Por Luis
Gómez
A lo largo de la
historia, la Iglesia Católica ha ido elevando a los altares a numerosas
personas, que por sus virtudes, su ejemplo, su dedicación dentro del Magisterio
de la Iglesia, y por su vida y milagros, han merecido ser elevados a la
categoría de santos.
Según el Cardenal José Saraiva Martins, Prefecto Emérito, de la Congregación para las Causas de los Santos: "Los protagonistas en un proceso de beatificación y canonización no son el obispo o la Iglesia. El primer paso son los fieles que dicen al obispo: "él fue un verdadero santo"."
En
efecto. La vida que el santo desarrolla alrededor de los demás, dando ejemplo
de Cristo, es el principal motivo por el cual los fieles piden a la Iglesia
que ese “modelo de virtud” sea
investigado para poder ser llevado a los altares.
Nos
sigue comentando el cardenal Saraiva: “Cuando
los fieles piden al obispo la beatificación de una persona, éste nombra una
comisión para probar que la fama de santidad de esa persona sea cierta. Es
entonces cuando se recogen los testimonios que prueban, con hechos, la santidad
de la persona. Es la llamada fase diocesana. Una vez superada, los documentos
se envían al Vaticano, a la Congregación para las Causas de los Santos. La segunda
fase tiene lugar en el Vaticano. Historiadores y teólogos trabajan juntos para
reconstruir una biografía exacta de la persona, incluyendo también su
espiritualidad y signos de heroísmo”
Ese
proceso suele durar años. Y todavía quedaría por probar, si una vez
beatificado, el posible santo ha realizado un milagro gracias a su
intervención. Dicho milagro es sometido a un estudio riguroso, en el que
intervienen especialistas y médicos de diferentes disciplinas, los cuales
someten el estudio a todo tipo de pruebas para verificar que la curación o
milagro ha sido duradera, permanente en el tiempo, y sin explicación
científica. Luego habría que probar que la sanación se ha realizado por la
intercesión de dicho santo y no por otro.
En
resumidas cuentas, que dicho proceso no es cualquier cosa.
En
la Alta Edad Media, el conflicto religioso estaba a la orden del día. La
sociedad occidental era eminentemente teocéntrica y durante el s. XI dicha
sociedad aspiraba a un gobierno unitario bajo la dirección del papado; esa
cosmovisión del mundo estaba en constante conflicto con la oriental, que
también poseía una misma visión de la sociedad y pretendía llevar a cabo su
obra mediante unos postulados beligerantes contra todo aquel que no estuviese
sometido al Islam. Ambos mundos chocaban entre sí y los intereses económicos y
religiosos se mezclaban sin tener clara una línea de distinción entre uno y
otros.
Menéndez
Pidal apunta además sobre ésta época: “La
potestad directa conferida por Dios a San Pedro y sus sucesores era superior al
poder pasajero de los reyes; el poder sacerdotal
es de origen divino, mientras el poder real es una invención de los hombres
instituida ya en el mundo pagano; todas las naciones cristianas debían, pues,
unirse bajo la guía suprema del pontífice; grandiosa ambición de unificar
políticamente la Europa sobre la base de su unificación espiritual”.
Es
así como en el s. XI surge una distinción entre las milicias. Originariamente
la Iglesia había distinguido netamente la militia Christi de la militia
secularis. La militia Christi
expresaba la lucha espiritual contra el mal (así aparece en la Regla de San
Benito)[1].
La militia secularis era el servicio militar profano, que en el imperio
pagano romano implicaba también sacrificios a la divinidad del emperador, lo
que era incompatible con la fe cristiana.
Con
el paso de los años surgen en la sociedad cristiana grandes nombres de santos
guerreros, y que por lo tanto no se dedicaban a la vida contemplativa o a la
vida religiosa, sino que siendo caballeros, nobles reyes o plebeyos, luchaban en
nombre de Dios y por Dios, dando fuerza y ejemplo a todos los que les seguían.
