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"El último de Gibraltar": Sargento Mayor de Batalla D. Diego de Salinas, 1704. Cuadro de Augusto Ferrer Dalmau |
GRAN BRETAÑA Y ESPAÑA:
LA HOSTILIDAD MULTISECULAR
Por Manuel Fernández Espinosa
Más allá de las fricciones -históricas
o actuales- entre Inglaterra y España a cuenta del contencioso de Gibraltar (algo
que desde 1713 a 2013, como puede suponerse, ha acumulado tantos episodios que sería
prolijo enumerar y comentar en particular), me propongo con estos renglones
averiguar las razones profundas de esta enemistad multisecular entre Inglaterra
y España. Se trata de una hostilidad anterior al año en que los ingleses se
apoderaron de Gibraltar (1704). Una hostilidad que parece aplacarse –sin disolverse
nunca del todo- tan solo cuando en Inglaterra o en España (en España, con mayor
frecuencia) ocurre un gobierno que, por debilidad o ineptitud, renuncia a la
tradición geopolítica de su respectiva nación.
En adelante, a lo largo de este
artículo, vamos a emplear el nombre de Inglaterra como sinónimo de Gran
Bretaña, a sabiendas de que no son lo mismo; pero por comodidad y,
simultáneamente, reconociendo que Inglaterra es el factor aglutinante de todos
los territorios que vendrían a formar en el curso de la historia lo que
llamamos Gran Bretaña.
Como su título indica, el artículo
también pretende ofrecer, a manera de aproche, una aproximación a los pilares
ideológicos y a las personalidades inglesas que pusieron los cimientos sobre
los que reposó el imperialismo inglés. Y esta indagación no se hará desde el
punto de vista histórico (que nos parece accesible a través de la
historiografía vulgar y que sería fácil de historiar), sino que se acometerá
desde un punto de vista meta-político, tratando de patentizar los fundamentos
meta-políticos; y esta cuestión –lo diremos- no nos parece suficientemente
estudiada en España, pese a irnos tanto en ello. La ignorancia de esta cuestión
entre el público español nos parece de por sí un indicio de la idiotez en la
que ha vegetado, a lo largo de siglos, nuestra endogámica casta dirigente, esa
supuesta elite que –cuando ha sido de signo derechista o centro-derechista,
como ahora prefieren autodenominarse- ha padecido un constante achaque: el
ridículo complejo de inferioridad frente a la cultura inglesa (al igual que las
izquierdas lo tienen frente a la cultura francesa). Esto ha sido así, hasta
intolerables extremos de lacayuno sometimiento a los dictados culturales de nuestros
enemigos históricos y, en política, se ha traducido muchas veces en un
deplorable mimetismo, imitando a los ingleses, como monos de feria (aquí, baste recordar a
Antonio Cánovas del Castillo, trasplantando el modelo parlamentario británico,
o a Manuel Fraga Iribarne con bombín).
Los españoles siempre hemos
rendido honor a nuestros enemigos y eso está bien por ser prueba de nobleza. En
este respeto al adversario no hemos inventado leyendas negras contra él ni
hemos tenido la picardía de propagar las barbaridades históricas que ha
cometido. Al revés, siempre nos ha complacido reconocer las virtudes del adversario.
Diego Saavedra Fajardo, un autor que no fue escritor de gabinete, sino hombre
práctico, con mucho mundo recorrido en su labor como diplomático, escribió de
los ingleses:
“Los ingleses son graves y
severos. Satisfechos de sí mismos, se arrojan gloriosamente a la muerte, aunque
tal vez suele movellos más un ímpetu feroz y resuelto que la elección. En la
mar son valientes, y también en la tierra cuando el largo uso los ha hecho a
las armas” (1).
Con anterioridad a Saavedra
Fajardo, otro viajero español, el jaenero Pedro Ordóñez de Ceballos, quedó muy
gratamente impresionado de lo que pudo ver en Inglaterra, cuando la visitó en
el siglo XVI, escribiendo:
“Tomé por el puerto de Adover
(sic), en Inglaterra, y de allí fuimos seis compañeros a Londres, y me holgué
mucho de ver aquella ciudad, y es lástima que gente tan buena, en lo moral esté
errada. Yo tengo para mí, según vide sus tratos, buenas palabras y mejores
obras, que es de las mejores naciones del mundo, y puede competir con
franceses, italianos y otras muchas; y ellos se tienen, después de los
españoles, por los mejores. Y poco valiera el pensarlo si no lo mostraran, como
en efecto lo muestran, en las obras. Y, así, cuando vi su trato, proceder y
personas, se me acordó del dicho de San Gregorio Magno, donde los llama ángeles
en la tierra” (2).
