofía que ellos imparten, con sus cuadernillos prefabricados en universidades y editoriales. No sólo en el tradicionalismo neto sentimos la huella del esoterismo y estas elucubraciones antiguas que, tal vez hoy, nos pueden resultar extrañas y extravagantes, no menos importantes fueron para la confección de la historia del pensamiento (pienso en el idealismo alemán) y de la literatura (el simbolismo decimonónico); y decir pensamiento es decir acción.
 
Aunque el tema podría dilatarse, es con estos parámetros del "tradicionalismo neto" con los que hay que comprender a René Guénon cuando subestima el tradicionalismo vulgar, propio de los legos. Esos presuntos "tradicionalistas", en palabras de Guénon: "son aquéllas (personas) que sólo dan prueba de una especie de tendencia o aspiración hacia la tradición, sin contar con ningún conocimiento real de ésta; puede así medirse toda la distancia que separa al espíritu "tradicionalista" del auténtico espíritu tradicional que, por el contrario, exige de una manera esencial tal conocimiento y forma un todo con dicho conocimiento". Ese conocimiento es de carácter gnóstico e iniciático. René Guénon se muestra de todo punto contrario a extender el término "tradición" a los órdenes puramente humanos: "tradición filosófica", "tradición científica", "tradición política" y, hasta llega a ironizar, diciendo: "En estas circunstancias no tendría objeto asombrarse si un día se llegase a hablar de "tradición protestante" o incluso de "tradición laica" o de (una tradición) revolucionaria". La cuestión en Guénon es mucho más compleja de lo que aquí podemos adelantar, pero sin atender a la herencia del tradicionalismo neto (romántico, anti-moderno y con sus ramalazos esoteristas) es imposible comprender a Guénon, por mucho que él se presente como portador de la única "Tradición" que merece el nombre de tal.
 
Obviamente, estas cuestiones -asaz complicadas- brillan por su ausencia en el tradicionalismo que se manifestó en el terreno político, en el tradicionalismo que hemos optado por denominar "lato". En el caso español, nuestro tradicionalismo político del siglo XIX fue efectivo sin remontarse a tradiciones extranjeras, le valía el prestigio de las instituciones tradicionales: la Iglesia católica, todavía fuerte y sólida (sin licuar por los nocivos efectos del Concilio Vaticano II), la Monarquía legítima (con sus pretendientes legítimos) y un pueblo que todavía no había conocido los perniciosos efectos del bastardeamiento de su inteligencia, la perversión de sus gustos y la fatal aceptación de las modas y opiniones extranjeras modernas que, en nuestros aciagos días, ha llegado a extremos aberrantes difícilmente imaginables ni para el más avanzado de los liberales del siglo XIX.
 
Continuará...
 
BIBLIOGRAFÍA:

 
Para una aproximación al pensamiento tradicionalista de la expiación, recomiendo mis artículos, abajo enlazados:
 
Fernández Espinosa, Manuel, "Luis Carpio Moraga, poeta de la expiación y víctima expiatoria" (RAIGAMBRE, 27 de noviembre de 2013.)
 
Fernández Espinosa, Manuel, "Un gran olvidado: Pierre-Simon Ballanche" (RAIGAMBRE, 8 de noviembre de 2014.)
 
Canivez, André, "Los tradicionalistas", en "La filosofía en el siglo XIX", volumen 8 de la Historia de la Filosofía, de Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1998.
 
Maistre, Joseph de, "Las veladas de San Petersburgo", Espasa-Calpe, Madrid, 1998.
 
Deprun, Jean, "Las Anti-Luces", en "Racionalismo, Empirismo, Ilustración", volumen 6 de la Historia de la Filsofía, de Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1991.
 
Leibniz, G. W., "Nuevos Ensayos sobre el entendimiento humano", Alianza Editorial, Madrid, 1992.
 
Tovar, Antonio, "Mitología e ideología sobre la lengua vasca", Alianza Editorial, Madrid, 1980.
 
Vahanian, Gabriel, "The Death of God: The Culture of Our Post-Christian Era" (New York, George Braziller, 1961)
 
D'Ors, Eugenio, "La ciencia de la cultura", Ediciones Rialp S. A., Madrid, 1964.
 
Para la presencia del ocultismo en el tradicionalismo del siglo XIX, recomiendo la serie de artículos que realicé para RAIGAMBRE, voy a enlazar solo el primero de ellos:
 
Fernández Espinosa, Manuel, "Infiltraciones del ocultismo en el tradicionalismo español (Primera parte)", (RAIGAMBRE, 11 de diciembre de 2013)

Guénon, René, "El reino de la cantidad y los signos de los tiempos", Editorial Ayuso, Madrid, 1976.
 
