En los anteriores artículos del “Discurso a la juventudes de España” de Ledesma Ramos analizamos su interpretación de la historia de España y los problemas de la juventud nacional ante la realidad del año 1935.
En esta tercera parte dedicaremos el esfuerzo en desentrañar cuales son los “ESQUEMAS ESTRATÉGICOS” que nuestro personaje ve esenciales para lograr la ansiada conquista del Estado y el papel que las juventudes españolas jugarán para hacerlo realidad.
RAMIRO LEDESMA RAMOS Y
EL DISCURSO A LAS JUVENTUDES DE
ESPAÑA (III)
Por Luis Castillo
Ledesma considera que hay algo ineludible en su tiempo: la acción. Se refiere a la acción política, al cual pasa a ser una necesidad insoslayable para la revolución nacional española que propone.
¿Qué finalidad tiene la “acción política” para
Ledesma? Una doble: “apoderarse de las
zonas rectoras” y “acampar en el seno
mismo de las eficacias populares, en el torbellino real de las masas”. Es a
dicha acción a lo que debe someterse la juventud. Todo lo demás –el saber
científico, religioso, deportivo…- carece de importancia real si no se consigue
una conquista del poder con “rapidez y
urgencia” ante la coyuntura que vive la Patria. Es decir, hay que
desmantelar el sistema político vigente de forma prioritaria y “reducir a cenizas la política partidista,
mendaz y urdidora de desastres”.
Ledesma lo tiene claro. La gran empresa de la
juventud no es otra que acabar con el régimen y para ello no se puede caer en
el apartamiento de los acontecimientos que vive la nación. De hecho acusa a
quien ignore esta misión propia de “imbéciles
y castrados”. Se comprende, pues, que no contempla otra cosa que un asalto
al poder definitivo e inmediato. Aún no gobierna el Frente Popular sino el
gobierno radical-cedista, pero Ledesma no encuentra diferencias esenciales
entre las izquierdas y las derechas. Estas no han sabido aprovechar la
oportunidad que se les presentaba cuando en noviembre de 1933 vencieron en las
urnas.
Pero la acción política en sí misma no es válida ni
eficaz. Que dicha acción tenga unos frutos depende de algo fundamental como es
la “acción directa”. Observamos en Ledesma con nitidez ese perfil soreliano con
dicha táctica que clarifica paulatinamente como ha de producirse.
Entiende que la juventud le da a la acción directa
un sentido nacional y humano y que ellas representan la lucha contra los “valores parásitos”. Además considera
que ello supone su liberación del mito parlamentario y la erradicación de la
idolatría demoliberal con la consiguiente aparición de algo que cree capital:
una minoría rectora.
Pero lejos de caer en vulgaridades, Ledesma aclara
que la acción directa no es simple violencia gratuita por capricho. Eso sería
más propio de gamberros. Aquí lo que se está jugando es el futuro de la Patria,
por lo que la acción tiene que estar sustentada sobre una triple justificación:
una moral de ruptura, una necesidad imperiosa de defensa frente a los enemigos
y como demostración y capacidad de los
hombres que han de lograr la revolución nacional.
En opinión de Ledesma, como se señaló anteriormente,
esa erradicación de los mitos de la democracia liberal no tiene más remedio que
dar lugar a la aparición de una minoría rectora que dirija los destinos
nacionales. Esa minoría es la única que puede guiar los intereses patrios. No
son, pues, las papeletas ni las urnas quienes dan los caudillos o conductores
de pueblos eficaces en las horas decisivas. Es la propia revolución nacional
quien dará esos hombres para llevar el timón del Estado.
Ledesma no cree que la democracia burguesa pueda
erigir a un líder o una minoría dirigente. No pueden ser ni los partidos ni los
hombres tibios que militan en organizaciones parlamentaristas. En las
situaciones de urgencia solo pueden ser “hombres de entereza probada, de fidelidad
probada y de angustia profunda y verdadera por el destino histórico del pueblo y
la Patria”.
