RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

martes, 4 de febrero de 2014

"A DIOS POR RAZÓN DE ESTADO"

 
 
UN AUTO SACRAMENTAL
DE 
DON PEDRO CALDERÓN
DE LA BARCA
Representación escultórica de San Dionisio Areopagita
 
Por Manuel Fernández Espinosa
 

 "A Dios por razón de estado" es un auto sacramental de D. Pedro Calderón de la Barca. El título induce a pensar en el concepto maquiavelista de "razón de Estado". Maquiavelo no fue, en modo alguno, el primero pero sí que fue el más explícito a la hora de convertir la religión en un instrumento, más o menos apto, para la finalidad política de fundar, conservar y ampliar un dominio (político-social y territorial). Desde Maquiavelo la "razón de Estado" se convierte sin tapujos en la directriz y el criterio supremo desde el que se pretende legitimar cualquier acción política (aparcando la moral y haciendo del éxito político el fin que justifica los medios). Esto se hizo en el Renacimiento, en virtud de un criterio pragmático, cuando se arrinconaron como obsoletos los principios e ideales bajo los que se había regido el caballero medieval. "El fin justifica los medios" ha pasado a ser frase proverbial del acervo popular, atribuida a Maquiavelo (aunque durante años he tratado de hallarla en los escritos de Maquiavelo sin mucha fortuna). Pero la conclusión es cierta: el teórico florentino termina afirmando que la "razón de Estado" justifica cualquier acción política, siempre que tenga como fin: 1. La fundación (Rómulo mató a Remo para fundar Roma); 2. La conservación (Bruto mató a sus propios hijos que conspiraban contra la flamante República romana) o 3. La grandeza (Fernando el Católico y la expansión del Reino de Aragón).

Stephen Rupp (en su ensayo "Allegories of kingship: Calderón and the anti-Machiavelian tradition") repara en este auto sacramental calderoniano titulado "A Dios como razón de estado" y entiende que se trata de una de las obras a considerar como producción dramatúrgica antimaquiavélica, que se inscribe en la fecunda tradición hispánica contra Maquiavelo (baste mencionar el clásico "Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados. Contra lo que Nicolás Machiavelo y los políticos de este tiempo enseñan (Madrid, 1595), que debemos a la péñola del Rvdo. P. Pedro de Rivadeneira, de la Compañía de Jesús). Pero el auto sacramental calderoniano que aquí abordamos ("A Dios por razón de estado") no es un tratado político, como el del P. Rivadeneira. ¿Qué es lo que puso Calderón sobre las tablas y frente a nuestros ojos?

En este drama, hay una superposición de planos. En primer lugar, los personajes que intervienen tienen, como manda la tradición dramática del auto sacramental, una dimensión alegórica (que se remonta al poeta hispano-romano Aurelio Prudencio, nacido en Calahorra el año 348 d. C. y fallecido alrededor del año 410 d. C.): así personajes de la obra calderoniana que nos ocupa, como el Ingenio, el Pensamiento, la Gentilidad, la Sinagoga, África, el Ateísmo, la Confirmación, la Penitencia, la Extremaunción, el Orden Sacerdotal, el Matrimonio, la Ley Natural, la Ley Escrita, la Ley de Gracia. Pero, por otra parte, hay dos personajes que sí que tienen una dimensión histórica fáctica: San Pablo de Tarso, que a su vez (también) personifica la conversión y otro personaje más que, a lo largo de toda la obra, es presentado como el Ingenio, pero que puede reconocérsele, siguiendo la mentalidad de la España de Calderón, tan familiarizada con la piadosa tradición eclesial, con no otro que San Dionisio Areopagita.

En "A Dios por razón de Estado", donde pone "Ingenio" podemos poner "San Dionisio Areopagita". Fue éste, según se creía en tiempos de Calderón, aquel discípulo de San Pablo al que se refiere el Nuevo Testamento (Hechos de los Apóstoles 17, 34) y segundo obispo de Atenas. Calderón nos lo presenta en el Areópago, en el mismo momento en que tiene lugar la crucifixión y muerte de Jesucristo en el Gólgota, cuando se produce el terremoto que hace exclamar al sabio Dionisio, todavía pagano: “Que el Mundo expira, o su Hacedor padece”; la tradición afirmaba que esta experiencia había sido la que impulsara a Dionisio a buscar sinceramente a Dios. Desde ese momento, sin poder admitir por razonamiento filosófico el politeísmo que le ofrece la Gentilidad, Dionisio (el Ingenio en la obra calderoniana) emprende la aventura de buscar a Dios. El personaje del Pensamiento supone un contrapunto, a veces con ribetes de “gracioso”, que acompaña al Ingenio. Es oportuno advertir que el personaje del Pensamiento es presentado por Calderón como algo que nada tiene que ver con lo que pudiéramos suponer un responsable y concienzudo ejercicio de la Razón, sino más bien con algo que no se detiene, como si de un flujo mental se tratara, condenado a la dispersión, de tal manera que, en uno de los coloquios dramáticos, cuando el personaje "Ingenio" (=Dionisio Areopagita) le ordena detenerse al personaje "Pensamiento", alega éste al "Ingenio":

“Si eres tan necio
que haces pretensión de que
se detenga el Pensamiento,
¿cómo de sabio blasonas
y altivamente soberbio
Ingenio te llamas?”

El Ingenio reconoce que el Pensamiento es libre y, por eso mismo, contraviene la voluntad del Ingenio, mucho más ponderado. El Pensamiento interviene bajo el signo de la indocilidad, sin estar dispuesto a someterse a ninguna otra instancia que la de saltar de aquí allá. El Pensamiento es, en esta obra, algo que más se asimila a la imaginación (y, como tal, una actividad voluble, inconstante, inestable). Podría llamársele al Pensamiento como Santa Teresa dijera de la "Imaginación": es la loca de la casa.