 

miércoles, 24 de junio de 2015

ELUCIDACIÓN DE LA "TRADICIÓN" (IV PARTE)




ALGUNOS EQUÍVOCOS LÉXICOS 

Manuel Fernández Espinosa



Hemos dilucidado lo que es el "tradicionalismo neto", caracterizándolo como movimiento filosófico europeo, identificándolo como una de las vertientes por las que corrió el romanticismo. El "tradicionalismo neto" reacciona contra la Ilustración, aportando grandes figuras, sobre todo alemanas y francesas (sin olvidar al conde saboyano); el "tradicionalismo" (sea "neto" o "lato") reclama ser custodio y portador de la "tradición", permaneciendo ésta "tradición" todavía en una inescrutable nube, empleándose la misma como idea-fuerza para contrarrestar la destructividad revolucionaria instigada por las filosofías modernas, hostiles a la tradición en todas sus formas. Por eso mismo podríamos decir que el "tradicionalismo neto" no podría ser otra cosa que "contra-revolucionario", entendiendo que la "revolución" es un estado del espíritu; nos lo recordaba Ortega y Gasset, nada sospechoso de "tradicionalista": ""La revolución no es la barricada, sino un estado de espíritu". Y en ello coincide también uno de los más eminentes contra-revolucionarios tradicionalistas del siglo XX como fue el católico brasileño Doctor Plinio Correa de Oliveira: "Las muchas crisis que conmueven el mundo de hoy -del Estado, de la familia, de la economía, de la cultura, etc.- no constituyen sino múltiples aspectos de una sola crisis fundamental, que tiene como campo de acción al propio hombre. En otros términos, esas crisis tienen su raíz en los más profundos problemas del alma, de donde se extienden a todos los aspectos de la personalidad del hombre contemporáneo y a todas sus actividades". 
 
La revolución no hay que buscarla en las barricadas, sino que enraíza en el espíritu, siendo todo un "estado espiritual" -para Ortega; las crisis revolucionarias -para Correa de Oliveira- tienen "su raíz en los más profundos problemas del alma". El estado de espíritu revolucionario es esencialmente negador de la tradición y lo es por tener un serio conflicto con lo tradicional. El revolucionario quiere acabar con todo lo dado. Nos lo pinta Vázquez de Mella con su fecunda elocuencia: "La autonomía selvática de hacer tabla rasa de todo lo anterior y sujetar las sociedades a una serie de aniquilamientos y creaciones, es un género de locura que consistiría en afirmar el derecho de la onda sobre el río y el cauce, cuando la tradición es el derecho del río sobre la onda que agita sus aguas". Aquí reaparece otra vez el fondo de la cuestión revolucionaria que no es, según los panfletos de los demagogos, el ansia de justicia social, sino un "estado de espíritu", unos "profundos problemas del alma"... "Un género de locura" para Vázquez de Mella.

Otra cosa será que, más tarde, cuando el vocablo "revolución" (bajo sus múltiples etiquetas) venga a ganar prestigio (por la ilusión que genera en cuanto a sus efectos y eficacia; que están sobrevalorados) logre persuadir, incluso a los más acérrimos partidarios del orden, de lo conveniente que es hablar de "revolución" y la palabra "revolución" se empleará ahora como un señuelo para las masas, esas que parecen querer soluciones rápidas y drásticas a cuantos problemas les acucian. Es así como Armin Mohler podría hablar de una "Konservative Revolution" en el ámbito alemán de entreguerras, en esta "Revolución Conservatriz" encuadraba Mohler a personalidades del mundo de la cultura como el filósofo Oswald Spengler, los escritores Ernst Jünger y Hugo von Hofmannstahl, el poeta Stefan George y hasta Thomas Mann, entre otros. José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo hablarán de "revolución nacionalsindicalista". Pero hasta alguien, tan poco sospechoso de fascismo, como Claudio Sánchez Albornoz, historiador, católico y republicano español que tantos años pasó en el exilio por no dar su brazo a torcer ante Franco, pudo declararse: "¡Conservador-revolucionario! Sí; insisto en el calificativo dúplice. Quizá la única especie de auténtico conservador y de auténtico revolucionario". Aunque algunos han querido ver "revolución conservadora" en España, apuntando a Ortega y Gasset, si hubiera algún español consciente de esa condición "conservador-revolucionaria" sería Claudio Sánchez Albornoz.

Pero no hay que confundirse con las palabras. La revolución a la que apelan los "conservadores" que no quieren llamarse "tradicionalistas" (ni netos ni latos) es el progreso que parece rechazar un tradicionalismo anclado en viejas formas de vida, fosilizado como decía el P. González Arintero. Ese "tradicionalismo" que no ha hecho por entenderse ni darse a entender ha hecho muy flaco favor a la tradición, pues ha espantado a los hombres más finos y cultos que, aunque no se quisieran llamar "tradicionalistas", eran celosos veneradores de la tradición en un sentido dinámico: tal vez tampoco ellos hicieran mucho por su parte por conocer el tradicionalismo más allá de la propaganda política circunstancial que emanaba de él y que ahí ha sido, no lo dudemos, fatal.
 