¿Quién puede ese conductor? Solo un hombre de
milicia para Ledesma. Y no se refiere a los militares burocratizados y
pacifistas que viven del régimen burgués y democrático. Tampoco pueden serlo
los políticos profesionales a los que califica de leguleyos. No. Los
conductores son “hombres sin la más
mínima capacidad para el temblor, para el fraude y para la miopía histórica”.
Esos hombres los extraen las masas de su propio
seno. Pero no una masa cualquiera. La masa es peligrosa y se convierte en horda
si no tiene una dirección clara. Por ello las masas han de estar
nacionalizadas, incorporar esa angustia nacional.
Pero Ledesma no pretende caer en confusionismos. No
es un problema de mayorías lo que existe y establece una diferencia de “místicas”,
al igual que como vimos en la anterior entrega diferenciaba entre “morales”.
Señala que existe una “mística de las masas” y una “mística de las mayorías”.
Para él estas últimas no pueden realizar la revolución. Es “inadecuado e infantil” que se le plantee esto a quienes han de
ejecutar una revolución. Y aquí de nuevo Ledesma destroza el mito de las urnas.
Considera que la mayoría, por el hecho de serlo, no
puede ser depositaria del destino de la Patria. Es un completo absurdo. Pero
además afirma que las mayorías no son necesarias ni precisas para el triunfo.
Eso sería propio de los sistemas demoliberales pero no para la conquista del
poder por la vía insurreccional.
En cambio las masas sí son vitales y necesarias. Entiende
que la distinción es total puesto que “las
masas pueden existir en torno a una bandera y en torno a una consigna, alcanzar
incluso la victoria, y ser sin embargo minoría. Semejante diferenciación es
necesaria hacerla con toda claridad desde la vertiente de la revolución
nacional. Esta tiene que vencer, no a costa de ser numéricamente mayoritaria,
sino a costa de la perfección, la movilidad, el esfuerzo y la combatividad de
sus masas”.
Por ello los patriotas que luchen por nuestra
liberación nacional pueden ser durante un tiempo prolongado minoría y no por la
presencia de enemigos hostiles –que los habrá y numerosos- sino por la
indiferencia o abstención de una porción considerable que no tienen que por qué
ser adversarias de una revolución nacional y que todavía se encuentran en un
espectro neutral. Quizás este factor determinante, el de aquellos que no se han
definido aún o que viven momentáneamente al margen, puedan dar ese plus que
necesita España para el cambio.
Ledesma no tiene más remedio que analizar cuál es la
realidad del pueblo español de una forma seria y sin cortapisas. Cree con
firmeza que hay fuerzas poderosas que se oponen a la revolución nacional. Pero
Ledesma entiende que al pueblo español contemporáneo no puede acusársele de
nuestra desdicha pues sería injusto. Condena con ello la acción marxista que
pretende aniquilar a un porcentaje de la población. Por ello la lucha contra
los marxistas ha de hacerse, como dijo en tantas ocasiones, en el plano de la “rivalidad revolucionaria” frente a sus
apetencias exterminadoras.
Ledesma muestra una empatía absoluta con los
españoles. No los responsabiliza de nuestra catástrofe. Todo viene ya de muy
lejos y ellos simplemente están viviendo una España que está deshecha desde
hace bastantes décadas. Tiene gran confianza en el pueblo español pues ni la
burguesía entera es una clase explotadora ni tampoco el proletariado está
netamente desnacionalizado. Hay que penetrar en todo el pueblo pues tanto unos
como otros necesitan “por igual de
liberación y auxilio”.
Evidentemente esto rompe con el mito marxista de la
lucha de clases de enzarzar a los hombres en un combate sin cuartel. Para él la
diferencia entre la revolución nacional y la revolución marxista radica en que
la primera es una lucha por la generosidad y la existencia misma de España como
pueblo libre e independiente de los manejos turbios; mientras que el marxismo,
en cambio, pugna por considerar todo a un pleito entre clases que reduzca la
nación a cenizas.
