Y SUS TAMBORES DE GUERRA
Manuel Fernández Espinosa
Se oyen tambores de guerra: la izquierda laicista toca zafarrancho de combate contra la enseñanza de la religión católica en la escuela pública: "...aunque realizaremos actos antes del verano, la gran batalla comenzará a partir de septiembre", así lo anunciaba Francisco Delgado, presidente de Europa Laica, (ESCUELA, periódico profesional de la escuela española, fundado en 1941, núm. 3.979, 11 de abril de 2013). Yo no sé al lector, pero a mí cada vez se me hace más insoportable la retórica belicista (gran batalla) que emplean gentes que gastando esa agresividad, van luego y, entornando los ojos hipócritas, vomitan por la boca sus vaniloquios sobre valores democráticos. Es de un sentimentalismo viscoso y me da asco, no soporto que intolerantes de este tipo pongan en su boca la palabra "tolerancia" (a manera de salvoconducto con el que cometer sus intolerancias). Verlos fruncir sus labios en pucheritos, cuando se habla de "paz", "tolerancia", "solidaridad"... Me parece una pantomima grotesca.
Pero así están las cosas. La crisis económica hunde a pique la sociedad de bienestar española, pero la izquierda siempre tiene la misma solución: la Iglesia es la culpable. Cuando el Imperio Romano de Occidente se desmoronaba, no faltaron patricios romanos que señalaron a la Iglesia católica como la culpable del saqueo de los godos: haber dejado de adorar a los viejos dioses paganos -se decían, supersticiosos- había traído como consecuencia ese "castigo". Para responderle a esa mojigata gavilla de paganos escribió San Agustín de Hipona una de sus obras más imperecederas: "De civitate Dei". En los tiempos presentes, la izquierda señala con el dedo otra vez a la Iglesia católica: como nuevos paganos supersticiosos que ven en la fe cristiana el principal enemigo de la sociedad. Ni un laicista de estos ha montado, solo o con sus conmilitones, un solo comedor social; pero con sumo gusto corren prestos a ponerse a la vanguardia de todo piquete que clausure los comedores y centros asistenciales cristianos.
La separación entre Iglesia y Estado es una realidad. Es otra cosa la que los laicistas anticristianos pretenden, aunque dudo mucho que sean capaces ni siquiera de advertirlo por sí mismos. Lo que a ellos les hace echar espumarajos por las fauces no es que la Iglesia y el Estado puedan estar confundidos. No hay alianza entre Trono y Altar, ni mucho menos. Hace tiempo que el Estado y la Iglesia no son lo mismo, aunque los laicistas viven siempre con un evidente retraso. Esa promiscuidad entre Iglesia y Estado pudo darse en algún momento de la historia (que tampoco lo creo), pero actualmente no sucede. ¿Qué es lo que buscan entonces, si Estado e Iglesia están separados?
Lo que los laicistas no pueden tolerar es que la Iglesia esté entreverada en la sociedad. Por eso hacen tronar las trompetas para entrar en batalla. Los laicistas patalean cuando ven que un niño se persigna; les da taquicardia, cuando sale una procesión; les da el Baile de San Vito si ven que una calle lleva el nombre de un santo; les salen erupciones cutáneas si oyen tañir las campanas de un templo cristiano... Y, cuando comprueban que la sociedad todavía sigue siendo cristiana, se acuerdan de Santa Bárbara. En fin, ¿es o no es así? Es así, tal y como digo. Que se dejen de milongas, por lo tanto, y le llamen a las cosas por su nombre: que no confundan el Estado y la sociedad. El Estado español puede ser aconfesional, incluso podría llegar a ser algún día laicista. Pero la sociedad española, pese a haber sido víctima de un ambicioso proyecto de descristianización, sigue siendo cristiana a duras penas, a trancas y barrancas. Y eso es lo que no soportan estos laicistas.
Es un problema de impaciencia y de inadaptación: su utopía social tarda en llegar. Se ha depauperado, convirtiéndose de "paraíso en la tierra" en una "sala de espera" sin crucifijos. Esa utopía en la que están soñando es tan pobre que se ha reducido al delirio de una sociedad sin cristianismo. Y se enfadan, como un niño caprichoso al que no le salen las cuentas. En una sociedad con dos mil años de tradición cristiana, los laicistas son eso: unos inadaptados.
Escribía Julio Camba, alguien que no es sospechoso, precisamente, de integrista católico: "Si en un país católico separa usted la Iglesia del Estado, a quien perjudicará usted será al Estado y no a la Iglesia". Podríamos parafrasearlo, para esta ocasión hodierna: "si en un país católico separa usted la Iglesia de la sociedad, a quien perjudicará usted será a la sociedad".
Y si no se lo creen, que vayan a preguntárselo a la sociedad; y por sociedad me refiero a todas las familias que, no hallando un plato de comida ni ropa, van a recogerlos a la Iglesia.
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