Lo que les resultaba repelente del tradicionalismo español de su momento a hombres como Unamuno, José Antonio Primo de Rivera o Claudio Sánchez Albornoz (además de sus respectivas circunstancias biográficas) fue la idea dominante que hace del "tradicionalismo" el enemigo de todo "progreso" y esto es falso: el verdadero tradicionalismo es enemigo del "progresismo", pero no del progreso cuando es real. Es más, hay que señalar -pues no se ha hecho lo suficiente- que tanto en el vocablo "tradición" como en el vocablo "progreso" hay más en común de lo que, a primera vista, parece. Asi lo resaltaba la autoridad pontificia de Su Santidad Pío XII:
 
"Pero la tradición es algo muy distinto del simple apego a un pasado ya desaparecido; es lo contrario de una reacción que desconfía de todo sano progreso. La propia palabra, desde el punto de vista etimológico, es sinónimo de camino y avance. Sinonimia, no identidad. Mientras, en realidad, el progreso indica tan sólo el hecho de caminar hacia adelante, paso a paso, buscando con la mirada un incierto porvenir, la tradición significa también un caminar hacia adelante, pero un caminar continuo que se desarrolla al mismo tiempo tranquilo y vivaz, según las leyes de la vida, huyendo de la angustiosa alternativa".
 
Pero, la tradición: ¿Qué es entonces? ¿Es un producto hecho o una acción que produce fácticamente "productos"? La tradición, ¿es "natural" o "social"? ¿Hay una Tradición en singular o, más bien, tendríamos que hablar de "tradiciones" en plural? Eso será lo que trataremos de averiguar en la próxima indagación.
 
Continuará...
 
BIBLIOGRAFÍA:
 
Vázquez de Mella, Juan, "Discurso en el Parque de la Salud de Barcelona" (17 de mayo de 1903)

Ortega y Gasset, José, "El ocaso de las revoluciones" (apéndice del ensayo "El tema de nuestro tiempo".)

Correa de Oliveira, Plinio, "Revolución y Contra-Revolución".
 
Sánchez Albornoz, Claudio, "Confidencias" (colección de artículos), Espasa-Calpe, Madrid, 1979.
 
Alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana.

lunes, 22 de junio de 2015

ELUCIDACIÓN DE LA "TRADICIÓN" (III PARTE)

Joseph de Maistre



TRADICIONALISMO NETO Y TRADICIONALISMO LATO


Manuel Fernández Espinosa


En nuestra elucidación sobre lo que es "tradición" hemos descubierto que la tradición (en todos sus órdenes: religiosa, filosófica, científica...) fue objeto de severos reproches, de un ataque sistemático que, primero extendió la sospecha sobre ella, para luego denigrarla y rechazarla en bloque.

Aunque no nos hemos querido detener en la cuestión religiosa, por ser asaz compleja, digamos que la falsa reforma protestante (mejor la llamáramos "revolución" religiosa) cuestionó la tradición de la Iglesia, pues "Se deseaba una vuelta al cristianismo primitivo, genuino y simple, sin las adherencias que la tradición, la costumbre y la rutina le habían ido añadiendo" -nos recuerda el P. Ricardo García-Villoslada S. I. en su ensayo "Raíces históricas del luteranismo". No se trataba de una implícita repulsa de la tradición que haya que descubrir en la estructura profunda de las palabras, era una repulsa explícita. Lutero pudo escribir en 1520: "No intenté divulgar sino la verdad evangélica contra las supersticiosas opiniones de la tradición humana". Las negritas son nuestras.

Pero esto que empezó en el seno de la Iglesia ocasionando una fractura de la Cristiandad también tuvo su correlato en la filosofía  a partir de la revolución científico-filosofica que inaugura la modernidad (en su momento aludíamos a Descartes, pero también podríamos mentar a Francis Bacon); con el despliegue de la Ilustración del XVIII la revolución gestada en los siglos anteriores madura y eclosiona, la tradición (y la autoridad tradicional) se ven desacreditadas y las encarnaciones de la Tradición: monarca, aristocracia y clero (también el pueblo tradicional, monárquico y católico, francés) fueron perseguidos y hasta guillotinados y masacrados. Los desastres de la revolución política en Francia y las guerras napoleónicas, así como el rechazo que la generación romántica siente por la razón ilustrada, condujo a buena parte de la intelectualidad europea a sumirse en una profunda reflexión que les hizo descubrir que las raíces de los trastornos que habían sacudido a Europa había que hallarlas en el desprestigio de la autoridad y la tradición. La consecuencia lógica era devolverlas a su puesto y surgió así el "tradicionalismo", pero no en cualquiera de sus acepciones: hablamos del "tradicionalismo neto" que será el intento de reapoderarse de la tradición, aunque -como nos recordaba Gadamer- elevando a ésta a la categoría de instancia antagonista de la razón ilustrada, con lo que desde entonces el término "tradición" se envolverá en una nebulosa difícil de escrutar, en tanto que parece rechazar la razón (ha dejado que el concepto de razón lo monopolice la Ilustración) y frente a esa reducción de la razón a "razón ilustrada", la tradición -piensan algunos- bien puede prescindir de explicarse a sí misma, le basta su autoridad que la hace el ser antigua (poco importa lo antigua que sea; "inmemorial" es un buen comodín cuando no se sabe a ciencia cierta la fundación de una tradición), la tradición alegará sus misteriosas credenciales de antigüedad: la tradición es fuente de legitimidad suficiente, queda sin razonarse lo conveniente que sea esa tradición para la sociedad en su conjunto y para el hombre concreto. Es así como se establece en términos dialécticos la reacción de cuantos se resisten a subordinarse a la tradición, simplemente por (mal)entender que la tradición equivale a anular su personalidad: el revolucionario no fue aniquilado tras la Restauración post-napoleónica.