Vamos entendiendo el por qué no todas las revoluciones,
como el mismo Ledesma piensa, no tienen los mismos componentes e ingredientes.
Su rigurosidad al respecto es clara.
Pero ante todos estos esquemas que traza en el
Discurso nuestra figura presenta una cuestión espinosa para muchos patriotas.
¿Cuál ha de ser el papel de la Iglesia Católica? ¿Ha de interferir de algún
modo en la revolución nacional? ¿Es necesaria su participación, debe quedar al
margen o ha de ser excluida de la misma? Es muy interesante la reflexión que
Ledesma Ramos hace sobre la cuestión, aunque ello le costara alguna condena en
su día por la jerarquía eclesiástica y algunos elementos del régimen nacido el
1 de abril de 1939.
No tiene el zamorano recato alguno en abordar el
asunto. Sabe que es delicado, ya que la gran mayoría de los patriotas de su
tiempo son católicos fervientes pero señala que a la cuestión “hay que hacerle frente y obtener de él
consecuencias estratégicas”.
Como analizamos anteriormente Ledesma jamás reniega
del catolicismo como factor fundamental del nacimiento de España como Patria.
Negar esto sería un completo disparate y ratifica su postura de forma clarísima
en cuanto a la labor encomiable de la Iglesia y la religión católica. Sobre el
particular dice que “La Iglesia puede
decirse que fue testigo del nacimiento mismo de España como ser histórico. Está
ligada a las horas culminantes de nuestro pasado nacional, y en muchos aspectos
unida de un modo profundo a dimensiones españolas de calidad alta. Es además
una institución que posee algunas positivas ventajas de orden político, como
por ejemplo, su capacidad de colaboración, de servicio, si en efecto encuentra
y se halla con poderes suficientemente inteligentes para agradecerlo, y
suficientemente fuertes y vigorosos para aceptarlo sin peligros”.
Su reconocimiento como puntal de España como Patria
y de nuestro pasado está fuera de toda duda, indicando que la Iglesia siempre
ha tenido una capacidad fiel de colaboración.
El famoso cliché de un Ledesma anticatólico, pagano y enemigo de la fe queda
anulado cuando señala rotundamente que “Parece
incuestionable que el catolicismo es la religión del pueblo español y que no
tiene otra. Atentar contra ella, contra su estricta significación espiritual y
religiosa, equivale a atentar contra una de las cosas que el pueblo tiene, y
ese atropello no puede nunca ser defendido por quienes ocupen la vertiente
nacional. Todo esto es clarísimo y difícilmente rebatible, aun por los extraños
a toda disciplina religiosa y a toda simpatía especial por la Iglesia.”
Podríamos resumir, atendiendo a sus palabras, la cuestión en que la Iglesia
y la religión católica son parte de España desde que esta surge. Tiene un gran
afán de servicio que otrora resultó decisivo. El catolicismo es la religión de
los españoles y atacarla significa hacerlo contra el mismo pueblo español y
esto jamás puede hacerlo un patriota
aunque estos no sean creyentes. Sabemos bien que él no lo fue pero entiende que
caer en semejante despropósito es escupir sobre nosotros mismos, hacia algo a
lo que pertenecemos en mayor o menor medida.
Sin embargo Ledesma entiende que hasta ahí ha de llegar la interferencia del
catolicismo propiamente dicho en la revolución nacional. Si se traspasa puede
peligrar hasta la propia revolución. Y lo explica con sumo detalle. Para
construir una doctrina nacional los patriotas católicos deben adherirse a ella
y servirla no por católicos sino por patriotas y españoles. Caben dentro de esa
revolución gentes no confesionales. Lo que se juega en España en esos momentos
es una empresa histórica de carácter temporal y la Iglesia ni la pretende
emprender ni debería permitírsele hacerlo. Ha de ser obra de los españoles por
el hecho de serlo no por algo que además sean.