Esta concepción de la “militancia católica” está hoy en día
despreciada o arrinconada. No se explica lo suficiente a los fieles y por eso,
a la mayoría de la gente les sorprende y no la entienden como una vía más
dentro de la Iglesia. Pero lo cierto es que tan necesario es no hacer el Mal,
como combatir el error. Si un católico no lucha contra el Mal, entonces éste
avanza sin oposición. Ahí es donde arraiga el principio de “militancia católica” o lucha activa
contra el error.
En la Alta Edad Media,
tenemos reyes santos, como San Fernando III, de quien dice que a su muerte y según
testimonios de la época, hizo que hombres y mujeres rompieran a llorar en las
calles, comenzando por los guerreros a los cuales se les suponía los más
valientes. También se cuenta que merced a su piedad y su caballerosidad, los
reyes enemigos se convertían a la fe de Cristo, según nos relata la “Crónica Tudense”[2].
Otro rey santo es San Luis “Rey de
Francia”. Primo de Fernando III, el cual tuvo desde su infancia una
educación esmerada en la piedad y en la fe. Combatió en las Cruzadas, y siempre
estuvo atento a las preocupaciones de su reino. “Padre de su pueblo y sembrador de paz y de justicia, serán los títulos
que más han de brillar en la corona humana de San Luis, rey” nos dice
Francisco Martín al narrarnos su hagiografía. No sólo los caballeros o los
apóstoles, como Santiago “Matamoros”
o San Jorge venciendo al dragón, son representados como luchadores contra los
enemigos de la fe. Dentro del santoral nos podemos encontrar con personajes de
humilde condición como Santa Juana de Arco la “Doncella de Orleans” quien jugó un papel primordial en la Guerra de
los Cien Años que libraron Inglaterra y Francia y así podríamos continuar con
un sinfín mas de vidas ejemplares.
El joven Cid Campeador venga la afrenta de su padre Diego Laínez, cortándole la cabeza al conde Lozano. El cuadro es de Juan Vicens Cots (1830-1886)
Rodrigo
Díaz de Vivar, El “Cid Campeador”
La vida y hazañas del
personaje real de Rodrigo Díaz de Vivar, son harto conocidas, o al menos lo
eran hace unos años, cuando no se había impuesto en España esta moda tan
irracional de olvidar nuestros héroes, y suplantarlos por alfeñiques foráneos.
Hubo un tiempo, en el
que los libros de texto de los estudiantes de Bachillerato, tenían por norma la
de narrar la Historia de España y al hilo de la misma, destacar los hechos más
sobresalientes que los héroes y personajes españoles tuvieron en esas épocas.
Así se llegaba a conocer las gestas realizadas por un D. Rodrigo, D. Pelayo, el Cid, Fernando
III, “El Gran Capitán”, los
Tercios, Pizarro y Hernán Cortés, la
hazaña de Castaños, la Batalla de Bailén, el Sitio de Zaragoza, Agustina de
Aragón, la muerte de Churruca o la de tantos y tantos otros que dieron su vida
por España a lo largo de todos estos siglos.
Con el advenimiento de las Autonomías y con la
cesión por parte del Estado de las competencias de Cultura y Educación, tenemos
en el panorama estudiantil nacional una aberración tras otra. Jóvenes
catalanes, por ejemplo, que son obligados a aprenderse de memoria los ríos y
afluentes de los arroyos que atraviesa su provincia, olvidándose de los grandes
ríos españoles. O vascos que se aprenden de carretilla los nombres de los
presidentes de la comunidad, (como si fuese la antigua lista de los reyes
godos), y no saberse quien fue Felipe II o Carlos I.