Vázquez de Mella escribió: "El anillo vivo de una cadena de siglos, si no está conforme con los que le preceden y quiere que no lo estén los que le siguen, puede salir de la cadena para existir por su cuenta; pero no tiene derecho a destruirla ni a privar a los posteriores de los anillos precedentes". Pero eso sólo tiene validez cuando se puede neutralizar la acción revolucionaria, lo cual no es tan fácil. Ni siquiera con tanquetas y fuerzas del orden público, pues como bien apuntó el perspicaz Ortega y Gasset: "La revolución no es la barricada, sino un estado de espíritu".

El "tradicionalismo neto" que en estas circunstancias surge no estará exento tampoco de ciertas adherencias irracionalistas, como así podrán ser considerados algunos de los aportes que le vienen al tradicionalismo de las Anti-Luces y, especialmente, del martinismo (Martínez de Pasqually y Claude de Saint-Martin).

Las Anti-Luces proclamaron su cristianismo ortodoxo, frente a los improperios anticristianos de Voltaire, Diderot y las Luces. Jean Deprun ha definido a las Anti-Luces como: "el conjunto de los sistemas de defensa empleados por los que se resisten a ese cambio." Se entiende que fueron los primeros conatos de resistencia que disentían de la ilustración enemiga de la religión cristiana, de la tradición y la autoridad. Para mejor caracterizar este heteróclito movimiento de las Anti-Luces, Jean Deprun nos lo resume didácticamente de esta guisa: "La historia de las ideas construirá, pues, por las necesidades de su descripción, un tipo ideal caracterizado, en el plano del pensamiento religioso, por la defensa de la ortodoxia; en el plano metafísico, por la de los sistemas asociados a ésta hacia 1700: cartesianismo, malebranchismo, leibnizianismo; en el plano ético, por el mantenimiento del sentido del pecado y de sus dimensiones humanas e incluso cósmicas; en el plano social, por el rechazo de una sociedad atomizada, la preferencia concedida al estatuto sobre el contrato, al escalonamiento de los órdenes sobre la yuxtaposición de las individualidades; en el plano de las imágenes-claves, por la evocación de una luz estable, fija, venida de arriba, dada desde el principio a los hombres, que irradia del sol de los espíritus. La anti-luz no es el rechazo de la luz, sino todo lo contrario; es el rechazo de la luz concebida como trabajo, experimentación, progreso...".

Podría parecer una contradicción que el cartesianismo (que nosotros hemos indicado como antecedente filosófico del descrédito de la tradición) pueda reaparecer nuevamente, justo entre las filas de los adversarios de la Ilustración, pero nadie ha dicho que las Anti-Luces fuesen tradicionalistas y, además, debiéramos tener presente que la lectura que hace el tradicionalismo decimonónico europeo del enciclopedismo y la revolución está lastrada por las circunstancias históricas y nacionales: además, lo dijimos en su momento, Descartes no había atacado las tradiciones políticas y morales. Lo que sí aportarán las Anti-Luces, por su resistencia a los cambios hostiles a la tradición, serán elementos que asumirá el tradicionalismo, elementos que se les puede considerar precedentes del tradicionalismo y se entreveran con la doctrina tradicionalista. Así se entenderá que Joseph de Maistre, tradicionalista arquetípico del XIX, conserve algunas de las enseñanzas recibidas en las logias martinistas de su juventud, así como una admiración por Malebranche. El posterior tradicionalismo neto que tendrá en René Guénon a uno de sus representantes más sólidos proviene justamente de estas fuentes, contrarias a la Ilustración y a la revolución, sobre todo de cuño martinista, que si bien no renuncian al cristianismo, sí que hay que decir que "su cristianismo es el de la gnosis, su marco, el de las logias masónicas y de las sociedades de iluminados; su ambición, la de una teurgia en que el sentimiento religioso tiende a prolongarse en acción mágica" -como señala Deprun. Sobre Guénon volveremos, es forzoso volver sobre él.