Ledesma sigue penetrando en la cuestión y señala algo que dolerá
tremendamente a una parte del clero de la época. “Algún
día la unidad moral de España era casi la unidad católica de los españoles.
Quien pretenda en serio que hoy puede también aspirarse a tal equivalencia
demuestra que le nubla el juicio su propio y personal deseo.”
La rotundidad de estas palabras podrán parecer inexactas y hasta incluso
ofensivas para muchos. Probablemente pueda que sí, pero hay que formularse algunas
preguntas. ¿En realidad Ramiro Ledesma no dice la verdad en parte? ¿No se había
ido dilapidando esa religiosidad de los españoles a lo largo del siglo XIX?
¿Qué decir ya de primeros del siglo XX? Ledesma no exhorta a que los españoles
dejen de creer. Él se encuentra en unos años donde una parte nada desdeñable
del pueblo español no es católico o es indiferente. Sencillamente analiza una
realidad de su tiempo y es que amplias capas de los españoles carecen de fe
religiosa. Aun así, a diferencia de nuestros días, la inmensa mayoría de los
españoles si eran fervientes católicos pero Ledesma –no olvidemos este detalle-
nos está hablando de estrategia. Y lo primordial no es otra cosa que despertar
el fervor nacional del pueblo español. Teme si no una nueva lucha decimonónica,
trasladada al siglo XX, por cuestiones religiosas como había afirmado en su
análisis histórico en la primera parte del Discurso. Por ello afirma que “La revolución nacional es empresa a
realizar como españoles, y la vida católica es cosa a cumplir como hombres,
para salvar el alma. Nadie saque, pues, las cosa de quicio ni las entrecruce y
confunda, porque son en extremo distintas. Sería angustiosamente lamentable que
se confundieran las consignas, y esta coyuntura de España que hoy vivimos se
resolviera como en el siglo XIX en luchas de categoría estéril."
Ledesma concluye esto con una frase que ha sido considerada lapidaria: “Hay muchas sospechas — y más que sospechas —
de que el patriotismo al calor de las iglesias se adultera, debilita y carcome”.
Esta frase le valdrá al teórico nacionalsindicalista el sambenito de
anticlerical y de enemigo de la Iglesia. Pero cuando se emprende con rigor una
obra o la figura de un personaje hay que profundizar y analizar el contexto que
le rodea. ¿Quién está en esa pugna estéril del XIX con una política de tales
características? Sin decirlo explícitamente se está refiriendo a la CEDA a la
que Ledesma siempre combatió duramente por su tibieza en lo nacional. Son los
elementos que forman parte de ella, su líder Gil Robles y su portavoz
periodístico El Debate de Ángel Herrera Oria –que años más tarde será ordenado
sacerdote, llegando a ser obispo de Málaga y cardenal-, a los que se les podría
aludir un clericalismo desmesurado –también
José Antonio llegó a achacarles algo parecido- y que habían en su día, en el
caso de Herrera Oria precisamente, acusado a Ledesma de “hegeliano empedernido”.
No obstante hombres destacables de la jerarquía de la Iglesia condenaron esta parte de su obra por inapropiada (el Cardenal Gomá) y hasta digna de ser lanzada a la hoguera (el Padre Teodoro Toni). Ledesma quedaría para siempre como el gran “hereje” del patriotismo español. Pese a que tuvo amistades de sacerdotes que militaron en las JONS o colaboraron en La Conquista del Estado –caso de Téofilo Velasco y Félix García Blázquez- es cierto que el filósofo tuvo escasa simpatía por el clero y esto, guste o no, no puede ni debe negarse. ¿Le imputaremos por ello ser una especie de Atila contemporáneo como muchos han pretendido? No. Sencillamente fue agnóstico, respetó la tradición católica y creyó que las luchas religiosas no podían plantearse ni llevarse al terreno político puesto que las prioridades eran otras mucho más urgentes.
Una de esas prioridades para Ledesma es la incorporación de los trabajadores
a la lucha nacional. Es decir su nacionalización. Es indispensable esta meta
pues la adhesión de buena parte de la clase trabajadora a la revolución
nacional puede ser factor decisivo a la hora de la toma del poder.
Las juventudes tienen que buscar el apoyo de las clases populares,
asalariados y pequeños agricultores. No queda otra elección. Hay que sacar de
las clases trabajadores en todas sus capas firmísimos patriotas y
revolucionarios. Ledesma cree que la solución de sus problemas traerá consigo además
la solución de los problemas de España como Patria. De no ser así quedaría
mutilada tal empresa.
Señala además que a las masas trabajadoras les interesa este patriotismo.
Muchos de los males de España son similares a los que sufren aquellas y está
destinada a enarbolar en gran parte la bandera histórica que nos libere
considerando que “en las luchas contra el
imperialismo económico extranjero, por la industrialización nacional, por la
justicia en los campos, contra el parasitismo de los grandes rentistas, etc.,
la posición que conviene a los trabajadores es la posición misma del interés
nacional”.
Pero Ledesma no pretende engañar a la juventud ni engañarse a sí mismo. Sabe
que es difícil incorporarlas a un espíritu nacional brioso. El marxismo y el
anarcosindicalismo tienen una base proletaria sólida. Es la juventud la única
que puede tener éxito en conquistarlas para la causa nacional, con más
dificultades si cabe que en otros países, pues es realmente su sitio aunque no
lo crean. Aunque Ledesma confía plenamente en que pueden atraerse a un gran
número de proletarios eso no conlleva a caer en la anarquía y en utopías
absurdas propias del marxismo entregado por completo a la URSS. Las juventudes
deberán ser “implacables, severas, con
los núcleos traidoramente descarriados, que se afanan en dar su sangre por toda
esa red de utopías proletarias y por toda esa red de espionaje moscovita, que
se interpone ante la conciencia española de las masas y nubla se fidelidad
nacional.” Nada de internacionalismos, nada de extranjerismos, nada de
exotismos. La misión debe ser conducirlas a una lucha plenamente nacional y
patriótica. De salvación de España.
La invocación final de Ledesma a las juventudes demuestra que ellos son
quienes marcarán el destino de los españoles. No puede aplazarse porque es ya
consigna mundial ese deber de la juventud en el orden nuevo que se avecina.
Gracias a ella el marxismo ha sido aniquilado de toda Europa porque ha abrazado
la juventud europea la idea nacional. España no puede llegar tarde a la hora
decisiva. Es por ello que en esta invocación enérgica Ledesma les exige:
“La subversión histórica que se
avecina debe ser realizada, ejecutada y nutrida por vosotros. Disputando metro
a metro a otros rivales el designio de la revolución nacional.
Este momento solemne de España, en que
se ventilarán sus destinos quizá para más de cien años, coincide con la época y
el momento de vuestra vida en que sois jóvenes, vigorosos y temibles.
¿Podrá ocurrir que la Patria y el
pueblo queden desamparados, y que no ocupen sus puestos los liberadores, los patriotas,
los revolucionarios?
¿Podrá ocurrir que dentro de cuarenta
o cincuenta años, estos españoles, que hoy son jóvenes y entonces serán ya
ancianos, contemplen a distancia, con angustia y tristeza, cómo fue
desaprovechada, cómo resultó fallida la gran coyuntura de este momento, y ello
por su cobardía, por su deserción, por su debilidad?”
Aquí concluye el discurso a la juventud, pero no el “Discurso a las
juventudes de España” en sí. En la última entrega expondremos como Ledesma, de
forma genial, exprimirá todos los fenómenos que en los años treinta están en el
corazón de Europa y la necesidad de España de participar en ese pleito, de
forma ineludible, en sus dos famosas digresiones. Nos mostrarán la gran
capacidad y talento del personaje y sus extraordinarias dotes de analista de
los acontecimientos internacionales de su época.
Continuará…