Prosiguiendo el argumento del auto sacramental, digamos que, tras el catacalismo que vive en Atenas, el Ingenio (San Dionisio) se pone a buscar la razón de tal cataclismo: el paganismo de los gentiles no logra convencerlo y así es como el Ingenio y el Pensamiento parten a la búsqueda de Dios.

Al primero que se encuentran es al Ateísmo –geográficamente localizado en el Nuevo Mundo, todavía no colonizado por los españoles e identificado con los indígenas americanos. El Ateísmo, personaje alegórico, no puede satisfacer a los viajeros, por lo que estos lo dejan atrás para venir a encontrarse con África, otro personaje alegórico que representa en el auto sacramental la geografía y la humanidad que se han islamizado. El Ingenio y el Pensamiento tienen que pasar de largo, no sin anatematizar las malas costumbres y las contradicciones que repugnan a la Razón perseverante del Ingenio. Es entonces cuando se hallarán con la Sinagoga –alegoría del judaísmo, del pueblo elegido del Antiguo Testamento y, por ende, pueblo deicida. El momento en que el Ingenio y el Pensamiento topan con la Sinagoga es cuando ésta comisiona al todavía fanático fariseo Pablo de Tarso a perseguir a la comunidad cristiana de Damasco. Lo que es absoluta indiferencia (natural hasta la animalidad) del Ateísmo; lo que es vicio y superstición del mahometanismo... En la Sinagoga deicida es maldad en estado puro: su protervia le impide admitir que ha cometido el peor de los crímenes, el de crucificar a Jesucristo por no reconocer en Él al Mesías que anunciaban los profetas veterotestamentarios. La Sinagoga amenaza al Ingenio cuando éste le discute su fanatismo deicida. Tras separarse, el Ingenio y el Pensamiento se encuentran con Pablo que ha sido derribado del caballo camino de Damasco, lo asisten y es entonces cuando logran llegar a la meta que se propusieron.

En el tramo final del auto sacramental se nos ofrece una apoteosis de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana y todo queda explicado para el público que en aquel tiempo tanto gustaba del teatro. Se descorren los velos y es entonces cuando se asiste a la comprensión de la pedagogía divina por la cual Dios nos ha ido conduciendo, para redimirnos, desde la caída de nuestros primeros padres hasta otorgarnos la Ley de Gracia, para llegar a la cual nos dio primero la Ley Natural y después la Ley Escrita (el Decálogo) que se perfeccionan en la suprema Ley de Gracia contenida en la Iglesia Católica con sus Siete Sacramentos.
 
La escenografía es todo un monumento barroco: “una fuente, cuyo remate será hostia y cáliz, y alrededor los siete sacramentos, teniendo cada uno en la mano una cinta blanca, como caños que salen de la hostia)" -se nos dice en una acotación escénica. Esta imagen había sido empleada por el dominico Fray Luis de Granada (1504-1588), cuando escribió sobre los Sacramentos que son estos: "unos celestiales instrumentos y medios por donde se nos comunica la divina gracia y unos caños que se derivan de la fuente del costado de Cristo...". En el auto, los Sacramentos tomarán la palabra y declaran cuándo fueron instituidos por Jesucristo Nuestro Señor.

Pero la Sinagoga porfía en su protervia; ni por todo aquello que está contemplando puede convertir su corazón a Dios y dice en su maligna soberbia anticristiana:

“Primero que yo lo crea
veré al mundo fallecer
con mayor ruina, que cuando
le vi expirar”.

El judaísmo y el mahometanismo no dan su brazo a torcer. El Ateísmo y la Gentilidad (los pueblos ateos o paganos, todavía no evangelizados) sí son capaces de convertirse. Sin embargo, Pablo profetiza que la Sinagoga y el mahometanismo serán reducidos:
 
“cuando el mundo venga a ser
sólo un pastor y un rebaño”.

La conclusión del auto sacramental la confirman los personajes que dicen a coro:

“que debe el ingenio humano
llegarlo [a Cristo] a amar y creer
por razón de estado cuando
faltara la de la fe”.

Como podemos comprobar el esquema maquiavélico queda invertido magníficamente por Calderón de la Barca que, con esta obra vuelve a demostrar ser el más capaz de los literatos teológicos y el campeón de la propaganda tridentina de nuestro Siglo de Oro. La belleza de los símbolos operantes, la grandeza de los raciocinios (que por no abusar del lector no hemos considerado detenidamente), la majestad de la conclusión donde asistimos maravillados al Triunfo de la Iglesia Católica sobre la naturaleza grosera del politeísmo y el ateísmo, sobre la porfiada negación de la verdad en judíos.

Y Maquiavelo queda reducido al ridículo. La religión no es (como Maquiavelo dijo) un instrumento para la política; es todo lo contrario, la Política es la que debe sujetarse a la religión, siendo la Política el instrumento de la Religión. Y esto se impone incluso cuando los políticos no puedan gozar de la gracia de la Fe: por "razón de estado" cuando falte la fe. Queda trazado así el más perfecto de los programas político-teológicos hispánicos: ésta es la verdadera vocación de la Monarquía Hispánica que fue truncada por la acción perniciosa de las fuerzas de la revolución que por doquier enjambró Europa, quebrantando la Cristiandad. Esta es nuestra auténtica tradición, la de todos los pueblos hispánicos. La Tradición que hemos de recuperar del olvido para reanudarla.

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