LUISA DE CARVAJAL EN SU "ORÁN"
Manuel Fernández Espinosa
Más o menos un año después de vivir bajo el amparo de la embajada española en Londres, Luisa de Carvajal se decide a buscar una casa propia. Don Pedro de Zúñiga, a la sazón embajador, sintió mucho que Luisa se expusiera a tanto riesgo y trató de convencerla recurriendo a la peor amenaza para ella, la de vetarle el paso a la embajada española que era uno de los lugares donde se permitía, digamos que por inmunidad diplomática, la Santa Misa en todo Londres. La brava extremeña no se detuvo ante aquellas amenazas que, todo sea dicho, procedían del buen amor que le tenía el embajador a su compatriota.
Ella abandonó la embajada española y con dos doncellas que le prometieron seguirla a todas partes venciendo el miedo a la persecución, hizo su mudanza. En aquellos tiempos para que una mujer pudiera habitar a solas en una casa de Londres no podía hacerlo sin un hombre, por ello Luisa tuvo que buscar a un hombre honrado que, viviendo bajo el mismo techo que ella, le pudiera permitir habitar casa propia. Este hombre fue el francés Lemeteliel y su esposa (un matrimonio sin hijos), los cuales habían sufrido cárcel en Londres, así como la pérdida de sus bienes por ser fieles a su fe católica. La casa en que se instala Luisa, sus dos doncellas y el matrimonio Lemeteliel está, según el decir de ella: "sola, aunque muy cercada de protestantes alrededor", tenía que ser una casa chiquita, pues cuenta que aunque era de habitaciones bonitas, era "como para muñecas los aposentos della". Los viernes eran los días que más sufría Luisa, pues sus vecinos ingleses tenían la costumbre de reunirse en las casas y armaban mucho alboroto con sus francachelas. La pobreza en que vivía la comunidad que componía aquella casa llegó a oídos del Rey Don Felipe III de España y el Católico Monarca ordenó que la embajada asistiera a Carvajal con 300 reales al mes. Esta ayuda, caída del cielo, permitió emprender la labor apostólica; pero Luisa no acaparaba la limosna, sino que el dinero que de la embajada recibía lo daba a otros más pobres que ella, como era el caso de sacerdotes católicos ingleses que vivían en lamentable situación económica.
Luisa expone su plan a un religioso italiano en una epístola de julio de 1606:
"En sabiendo hablar suficientemente, tomando casa aparte con dos o tres compañeras, procuraré gastar mi tiempo en oración, lección y trabajo de manos Y acudiendo también al servicio y consuelo de los siervos de Dios lo que pudiere, no rehusaré las ocasiones que ofreciere Su [Divina] Majestad de tratar con los demás herejes en la más conveniente manera que me sea posible".
Y así lo cumplió. El trato que proponía mantener con los herejes no era otro que el de hablar con ellos, para convertirlos, demostrándoles el error en que estaban, empleando todo tipo de argumentos: históricos, teológicos, en fin, apologéticos. Empleó todo su vigor en esta empresa y obtuvo resultados en este apostolado frontal, de tú a tú, cara a cara:
"Los herejes mismos no se cansaban de oírla, y quedaban espantados de la viveza y claridad de sus razones y de la libertad y espíritu con que se las decía. Algunos confesaban que no hallaban la fuerza y virtud en las palabras de nadie como en las de doña Luisa." -cuenta el P. Valpolo en la biografía que escribiera de Luisa de Carvajal.
Valpolo cuenta casos de conversiones en los que tuvo parte la Carvajal. Gentes de todas clases fueron removidos por su celo apostólico: estudiantes, obreros, ancianos. Hubo incluso el caso de un predicador calvinista al que la española convenció de su error. El calvinista se convirtió, sufrió cárcel (adonde, por cierto, lo visitó Luisa). Cuando fue puesto en libertad Luisa le facilitó el paso a Flandes y de Flandes este ex-calvinista viajó a España, terminándose por ordenar de sacerdote y profesando en la Orden de San Benito.
Pero, no obstante estos éxitos, tampoco podían faltar episodios desagradables. El mes de junio de 1608 tuvo el primero de estos encontronazos. Fue en Cheapside -en cuyo mercado ya llevamos contado que se concentraba el vecindario antipapista más acérrimo. Todo tuvo su origen en una disputa que Luisa mantuvo en el mostrador de una tienda, mientras se disponía a comprar paños. Como era su costumbre, sacó el asunto de la religión y discutió con un mancebo de la tienda. El debate fue tan acalorado que dio lugar a que intervinieran otros tenderos que se agolparon, acusándola de papista. Aquella polémica duró unas dos horas y no hubo quien doblara a Luisa en su firme defensa del Papado, de la Misa, los Sacramentos y el sacerdocio. Quince días después, al volver al escenario del incidente, algunos testigos la reconocieron y la denunciaron al juez del distrito. Ante dicho juez declaró estar presta a morir por Cristo. Por la noche la condujeron, con dos de sus doncellas, a la cárcel vecina. El criado Lemeteliel las acompañó, aunque no estaba detenido. Fue puesta en libertad por orden de Robert Cécil, Conde de Salisbury, que así quiso congraciarse con el embajador español. El tiempo que pasó en la cárcel lo empleó para hablar de religión con los presos que allí había.
Por este tiempo fue cuando Luisa funda la Compañía de la Soberana Virgen María Nuestra Señora, cuyas Constituciones redactó ella misma y en las que se estipulaba los tres votos tradicionales de pobreza, castidad y obediencia y un cuarto voto, signo de la impronta ignaciana, como era el voto de obediencia al Romano Pontífice. Fundar en el mismo corazón de Londres, capital de Inglaterra, una congregación religiosa era, por supuesto, todo un desafío a la herejía. En la Congregación trazada por Luisa no había clausura y trabajó apostólicamente en el suburbio de Haigat y más tarde en la calle de Barbicán. El número de las que compusieron esta Compañía de la Soberana Virgen María Nuestra Señora fue siempre pequeño y fluctuante: algunas venían y muchas se iban, permanecer lo hicieron: Ana, prima hermana del P. Henry Garnet; Juana; Susana, de familia noble y Fé. La Congregación nacía con el espíritu combativo de no cejar en el empeño de convertir Inglaterra a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. La casa que más tarde ocupará con sus religiosas inglesas será llamada por Luisa, en sus cartas, con el beligerante nombre de "mi Orán" y téngase en cuenta la resonancia bélica que el nombre de la ciudad de Orán (hoy Argelia) tenía para un español de la época; hay que recordar que, a las órdenes del Cardenal Cisneros, la plaza de Orán había sido tomada en 1509 por los españoles, permaneciendo bajo dominio español hasta 1708). Por aquel entonces Mary Ward fundaba su Instituto y se tiene constancia de que la Ward admiraba a la española por los consejos que daba a sus hijas, pidiéndoles que fuesen tan fuertes y corajudas como Carvajal.
A principios de 1613 fue nombrado embajador de España Don Diego Sarmiento de Acuña (luego sería Conde de Gondomar), que logró hacerse con las simpatías del Rey Jacobo I de Inglaterra. La amistad entre el embajador español y el monarca inglés puso celosos al gobierno anticatólico y antiespañol, a los anglicanos y, sobre todo, a los puritanos. Se publicó el libro del P. Francisco Suárez S. J. "Defensio fidei contra catholicae anglicanae sectae errores" en octubre de ese mismo año y, aireado en Inglaterra, aquel libro -que era una fuerte refutación a Jacobo I de Inglaterra en sus pretensiones contra el Papado- fue empleado por los enemigos del catolicismo como un motivo para enemistar a Jacobo con el embajador español. Jacobo se encolerizó y el Arzobispo de Canterbury, George Abbot, conocedor de la existencia de Luisa, aprovechó la coyuntura para dar orden de prender a la española. Y así se ejecutó la prisión de aquellas pobres mujeres religiosas e indefensas que vieron como su morada era asaltada por un contingente de lacayos del Arzobispo y servidores de la justicia, enviados por orden de George Abbot.
Llevada Luisa a presencia del Arzobispo, éste le preguntó. Pero ella se negó rotundamente a responderle nada, alegando la católica que él "no era su juez". El Arzobispo porfió un poco más, pero siempre obtuvo la misma contestación. A la postre, Abbot perdió la compostura, ante la perseverancia de la española y terminó diciendo:
"¡Hase visto tan extraña mujer en el mundo, que se haya atrevido a hacer un monasterio en la cara del Estado! ¡En Londres! ¡A la vista del Rey y de sus consejeros!".
Luisa fue puesta en la cárcel pública.