Como podemos ver, la atroz simplonería de los que todavía en España se autocalifican "tradicionalistas" prescinde de estas complejas tramas que forman la raigambre del auténtico tradicionalismo histórico, el tradicionalismo en un sentido neto como movimiento filosófico europeo del siglo XIX; por eso es que los que militan en el "tradicionalismo lato" (como es el español) no comprenden que René Guénon y sus seguidores puedan calificarse como "tradicionalistas" y no esgrimen más argumento para arrebatarle el título de "tradicionalista" a Guénon que acusarlo de "gnóstico" (muchas veces sin saber ni lo que dicen), lo cual indica la poca profundidad a la que pueden sumergirse algunos "buzos". El "tradicionalista" español siempre se ha conformado con una idílica evocación de lo antiguo y más exterior, sin adentrarse en los laberintos filosóficos e históricos que el "tradicionalismo neto" trae aparejados. Así, el tradicionalismo español, califiquémoslo como "tradicionalismo lato", permanece apegado a las formas litúrgicas de la Iglesia tridentina y añora las instituciones históricas que, obsoletas o no, ejercen sobre él una fascinación de la que es difícil liberarlo. Lo que cosecha, por lo tanto, es un profundo disgusto, una insatisfacción, un enfado por todo lo que ve, cuando contrapone su mundo idílico (Iglesia tridentina, monarquía tradicional, instituciones pretéritas) con el panorama vigente en nuestros tiempos. Todo se ha puesto patas arriba y el tradicionalista se amohína: le han cambiado el escenario y él sigue interpretando un papel extemporáneo por el que nadie le hace palmas.

Nuestro tradicionalismo (duele decirlo pero hay que mirar las cosas de frente) está a día de hoy desprovisto de expectativas, casi liquidado por insolvencia intelectual, esterilizado en camarillas marginales y a veces sectarias, condenado a lamerse las heridas por no comprender de dónde vienen los cambios que suceden a su alrededor, abrumado por todo lo que ha cambiado sin contar con él; como un Don Quijote apaleado. Al tradicionalismo español le repugnan los cambios sucedidos en una sociedad que hoy está irreconocible, la actual que sería mejor llamar "disociedad": a veces, ese "tradicionalismo lego" incluso busca culpables fuera o dentro, encuentra conspiraciones de escala internacional, nacional... local, grupal; pero nada de eso soluciona nada. Algunos han dicho que lo que ocurre en España es que ésta ha roto con sus tradiciones, pero ¿es ese el problema? Difícilmente puede romperse con algo, cuando apenas se tiene noción de su existencia.

El tradicionalismo español (con ínfulas de político, pero que se niega a sí mismo la acción política) es un tradicionalismo lato, dijéramos que lego, que hoy está confinado a la marginalidad. Sin una elucidación del concepto de "tradición"; sin una diferenciación que le haga ser "tradicionalismo hispánico" (con sus nexos con el "tradicionalismo neto", pero también con sus diferencias); sin una reconfiguración propia, está condenado a languidecer hasta la extinción. Lo único que puede salvar la situación del tradicionalismo español es justamente elucidar el término "tradición", para reconfigurarse a sí mismo.


Continuará...



BIBLIOGRAFÍA:

García-Villoslada, Ricardo, "Raíces históricas del luteranismo".

Vázquez de Mella, Juan, "Discurso en el Parque de la Salud de Barcelona" (17 de mayo de 1903)

Ortega y Gasset, José, "El ocaso de las revoluciones" (apéndice del ensayo "El tema de nuestro tiempo".)

Maistre, Joseph de, "Las veladas de San Petersburgo".

Deprun, Jean, "Las Anti-Luces", en "Racionalismo, Empirismo, Ilustración" volumen 6 de la "Historia de la Filosofía", bajo la dirección de Yvon Belaval, Editorial Siglo XXI, Madrid, 1991.

 

sábado, 20 de junio de 2015

ELUCIDACIÓN DE LA "TRADICIÓN" (II PARTE)

Andreas Hofer



LO QUE ES TRADICIONALISMO


Manuel Fernández Espinosa


La supuesta contradicción entre la verdadera "tradición" y el verdadero "progreso" es una ficción demagógica: donde hay "tradición" hay progreso y no puede haber efectivo progreso sin tradición. Empero sí que es cierto que el "tradicionalismo" y el "progresismo" son posturas antagónicas e irreconciliables. Pero, ¿cuándo surgió el "tradicionalismo"?
 