Ese mal tan extendido
en la actualidad no corresponde en su totalidad a la casta política. También lo
es, y mucho, de la comunidad universitaria, convertida en parasitaria de la
política, que ha sido incapaz de levantar la voz y protestar por semejante
aberración, permitiendo mansamente que se manipule así la asignatura y la
carrera de Historia, carrera que luego ellos se afanan en ejercer desde sus
cátedras. Y por supuesto no podemos olvidarnos de la inmensa mayoría de
profesores y docentes, que anulados desde hace años y relegada a la condición
de porteros de guardería, no son capaces de plantarse ante la casta política y
discrepar, pues son rehenes de sus propios compañeros sindicalistas o
políticos…
Fuera como fuesel hubo un tiempo en que el Cid Campeador era el ejemplo de caballero español por antonomasia. Su vida fue elevada a los cantares de gesta, como lo fue la de Roldán en Francia. Varios son los escritos sobre el Cid, pero destaca sobremanera el llamado Cantar de Mio Cid del que se dice que fue creado por dos juglares, uno de Medinacelli y otro de San Esteban.
Las primeras fuentes que hablan con certeza sobre él,
datan del s. XI, en 1148 ya aparece en la “Chronica
Adefonsi Imperatoris”, durante la conquista de Almería. Más tarde será
mencionado en la “Historia Roderici”
y así sucesivamente.
Pero no podemos detenernos en esos asuntos. Lo que
si queremos destacar en este artículo, es el proceso de beatificación y
santificación que se propuso y se inició en otros tiempos.
Como queda
apuntado más arriba, en el s. XI todos los hombres, lo mismo caballeros que
simples campesinos, vivían en una sociedad donde la fe cristiana era el epicentro
de su existencia. Del personaje histórico de Rodrigo Díaz de Vivar, se destaca
por los documentos que era muy religioso. Entre sus hechos más destacables en
este sentido, podemos señalar las donaciones que tanto él como su esposa, doña
Jimena, realizaron donando algunas casas de su propiedad y unos solares al
Monasterio de Silos, para la propia subsistencia de la comunidad religiosa así
como para la asistencia y ayuda de los peregrinos. También estuvo muy vinculado
al Monasterio de San Pedro de Cardeña, en Burgos “Cardeña,
en las cercanías de la capital del condado castellano, era el monasterio más
emblemático de las comarcas centrales del condado; unos 15 kilómetros separan a
Vivar de Cardeña, siguiendo el camino que por Villayerno, Morquillas, Villafría
y Cardeñajimeno conducía al cenobio benedictino, regido aqeullos años por san
Sisebuto”. D. Rodrigo se nos presenta así en las crónicas con una
doble vertiente. De un lado es un guerrero implacable, pero por otro lado, sus
decisiones son justas y equitativas. Lo podemos ver en algunos pasajes rezando
intensamente a Jesucristo para pedir la protección de sus hombres[3],
o realizando la conversión de la mezquita de Valencia en iglesia, donando a su
vez los cálices y telas que debían de componer el Altar mayor.
La posible santificación de Rodrigo
Díaz de Vivar, el “Cid”
La fama y
proezas del Cid no escaparon a los hombres de antaño, hasta tal punto que
Felipe II ordenó a su embajador en Roma D. Diego Hurtado de Mendoza, que
comenzase a tratar la canonización del venerable caballero Rodrigo Díaz de
Vivar. “El mismo embajador hizo una
recopilación de las virtudes y sucesos milagrosos del Campeador con los papeles
y noticias que le remitieron desde el monasterio de Cardeña”
El proceso
no avanzó como era debido, pues según nos informa José María Garate, la pérdida
de Siena, que era gobernada por el entonces embajador de Felipe II en Roma D.
Diego Hurtado de Mendoza, hizo que los papeles se extraviaran, y con ellos se
perdiese la posibilidad de tener un santo castellano, quedando la cuestión en
el inicio del trabajo y la recopilación de documentación que acreditaba que D.
Rodrigo Díaz de Vivar no era sólo un arquetipo de caballero medieval, sino que
su vida era ejemplo para cristianos y su sentir religioso era sincero y veraz.
