"Escena de combate naval de la guerra hispano-americana"
Luis Gómez
De todos
es conocido lo que ocurrió en Cuba en al año 1898. Los norteamericanos yanquis, un país
joven y lleno de riquezas, querían protagonismo a nivel mundial. Despertaban en
él sus ansias imperialistas, y para conseguirlo, qué mejor que retar a España,
nación vieja y gloriosa donde las haya, pero que en aquellos aciagos años de
finales del XIX no era sino una cómica caricatura de lo que antaño había llegado
a ser.
Dispuestas
las cartas sobre el tablero de juego, la provocación yanqui llega a su máximo
apogeo. Pretende provocar un conflicto diplomático, buscan una excusa para
poder declarar la guerra a España y arrebatarnos así Cuba y Antillas españolas.
Destruyen
deliberadamente su propio buque, el Maine, y hacen creer que el acto de
sabotaje ha sido producido por los españoles. Los periódicos sensacionalistas
norteamericanos, encabezados por Randolph Hearst, avivan la polémica en suelo
norteamericano suscitando así el odio hacia España y todo lo que ella
representa. La celada estaba servida, y toda un potencia emergente, con un
poderío armamentístico muy superior en material (en calidad humana y en valor,
jamás los ejércitos americanos han estado a la altura de los españoles) parten
para Cuba, para tomar su “injusta venganza”.
El
almirante Cervera, con la escuadra española allí fondeada, recibe la orden de
salir al encuentro. Es un acto suicida. No hay esperanzas. Así lo saben los que
capitanean los buques. Pero órdenes son órdenes y, en Madrid, una corte de
políticos miopes y petulantes, sacrifican lo mejor de nuestro pueblo -sus
hombres-, en aras de un patrioterismo rimbombante, vacío e hipócrita.
Toda la
escuadra española es bombardeada a placer por los americanos. Es una “caza de patos”. No hay posibilidad
alguna para soñar con el triunfo. La derrota es total. Los USA se enseñorean de
su triunfo.
En
aquella triste jornada, el buque de la Armada española, el "Oquendo", es bombardeado
y destruido. A su mando estaba el capitán Juan B. Lazaga. Con anterioridad a su partida, rumbo a tan
triste jornada, esto dijo a las personas y familiares
congregados en el Puerto de San Fernando:´
"El Capitán del Oquendo Sr. D. Juan Lazaga y Garay"
"Prometo, como hombre honrado,
como español y como marino, que aun á costa de mi vida sabré defender el honor
de España. Ignoro lo que la suerte me tendrá designado; vamos á pelear contra
una nación poderosa y ensoberbecida con sus riquezas; somos infinitamente más débiles
que esos hombres falaces, en cuyo reto á nuestro país no veo el arranque noble
del amor hacia su patria, sino la evidencia de su superioridad material; pero
no importa... Sea cual fuere el resultado del primer encuentro, juro no arriar
el pabellón español, y demostraré á ese enemigo odioso que los hijos de esta
tierra hidalga saben morir antes que rendirse".
Una
revista militar española de la época recogía así el triste final de nuestro
héroe:
“Ignoramos
qué Jefes fueron los que en el Consejo preliminar que se celebró á bordo del
buque almirante optaron por salir de la rada de Santiago, y quiénes los que
opinaron que debían continuar en aquel statu
quo hasta ocasión más propicia; pero eso es lo de menos: dada la orden,
no hubo vacilación alguna por parte de ningún marino, desde los Comandantes
hasta el último marinero.
¡Supremo debió ser el momento en que las proas de
los barcos españoles, enfilando la entrada de la bahía, salieron á la mar
libre, en pleno día, á ponerse frente á una Escuadra muchísimo más poderosa por
el número y por el alcance y calibre de su artillería!
De hechos tan heroicos registra la historia muy
pocos... Tal vez sea el único, dadas las condiciones en que unos y otros
combatientes se encontraban. Fuera de la rada los barcos de Cervera, recibieron
un verdadero diluvio de proyectiles; muy pronto abriéronse en el casco del Oquendo tremendas vías de agua, al
mismo tiempo que estalló á bordo un espantoso incendio producido por las
granadas hechas al efecto, y
que los yanquis utilizan en todas ocasiones. El Comandante Lazaga, sin
abandonar el puente de su buque, oyendo silbar las balas en torno de su cabeza,
contemplando aquella desolación, aquel horrible espectáculo, comprendió que
todo esfuerzo humano sería impotente para evitar la catástrofe, y que si antes
de morir no tomaba las necesarias providencias, su buque, en el que seguía
enarbolada la española bandera, caería en poder del enemigo...
Formuló sus últimas órdenes, disponiendo que se
rociara de petróleo el Oquendo para
avivar las llamas que le envolvían, puso proa hacia la costa y se pegó un tiro.
¡Dios, que lee en los corazones y que es infinitamente sabio para juzgar los
actos humanos, habrá acogido en su seno el alma del heroico marino!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario