Andreas Hofer |
LO QUE ES TRADICIONALISMO
Manuel Fernández Espinosa
La supuesta contradicción entre la verdadera "tradición" y el verdadero "progreso" es una ficción demagógica: donde hay "tradición" hay progreso y no puede haber efectivo progreso sin tradición. Empero sí que es cierto que el "tradicionalismo" y el "progresismo" son posturas antagónicas e irreconciliables. Pero, ¿cuándo surgió el "tradicionalismo"?
La consecuente reacción a la Ilustración racionalista y revolucionaria fue el romanticismo. El tradicionalismo sería el esfuerzo teórico de restaurar los derechos de la "tradición" contra la "libertad abstracta" ilustrada que luego heredaría el liberalismo y llega a nuestros días. Al ser romántico, el tradicionalismo histórico reviste tanto las ventajas como los inconvenientes que van aparejados al romanticismo. Gadamer lo sintetiza magistralmente en "Verdad y método": "...el concepto de la tradición se ha vuelto no menos ambiguo que el de la autoridad, y ello por la misma razón, porque lo que condiciona la comprensión romántica de la tradición es la oposición abstracta al principio de la Ilustración. El romanticismo entiende la tradición como lo contrario de la libertad racional, y ve en ella un dato histórico como puede serlo la naturaleza. Y ya se la quiera combatir revolucionariamente, ya se pretenda conservarla, la tradición aparece en ambos casos como la contrapartida abstracta de la libre autodeterminación, ya que su validez no necesita fundamentos racionales sino que nos determina mudamente".
La experiencia de la revolución francesa y las guerras napoleónicas llevaron a muchos románticos, sobre todo alemanes y franceses, a realizar una desaprobación radical de la revolución y un esfuerzo intelectual por desmontar la estafa revolucionaria. Podrían haber simpatizado en los inicios de la revolución con algunas de las idílicas monsergas revolucionarias, pero los desastres de la guerra les devolvieron a la realidad, no sin acusar la conmoción que impulsó su rechazo, envuelto en la repugnancia que como hombres tradicionales sentían por la barbarie revolucionaria. Uno de ellos, menos conocido que los poetas y otros escritores, Adam Heinrich Müller (1779-1829), podía exclamar en esta pregunta retórica: "¿No radican todos los errores desdichados de la Revolución francesa en la ilusión de que el individuo puede salirse realmente de los vínculos sociales, y derribarlos y destruirlos desde fuera?". Como economista y político, Müller no podía dejar de plantearse el problema: con la Revolución francesa se había querido fracturar fácticamente el lazo social, en virtud de sofismas contractualistas: eran los efectos en la realidad de las especulaciones de Locke, Rousseau y los enciclopedistas.
Uno de los hermanos Schlegel, August Wilhelm (1767-1845), decía: "Toda poesía verdaderamente creadora sólo puede brotar de la vida interna de un pueblo y de las raíces de esta vida, de la religión". Y la vida interna de un pueblo y su religión eran tradición. Es un fenómeno que suele pasarse por alto el que constituye la cantidad de conversiones al catolicismo que se efectuaron entre los románticos alemanes. El catolicismo era todavía, en aquellos tiempos, un baluarte de la tradición y los tradicionalistas, pasados por las tribulaciones de la revolución francesa y las invasiones napoleónicas, recurrieron a la Iglesia católica. Aumentó el fervor en los que lo tenían apagado: los franceses; y condujo a la Iglesia católica a los que habían sido bautizados con aguas protestantes: los alemanes.
El tradicionalismo, no obstante, no dejaba de ser una reacción. Había venido a remolque de la revolución y, como más arriba nos recordaba Gadamer, había erigido la "tradición" como instancia irracional (no por ello menos abstracta) desde la que oponerse a la "libertad abstracta" ilustrada. El hombre no puede autodeterminarse -piensa consigo mismo el tradicionalismo-, puesto que el hombre pertenece a una corriente histórica que es su tradición: puede rechazar su tradición, pero con ello rechaza una gran parte de su ser y, como la experiencia había demostrado para aquellos hombres, el desorden individual termina creando desórdenes sociales.
El tradicionalismo -como vemos- es irreconciliable con el progresismo, contando con que calificamos como "progresismo" todo ese cajón de sastre y desastre que apila las ideas y tendencias más heterogéneas del racionalismo, la ilustración, el liberalismo político y económico, los socialismos, marxismos varios, feminismos y otras "ideas modernas" que tanto despreciaba Nietzsche; ideas que componen el progresismo y que tantas veces se autocontradicen entre ellas mismas. En un sentido lato (y muy inapropiado) se aplica el calificativo de "tradicionalista" a personajes que vivieron siglos antes de las conmociones que sacudieron Europa a caballo del siglo XVIII y XIX: Don Pelayo no era tradicionalista (no lo podía ser), el Cid Campeador tampoco lo era, tampoco lo serían los Reyes Católicos, ni Juan de Austria ni Felipe II: todos estos personajes históricos eran mujeres y hombres de la tradición, pero no pudieron ser tradicionalistas puesto que para serlo tendrían que haber visto cuestionado, destrozado y casi liquidado el mundo tradicional en que vivieron. Ni siquiera Andreas Hofer, el héroe antinapoleónico tirolés, fue tradicionalista: era un hombre tradicional que luchó por la libertad real de su patria y la defensa de sus tradiciones contra la agresión revolucionaria napoleónica; pero para ser tradicionalista tendría que haber hecho el esfuerzo intelectual que realizaron encomiablemente los tradicionalistas europeos del siglo XIX.
El tradicionalismo no es, ni mucho menos, una pasión por las antiguallas: eso es el dato más superficial que puede extraerse del romanticismo que empapa el tradicionalismo. La veneración por los trastos viejos (incluidas las instituciones obsoletas) no es propio del tradicionalista auténtico: si eso fuese así poca diferencia habría entre un "tradicionalista" y una de esas pobres personas que, por sufrir el síndrome de Diógenes, acumulan basura. En un sentido fuerte, el tradicionalismo fue la respuesta de los románticos al mundo facturado en los pensatorios de la Ilustración. Su fuerza más aprovechable reside en la reivindicación del orden tradicional, en reclamar la restauración de lo perdido, tras el naufragio francés con la revolución y los estragos napoleónicos. Es lo que le debemos a los románticos, pero la actitud del tradicionalista tiene que ir más allá de una bucólica imagen de Arcadia. Y para eso es menester saber lo que es tradición y distinguirla de otras cosas que proclaman su nombre y no lo son.
Continuará...
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