La consecuente reacción a la Ilustración racionalista y revolucionaria fue el romanticismo. El tradicionalismo sería el esfuerzo teórico de restaurar los derechos de la "tradición" contra la "libertad abstracta" ilustrada que luego heredaría el liberalismo y llega a nuestros días. Al ser romántico, el tradicionalismo histórico reviste tanto las ventajas como los inconvenientes que van aparejados al romanticismo. Gadamer lo sintetiza magistralmente en "Verdad y método": "...el concepto de la tradición se ha vuelto no menos ambiguo que el de la autoridad, y ello por la misma razón, porque lo que condiciona la comprensión romántica de la tradición es la oposición abstracta al principio de la Ilustración. El romanticismo entiende la tradición como lo contrario de la libertad racional, y ve en ella un dato histórico como puede serlo la naturaleza. Y ya se la quiera combatir revolucionariamente, ya se pretenda conservarla, la tradición aparece en ambos casos como la contrapartida abstracta de la libre autodeterminación, ya que su validez no necesita fundamentos racionales sino que nos determina mudamente".
 
La experiencia de la revolución francesa y las guerras napoleónicas llevaron a muchos románticos, sobre todo alemanes y franceses, a realizar una desaprobación radical de la revolución y un esfuerzo intelectual por desmontar la estafa revolucionaria. Podrían haber simpatizado en los inicios de la revolución con algunas de las idílicas monsergas revolucionarias, pero los desastres de la guerra les devolvieron a la realidad, no sin acusar la conmoción que impulsó su rechazo, envuelto en la repugnancia que como hombres tradicionales sentían por la barbarie revolucionaria. Uno de ellos, menos conocido que los poetas y otros escritores, Adam Heinrich Müller (1779-1829), podía exclamar en esta pregunta retórica: "¿No radican todos los errores desdichados de la Revolución francesa en la ilusión de que el individuo puede salirse realmente de los vínculos sociales, y derribarlos y destruirlos desde fuera?". Como economista y político, Müller no podía dejar de plantearse el problema: con la Revolución francesa se había querido fracturar fácticamente el lazo social, en virtud de sofismas contractualistas: eran los efectos en la realidad de las especulaciones de Locke, Rousseau y los enciclopedistas.
 
Uno de los hermanos Schlegel, August Wilhelm (1767-1845), decía: "Toda poesía verdaderamente creadora sólo puede brotar de la vida interna de un pueblo y de las raíces de esta vida, de la religión". Y la vida interna de un pueblo y su religión eran tradición. Es un fenómeno que suele pasarse por alto el que constituye la cantidad de conversiones al catolicismo que se efectuaron entre los románticos alemanes. El catolicismo era todavía, en aquellos tiempos, un baluarte de la tradición y los tradicionalistas, pasados por las tribulaciones de la revolución francesa y las invasiones napoleónicas, recurrieron a la Iglesia católica. Aumentó el fervor en los que lo tenían apagado: los franceses; y condujo a la Iglesia  católica a los que habían sido bautizados con aguas protestantes: los alemanes.
 
El tradicionalismo, no obstante, no dejaba de ser una reacción. Había venido a remolque de la revolución y, como más arriba nos recordaba Gadamer, había erigido la "tradición" como instancia irracional (no por ello menos abstracta) desde la que oponerse a la "libertad abstracta" ilustrada. El hombre no puede autodeterminarse -piensa consigo mismo el tradicionalismo-, puesto que el hombre pertenece a una corriente histórica que es su tradición: puede rechazar su tradición, pero con ello rechaza una gran parte de su ser y, como la experiencia había demostrado para aquellos hombres, el desorden individual termina creando desórdenes sociales.
 
El tradicionalismo -como vemos- es irreconciliable con el progresismo, contando con que calificamos como "progresismo" todo ese cajón de sastre y desastre que apila las ideas y tendencias más heterogéneas del racionalismo, la ilustración, el liberalismo político y económico, los socialismos, marxismos varios, feminismos y otras "ideas modernas" que tanto despreciaba Nietzsche; ideas que componen el progresismo y que tantas veces se autocontradicen entre ellas mismas. En un sentido lato (y muy inapropiado) se aplica el calificativo de "tradicionalista" a personajes que vivieron siglos antes de las conmociones que sacudieron Europa a caballo del siglo XVIII y XIX: Don Pelayo no era tradicionalista (no lo podía ser), el Cid Campeador tampoco lo era, tampoco lo serían los Reyes Católicos, ni Juan de Austria ni Felipe II: todos estos personajes históricos eran mujeres y hombres de la tradición, pero no pudieron ser tradicionalistas puesto que para serlo tendrían que haber visto cuestionado, destrozado y casi liquidado el mundo tradicional en que vivieron. Ni siquiera Andreas Hofer, el héroe antinapoleónico tirolés, fue tradicionalista: era un hombre tradicional que luchó por la libertad real de su patria y la defensa de sus tradiciones contra la agresión revolucionaria napoleónica; pero para ser tradicionalista tendría que haber hecho el esfuerzo intelectual que realizaron encomiablemente los tradicionalistas europeos del siglo XIX.
 
