Manuel Fernández Espinosa
Una ideología (dígase la “de
género”) no se combate con otra ideología. Una ideología es, a fin de cuentas,
una filosofía política popularizada, simplificada, generalizada, dramatizada,
sacralizada y utópica… Y eso, hablando en plata, es un fraude. Es obvio que si
pretendiéramos eliminar un fraude con otro fraude estaríamos solucionando
falsamente el problema. Toda “ideología” se hace, en el mejor de los casos, sin
contar con el mundo real, cuando no contra el mundo real: es un afán de forzar
el mundo real, la naturaleza y la sociedad tradicional, a ser lo que no es, y
por odio a la forma que presenta, la ideología trata de convertir la forma de
esos planos en su contraforma. Así el marxismo. Así la “ideología de género”.
Contemos una anécdota: el egregio filósofo idealista Hegel exponía un día en
clase su sistema filosófico, ante un auditorio de atentos alumnos. En su
sistema todo cuadraba, todo estaba en un perfecto orden lógico, tan característico
del genio alemán. Al término de la explicación, un alumno levantó la mano y
dijo: “Profesor: Eso que usted nos ha
demostrado está muy bien, pero el mundo no es así”. El profesor Hegel
contestó: “Pues peor para el mundo”.
Para
configurar idealmente un mundo imaginario el ideólogo despega del mundo real
–no valoremos ni sus motivos ni sus pretensiones: él piensa que así como él
dice nos iría mejor a todos. Si esto fuese tal que así, no debiera preocuparnos
la actividad intelectual del ideólogo; al fin y al cabo, pudiéramos pensar,
todo lo ideológico transcurre en los “gabinetes intelectuales” de esa casta de
idealistas, reformadores y revolucionarios. Pero, desde que Carlos Marx afirmó
que lo que importaba no era “teorizar” sobre el mundo, sino “transformarlo”, la
cosa cambia de color. La ideología -que pudiera quedar en el limbo de las
propuestas- se torna ahora en creciente presión mediática, en vertiginoso
cambio ambiental y, hostilmente, los paladines de la ideología combaten las
formas tradicionales de estar en la realidad: es entonces cuando la ideología
nos afecta y llega el momento de definirse: o la aceptamos con lo que ello
comporta o reaccionamos contra su expansión agobiante. La ideología no consiste
en un elenco de ideas inocuas que piensan dos, tres o cuatro personas; hay
seres humanos, muchedumbre de tales seres, que persuadidos de hacer lo mejor o
por las razones que fueren la sirven y, con ella en la mano, tratan de darle
forma al mundo según dictan las recetas enunciadas en el vademecum ideológico.
Eugenio d’Ors nos advirtió: “Las leyes
son normas pero no dejan de ser armas”. El político que asume una
ideología, emplea –bien lo sabemos- las leyes como armas, para imponernos las
formas de vida de esa ideología, coaccionando con la amenaza de la sanción.
Cuando las leyes-normas atentan contra la dignidad del hombre –ocurre con harta
frecuencia cuando hay una ideología de por medio-, la reacción no puede ser
otra que la rebelión contra esas leyes-normas.
Pero
a la ideología, para concretarse en la realidad no le bastan los códigos
legislativos. Es tanto más eficaz en la medida en que es aceptada en las formas
de vida cotidiana. De lo invisible, teórico y ajeno a nuestras vidas, pasa a lo
visible: así se cumple la sentencia de William Blake: “What is now proved was once only imagin’d”: Lo que hoy es evidente, fue
una vez imaginado.
Y
aquí es donde mejor podemos y debemos combatir a la ideología: en lo visible,
para arrinconarla a lo invisible de donde mejor no hubiera emergido nunca. A la
ideología que se nos trata de imponer actualmente hay que vencerla en el
terreno en que ella campa gustosa: el campo de las tendencias estéticas que
configuran el ambiente mismo, el cotidiano vivir, el mundo real en que nos
movemos, que va conformándose sin nuestro consentimiento muchas veces, pero
indiferente a nuestras quejumbres, en tanto que no somos capaces de otra cosa
que de quejarnos.
La
ideología de género, decíamos en su momento, quería sumir en un indiferentismo
contranatural la división de los sexos, multiplicando los géneros, según las
“opciones de relación sexual”, y pese a lo aberrantes que estas fuesen; por
eso, a tal fin aplica su denodado empeño en “desfeminizar” a la mujer, en
paralelo a la desvirilizacion que lleva a cabo en el varón: proliferan la
“mujer virago” y el “hombre amanerado”, y de ahí las modas que apuestan por una
androginia predominante en el vestir, en el peinarse y en el comportarse.
La
solución en este campo, el más visible y, por ello mismo, uno de los más
urgentes, bien podría ser el retorno a modas en vestuario y hasta peinado que
resalten y remarquen justamente lo femenino en la mujer y lo masculino en el
hombre; tampoco descartemos la reinvención de modas que enfaticen lo que
decimos, cuanto ganaríamos en esta lucha si existieran diseñadores y
diseñadoras de moda con una orientación recta que no viciaran las tendencias.
De hacerse esto así, la autoafirmación de los dos sexos visible y patente,
muchas otras facetas de la vida ordinaria adquirirían la normalidad que están perdiendo
aceleradamente. Y lo que a simple vista parece minúsculo pudiera ser el
antídoto contra el desvanecimiento de la “mujer femenina”, cuya vocación, como
excelentemente determinó el magisterio de Juan Pablo II se concreta en dos vías
capaces de depararle su felicidad tanto natural como sobrenatural: “la maternidad y la virginidad por el reino”:
y, qué casualidad, precisamente eso es lo que la “ideología de género” pugna
por abolir en la mujer. La ideología de género se muestra así, vulnerando en
primer término a la mujer, como perfecta enemiga de la felicidad humana,
enemiga de la felicidad del hombre y de la mujer tanto en la tierra como en el
cielo.
Dijimos
arriba que no combatiríamos la ideología de género con otra ideología.
Proponemos combatirla, primeramente, desde la estética. Creemos haber cumplido,
pero seguiremos.
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