Pedro Ordóñez de Ceballos,
aventurero y misionero español de Asia
En estos renglones no asoma ni un
resquicio de desprecio por los ingleses, todo lo contrario, el español reconoce
su valentía. Pero también hubiera sido conveniente que, por nuestra parte,
reconociéramos la inteligencia de que hizo gala el imperialismo británico en el
curso de los siglos. No fueron exclusivamente hazañas de valentía las que
levantaron el imperio británico, sino que lo construyó la tenacidad y la
prudencia de una excelente aristocracia que, además de cultivar su autoestima,
conocía su tradición y se cuidaba de tener a punto su inteligencia, en
exquisitos ámbitos que iban desde las universidades hasta sus selectos clubes:
una aristocracia que era consciente de una tradición política y que se había
educado en la perpetuación de esas líneas maestras que trazaron el edificio de
un gran imperio: el “Rule Britannia”. Unas elites dirigentes que no se permitían
la improvisación más allá de lo justo y que obedecían de consuno, por encima de
diferencias partidistas, a un gran plan de dominio universal.
Sin embargo, en España, qué otra
sería nuestra suerte. Nuestra aristocracia decadente (Quevedo ya lo denunciaba
en su tiempo) fue languideciendo, degenerando en esa caricatura repugnante del
“señorito”, extranjerizándose y negándose, hasta tal punto que, llegado aquel
año de la gran prueba, año 1808, el bajo clero y el pueblo mostraron que eran
los auténticos valedores y portadores de los valores y virtudes de la raza
hispana.
Solo pocos hombres vieron con claridad lo que nos estaba sucediendo y las razones por las que nos ocurrían las cosas.
Una de las mentes más portentosas de la deplorable escena política de finales
del XIX y principios del XX fue Vázquez de Mella.
Inglaterra, en palabras de Vázquez
de Mella:
“No puede ser grande, por la
desproporción entre su población y los productos de su suelo, si viviera
replegada dentro de sí misma: tiene que ser grande dominando el mar, y para
dominar el mar necesita dominar el Estrecho, y para dominar el Estrecho
necesita dominar la Península Ibérica, y para dominar la Península Ibérica
necesita dividirla, y para dividirla necesita sojuzgar a Portugal y sojuzgarnos
a nosotros en Gibraltar. Y eso ha hecho. Recorred su historia; miradla con
relación a España, y veréis que, para dominarla y dividirla, no empieza por
Gibraltar ni por el Estrecho: empieza por Portugal.” (3)
En este sentido, un pensador
alemán, Oswald Spengler, observaba que:
“El que poseía los puntos de
apoyo de la flota, con sus docks y sus reservas de material, dominaba el mar,
independientemente de la fuerza de sus escuadras. El Rule Britannia reposaba,
en último fondo, en la cantidad de colonias de Inglaterra; colonias que
existían para los buques, y no al contrario. Esta fue en adelante la
importancia de Gibraltar, Malta, Aden, Singapur, las Bermudas y muchos otros
apoyos estratégicos antiguos.” (4)
La multisecular hostilidad entre
Inglaterra y España no es asunto de antipatías ni caprichos. Se trata, más bien,
de un imperativo geopolítico que primero lo supo ver Inglaterra, antes que
España. Por muchas razones históricas, España había llegado a alcanzar la
hegemonía universal, con antelación a Francia y a Inglaterra. La gran política inglesa
(y toda “gran política” es asunto de supervivencia) no podía ser tal sin entrar
en conflicto con la primera potencia mundial, en aquel entonces España. Es por
ello que, incluso más que Francia, Inglaterra necesitaba hostigar a España,
dividir a España (para vencerla) y someterla por las vías que fuese menester
(mediante la introducción en España de las más mortíferas ponzoñas: la
masonería, el protestantismo, el liberalismo, alimentando los nacionalismos
centrífugos de las regiones españolas), hasta alcanzar su objetivo: hundir a
España, impedir que levantara cabeza y, si era necesario, aniquilar España. El
imperialismo británico no hubiera podido ser imperialismo mientras existiera la
amenaza española.
La clave de la gran política británica para lograr y
conservar su hegemonía mundial fue siempre la eliminación de España y su
estrategia una luenga política de desgaste. Y esto ha sido así hasta nuestros
días. Y de tal manera que los problemas generados por Inglaterra casi siempre
nos sorprendieron por desprevención. Los españoles, más ingenuos y cándidos,
incluso llegamos a pensar, en algunos momentos históricos, que los intereses de
Inglaterra y España convergían y, por lo tanto, éramos aliados. Pero las
alianzas con Inglaterra nunca fueron cumplidas con lealtad, de ahí nació el
famoso dicho: “La pérfida Albión”. Y tal ocurrió, por ejemplo, con la Guerra de
la Independencia contra el invasor napoleónico. Sobre esta alianza entre Inglaterra y España, contra Napoleón Bonaparte, escribía Karl Marx:
“Es un hecho curioso que la mera
fuerza de las circunstancias empujara a estos exaltados católicos [los
españoles] a una alianza con Inglaterra, potencia que los españoles estaban
acostumbrados a mirar como la encarnación de la herejía más condenable, poco
mejor que el mismísimo Gran Turco. Atacados por el ateísmo francés, se
arrojaron a los brazos del protestantismo británico”. (5)
La agresión napoleónica pudo
hacernos compañeros de viaje a ingleses y españoles, pero el viaje lo pagamos
bien caro. Además de hacer creer que sin su presencia nunca hubiéramos expulsado
a los franceses, las tropas aliadas británicas destrozaron en España –y sin
necesidad militar- todo el tejido industrial que encontraron a su paso y que se
había ido levantando en España desde Carlos III. Así fue como Wellington ordenó
bombardear la industria textil de Béjar; en Madrid, después de la evacuación
napoleónica, los ingleses también destruyeron la Real Fábrica de Porcelana del
Buen Retiro.