El tradicionalismo no es, ni mucho menos, una pasión por las antiguallas: eso es el dato más superficial que puede extraerse del romanticismo que empapa el tradicionalismo. La veneración por los trastos viejos (incluidas las instituciones obsoletas) no es propio del tradicionalista auténtico: si eso fuese así poca diferencia habría entre un "tradicionalista" y una de esas pobres personas que, por sufrir el síndrome de Diógenes, acumulan basura. En un sentido fuerte, el tradicionalismo fue la respuesta de los románticos al mundo facturado en los pensatorios de la Ilustración. Su fuerza más aprovechable reside en la reivindicación del orden tradicional, en reclamar la restauración de lo perdido, tras el naufragio francés con la revolución y los estragos napoleónicos. Es lo que le debemos a los románticos, pero la actitud del tradicionalista tiene que ir más allá de una bucólica imagen de Arcadia. Y para eso es menester saber lo que es tradición y distinguirla de otras cosas que proclaman su nombre y no lo son.
 
Continuará...

viernes, 19 de junio de 2015

ELUCIDACIÓN DE LA "TRADICIÓN" (I PARTE)


 
Por doquier se lee, se escucha, se apela a la "Tradición". Sus detractores encienden la alerta cuando se habla de "tradición" (sobre todo si es propia del país en que nacieron), pero sus partidarios esgrimen el vocablo a manera de "varita mágica" de la que no saben si está hecha de madera o de metal (y salta a la vista que tampoco saben emplearla). 

Me propongo en ésta y sucesivas entregas aclarar el término con el propósito de aquilatarlo y rectificar así los torpes, insípidos y estériles usos del término.
 
 
INTRODUCCIÓN: LA AUTORIDAD,
LA TRADICIÓN Y LA AUTORIDAD DE LA TRADICIÓN
 
 
Manuel Fernández Espinosa
 
 
 
Con mucha razón podía escribir el filósofo italiano Norberto del Noce: "En todas partes se ha establecido una línea divisoria entre tradicionalistas y progresistas, y el progresista de cualquier color se siente más cerca de otro progresista que del tradicionalista de su mismo partido". Esta observación se puede comprobar a diario. Podríamos pensar que, al igual que los progresistas se atraen entre sí, los tradicionalistas de cualquier credo (sagrado o profano) tendrían la misma propensión al acercamiento. Pero la experiencia constata que esto, si alguna vez sucediera, se produce con menos frecuencia. Podemos ver a un sacerdote católico ("progresista") confraternizando -en aras del ecumenismo- con pastores protestantes ("progresistas"), pero es más difícil que un sacerdote católico ("tradicionalista") esté dispuesto a confraternizar institucionalmente con un pope ortodoxo griego ("tradicionalista", por supuesto): más fácilmente será que los veamos excomulgándose recíprocamente en virtud de los calificativos de "cismático" o "romano" respectivamente. Y eso que ocurre en el terreno de las religiones, sucede con pareja semejanza en el terreno de las ideas políticas (a primera vista, más profanas). Pero a mí no me interesan ahora los "tradicionalismos" religiosos: la cuestión es de suyo embrollada como para empezar por aquí. Lo que me interesa es aquilatar el vocablo "tradición": ¿qué decimos cuando hablamos de "tradición"?
 
Dejemos por un momento suspendida esa pregunta, para explicar la génesis del contencioso ante el que nos encaramos en esta ocasión.
 
El debate tiene sus raíces en el protestantismo, pero la Ilustración dieciochesca sometió a una tremenda crítica a la "autoridad" y a la "tradición": todo lo que era "autoridad" y "tradición" fue cuestionado. La raíz filosófica de esta actitud se encuentra en Descartes que, como pocos, demostró con su filosofía dos puntos que pueden resultar muy instructivos para desacreditar la filosofía moderna:
 
1) Que esta actitud ofensiva es eficaz en destruir, pero no en construir. Descartes mostró la eficacia de su método en la parte destructiva, conduciéndonos al solipsismo de la subjetividad; pero fue de lo más chapucero a la hora de construir a partir del "Yo pienso", terminando por explicar, por ejemplo, la unión de la "res cogitans" con la "res extensa" con burdas soluciones como la "glándula pineal".
 
2) Que todo el que quiere empezar de nuevo se contradice a sí mismo y, a la postre, se ve forzado a introducir elementos tradicionales aunque sea subrepticiamente. Descartes se jactó de prescindir de la tradición, para hacer una filosofía nueva conducida por sus reglas metodológicas; pero cualquiera puede rastrear los antecedentes de su argumentario en el "Teeteto" de Platón (para articular la duda en el momento de descartar el testimonio de los sentidos como fuente de certeza; o bien para la imposibilidad de distinguir el sueño de la vigilia) o en San Anselmo y San Agustín para sus pretendidas demostraciones de la existencia de Dios.
 