Es el propio Garate quien nos da más
información sobre los trabajos recopilados para justificar la posible santidad
de D. Rodrigo y entre ellas nos cuenta que: “No era una lucubración absurda la de
Felipe II. El confusionismo sobre la verdadera historia del Cid, que
injustificadamente llega hasta nuestros días, hacía imposible podar la
hojarasca milagrera que envolvía sus recias virtudes. Desde que el Obispo D.
Jerónimo le señaló como enviado, «suscitado por Dios », en el exordio de la
donación valenciana, o como «venerable » en su donación para ser enterrado en
Cardeña, este discreto concepto de hombre virtuoso fué subiendo de tono, al
parecer sin nuevos motivos para ello. Según Berganza, el Conde Berenguer tuvo
al Campeador por gran siervo de Dios al considerar con qué poca gente le había
vencido. Cuando la traslación de restos en 1541, el Abad de Cardeña Fray Lope
de Frías entonó el salmo “Los santos le alabaron en su gloria”, después que los
monjes cantaron el que comienza “Admirable es Dios en sus santos”. El mismo
Abad al referir los hechos hablaba del “Santo cuerpo”. Fray Melchor Prieto
decía en su historia: «Tengo por probable que sus huesos son reliquias y que
fue santo», y el dominico Fray Juan de Marieta le llamó «Valeroso Campeador y
santo Rodrigo Díaz»”
Es sin lugar
a dudas este trabajo de José María Garate, el que más contribuye a esclarecer la cuestión y a reconocer al Cid Campeador como santo. Todo el trabajo está lleno de
recopilaciones y de extractos de datos que corroboran esa hipótesis.
En estas
horas, en las que España –y la cristiandad- atraviesan por un duro y oscuro
porvenir, nos es imprescindible que se vuelvan a retomar las figuras heroicas y
santas de estos modelos de fe.
El laicismo
secularizante de los gobernantes políticos. El avance imparable de sectas y
desviaciones.- El Islam, que no ha evolucionado ni un ápice desde la época de “San Rodrigo
Díaz”, son un ejemplo bastante elocuente de la necesidad imperiosa de
recuperar y proponer, que se vuelva a reabrir el proceso de santificación de
nuestro héroe español por antonomasia.
BIBLIOGRAFÍA:
“El
Cid Campeador”, Ramón
Menéndez Pidal
“Comentarios a la Regla de San Benito”
Isidoro María Anguita
“El Cid Histórico” Gonzalo Martínez Díez
“Poema del Mio Cid” César Aguilera
“La posible Santidad del Cid” José María
Garate
[1]
Dice así
la Regla: “Por tanto, debemos disponer
nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en el servicio de la santa
obediencia a sus preceptos” Por su parte, el Abad del Monasterio de
Huerta, nos dice en sus “Comentarios a la
Regla de San Benito”: “San Benito habla
de “militar” y no sólo de vivir. La obediencia pasiva nos despoja de una forma superficial,
anulando a veces a la persona, acomplejándola y haciéndola dependiente. La
obediencia activa, abrazada libremente y buscadora de un fin, supone un despojo
interior que nos predispone a acoger al Dios simplicísimo cuando él quiera
mostrarse”.
ANGUITA, Isidoro Mª, (Abad de Santa Mª de Huerta) “Comentarios a la Regla de San
Benito” Cap. 1º “Clases de Monjes”
[2]
La “Crónica Tudense” fue
escrita por Lucas, obispo de Tuy, por encargo de la reina Doña Berenguela que
le indicó compendiase todas las crónicas de la Historia de España. Abarca hasta
Fernando III.
[3]
En el “Poema del Mío Cid” podemos leer por ejemplo, “Le pesa
al rey de Marruecos de mío cid don Rodrigo: En mis heredades tan bravamente se
metido, y él no se lo agradece sino a Jesucristo”