Mientras que Wellington y sus
hordas aprovechaban su estancia en la península para destruir las infraestructuras
españolas que -industrial y comercialmente- eran potenciales competidoras de
las inglesas, no cesaron tampoco los ingleses de inocular el virus ideológico.
De esta guisa fue como contaminaron, a través de la clandestina e incipiente
red masónica que urdieron en España, los cuadros militares del ejército
español, llenándoles la cabeza de pájaros a los oficiales y suboficiales de
nuestro ejército y, una vez ganados a la causa liberal, se convirtieron
–consciente o inconscientemente- en los principales colaboracionistas del
imperio británico contra nuestros propios intereses nacionales. El nefasto
liberalismo político, tan extraño a nuestras raíces, fruto tan ridículo y
bastardo pese a todo el prestigio que nuestros actuales tontos y traidores le
conceden, fue el que, andando el tiempo, se convirtió en el foco de
alteraciones constantes, de pronunciamientos militares, de golpes de mano, de
conspiraciones y asaltos al poder, protagonizados por esos españoles
desnaturalizados que habían abrazado las mentiras liberales: ese fue nuestro
siglo XIX y el liberalismo fue nuestra pesadilla constante desde 1812 a
nuestros días, fuente inagotable de derramamientos de sangre entre españoles.
Las guerras carlistas no fueron otra cosa que la reacción, diríamos que biológica,
del cuerpo social más sano de España contra ese veneno que reptaba en los
antros masónicos y que pugnaba por encaramarse a las cámaras legislativas y,
una vez arriba, desde nuestros mismos órganos dirigentes, ejecutar nuestra
destrucción.
Casi todo se lo debemos al imperialismo inglés.
NOTAS:
1. Diego
Saavedra Fajardo, “Idea de un príncipe político cristiano, representada en
cien empresas” (año 1640)
2. Pedro
Ordóñez de Ceballos, “Viaje del mundo” (año 1614). Pedro Ordóñez de Ceballos
nació en Jaén, muy posiblemente el año 1547, y tras recorrer el mundo, regresó a Jaén, para escribir sus libros de viaje y morir en su tierra natal el año 1635.
Desde muy joven zarpó de Sevilla y emprendió una vida aventurera, siendo el primero que daría la
vuelta al mundo desde América. Ejerció como comerciante, como soldado, como conquistador y, una vez ordenado sacerdote, fue
misionero en Asia, destacando en la evangelización de la Conchinchina. Cuando
Ordóñez de Ceballos dice “Adover” hay que entender “Dover”. Cuando cita a Gregorio
Magno, Ceballos alude al episodio en que el Papa Gregorio, visitando el mercado
de Roma, se encontró con un grupo de esclavos ingleses que iba a ser vendidos,
preguntó su procedencia y alguien le respondió al Romano Pontífice: “Son
anglos”. Gregorio Magno contestó: “Non angli sed angeli” (“No son anglos, son
ángeles”). Además de “Viaje del mundo”, en edición y con prólogo del argentino
Ignacio B. Anzoátegui, de la Colección Austral, España-Calpe Argentina, es muy
recomendable el estudio monográfico “Pedro Ordóñez de Ceballos. Vida y obra de
un aventurero que dio vuelta y media al mundo”, de Raúl Manchón Gómez,
publicado por la Universidad de Jaén, año 2008.
3. Juan
Vázquez de Mella, “Dogmas nacionales”, Obras Completas del Excelentísimo Señor
Don Juan Vázquez de Mella y Fanjul, Volumen Duodécimo, Junta de Homenaje, año
1932, pp. 141-142.
4. Oswald
Spengler, “Años decisivos. Alemania y la evolución histórica universal”,
Colección Austral, Espasa-Calpe, traducción de Luis López-Ballesteros, año
1962, pág. 58.
5. Karl
Marx, “La España revolucionaria”, edición de Jorge del Palacio, Alianza
Editorial, año 2009, pág. 49.