Es cierto, no obstante, que Descartes fue más prudente a la hora de llevar sus especulaciones al terreno de la filosofía práctica: la moral y la política. Pero no tardarían en asomar algunos más ignorantes y audaces que él.
 
La Ilustración, con Inmanuel Kant a la cabeza, pensó que era hora de que la humanidad prescindiera de la tutela de "autoridades" y "tradición". Había que atreverse a pensar para aprender: "Sapere aude!": para emancipar al ciudadano de las estructuras tradicionales, pues ya había llegado presumiblemente a la "mayoría de edad". Esto resulta un despropósito: pues si esta actitud de someterlo todo a crítica se llevara a las cuestiones de la política y la organización social, lo que estaría garantizado sería la parálisis de la acción y, en ciertas situaciones (las de vida o muerte en el orden práctico) pensar incapacita para actuar. Los estropicios que se siguen de aquí son incalculables y, además, si todo lo que tuviéramos que saber (se supone que para actuar) lo tuviéramos que saber por el esforzado ejercicio individual de la razón: ¿cuándo empezaríamos a vivir conforme a la razón ilustrada? Además de ello, ¿quién le ha dicho a Kant que todo "ciudadano" está dispuesto a ejercer su razón? En definitiva, lo que ocultaba el proyecto de Kant no era la emancipación, sino la sustitución de un modelo de pensar y actuar (el tradicional) por otro (el suyo y el de sus alegres compadres ilustrados). Mucho más sensato y práctico se nos muestra aquel rey Federico II de Prusia, cuando dijo aquello de: "Razonad sobre lo que queráis y tanto como queráis, pero obedeced".
 
El hombre moderno ha despreciado la autoridad y la tradición (sus motivos habría que irlos buscar en profundos desarreglos del alma, en lo que la religión ha llamado pecados capitales). Y esto ha llegado a tal gravedad que hoy se confunde "autoridad" con "autoritarismo", por lo que es oportuno recordar las lúcidas palabras de H. G. Gadamer: "la autoridad de las personas no tiene su fundamento último en un acto de sumisión y de abdicación de la razón, sino en un acto de reconocimiento y conocimiento: se reconoce que el otro está por encima de uno en juicio y perspectiva y que en consecuencia su juicio es preferente o tiene primacía respecto al propio".
 
Con el desdén y el desprestigio propagandístico que, desde la Ilustración revolucionaria, ha afectado a la tradición y a la autoridad (así como a la "autoridad de la tradición") los individuos, así como la sociedad en su conjunto, han perdido resolución práctica, los problemas que se han ido suscitando no han encontrado la contundente solución que el hombre antiguo era capaz de aplicar. La tradición, cuando lo es, forma un tipo humano mejor definido, con menos dubitaciones, con mayor seguridad (lo mismo en él que en su tradición), un individuo mucho más eficaz que cualquier filosofante que todo lo quiere someter a examen minucioso con su razón abstracta, en debates interminables que nada resuelven y más bien complican.

Bien supo ver esto Nietzsche cuando comentó: "La manera como en conjunto se ha mantenido en Europa el respeto a la Biblia es tal vez el mejor elemento de disciplina y de refinamiento de la costumbre que Europa debe al cristianismo: tales libros profundos y sumamente significativos necesitan, para su protección, una tiranía de la autoridad venida de fuera a fin de conquistar esos milenios de duración que se precisan para agotarlos y descifrarlos".
 
Lo que ha ocurrido en Europa, desde los siglos XVII-XVIII, es que se ha perdido toda referencia, los moldes en los que se formaba un tipo humano más integrado e íntegro han sido declarados obsoletos. La desintegración del hombre y la sociedad es justamente lo que le debemos a esas pedantes y funestas manías ilustradas y revolucionarias de cuestionar y rechazar la "autoridad" y la "tradición".
 
Pero todavía sigue pendiente la pregunta: ¿Qué decimos cuando hablamos de "tradición"? Como introducción por hoy está bien.
 
 
BIBLIOGRAFÍA:

Del Noce, Augusto, "Tradición e innovación" (Comunicación en la Convención de estudio del Comité Católico Docente Universitario, "Autoridad y libertad del devenir de la historia", 23-25 de mayo de 1969). Publicado en español en "Agonía de la sociedad opulenta", EUNSA, Pamplona, 1979.

Gadamer, Hans-Georg, "Verdad y método. Fundamentos de la hermenéutica filosófica", Ediciones Sígueme, Salamanca, 1991.

Nietzsche, Friedrich Wilhelm, "Más allá del bien y del mal: preludio de una filosofía del futuro", (traducción de Andrés Sánchez Pascual), Editorial Alianza, Madrid, 1992.