Larario romano |
LA PIEDAD COMO ACTITUD Y CULTURA
Manuel Fernández Espinosa
Eugenio d'Ors nos invita a pensar en las diferencias que distinguen la tumba del simple enterramiento y concluye que en la tumba puede verse "una voluntad en los supervivientes [del difunto sepultado] de superación del tiempo, de victoria sobre el mismo" y es, por ello, que para el filósofo catalán: "la Historia empieza en el arcano telúrico de las tumbas". Para Ernst Jünger: "La cultura se basa en el tratamiento que se da a los muertos; la cultura se desvanece con la decadencia de las tumbas".
La cultura, etimológicamente, deriva de "cultus" ("colo, colere") que significa cuidado del campo y, por extensión, cuidado de algo. No puede haber cultura en sentido fuerte si no hay piedad (pietas); Cicerón subjetivó este "cuidado", entendiéndolo como el cuidado del alma en una esmerada educación filosófica: "cultura animi", pero con antelación esta "cultura" es la que se manifiesta mediante una liturgia religiosa que expresa -en palabras y gestos, ofrendas y rito- la "pietas".
La antigua Roma sintió en sus mejores tiempos ese respeto religioso por la tradición y por el deber social de la "pietas" que pautaba la vida y hormaba el carácter del romano, tanto en el ámbito doméstico (privado) como en el público. Y así se constituye el auténtico patriotismo, que no el nacionalismo (que ni es ni será nunca lo mismo).
La piedad que el cristianismo haría sinónimo de "compasión" no estaba reducida a un mero sentimiento, era todavía más: era una actitud. Pero, entonces, ¿qué es la piedad? La filósofa María Zambrano ensayó una definición que nos parece aproximada: "Piedad es saber tratar con lo otro". Lo "otro" es para Zambrano la misma realidad que supera lo que es (el ser: el ser puede decirse, "de muchas maneras" -como quería Aristóteles), pero la realidad no sólo alberga bajo sí el "ser", también acoge lo que, no "siendo" como suelen "ser" las cosas que la razón somete (que la razón puede decir), no quita ello que no lo haya. El mundo de lo numinoso (lo sagrado que diría Eliade) es, para Zambrano, algo inaprehensible para la razón que no lo capta ni puede reducirlo y, por ello mismo, ha resultado que el desenvolvimiento de la civilización moderna racionalista (ni mucho menos una evolución, tampoco un progreso) haya omitido o suprimido directamente una gran parte de la realidad que, por no someterse al lenguaje conceptual del ejercicio de la razón, se ha venido despreciando. Pero, sigue diciendo Zambrano, el que no se haya podido "conceptualizar" todo esa dimensión de la realidad, no quiere decir que no la "haya".
La piedad, decimos, envolverá sentimientos (y, entre ellos, bien es verdad que el de la compasión), pero la piedad no es en primer lugar un sentimiento, ni tampoco queda exclusivamente reservada a "compadecerse": la piedad es una actitud y, ante todo, un "hacer" (o, por lo menos, participar) en la liturgia cultual que "trata con lo otro": con los difuntos, con el "más allá", trato que ya constituye de suyo "cultura", "cultivo", "cuidado", "tratamiento" con algo que nos supera.
"El mundo sagrado -escribe Zambrano- es la realidad desnuda, hermética, sin revelar. En la inmensidad, el hombre quiere orientarse con estas acciones sagradas. Lo primero que se le ocurre no es pensar, sino hacer. En el hacer hay algo más pasivo que en el pensar; la acción sagrada es una acción pasiva, como se muestra en toda la ambigüedad del sacrificio, suprema acción que un hombre o una estirpe solamente tiene derecho a realizar y que siendo ofrecimiento es respuesta a esa presión que la realidad sin límites ejerce".
El culto doméstico del romano giraba alrededor del hogar, expresándose a través de sacrificios, de ofrendas de alimentos y flores a los antepasados, como vemos que hacen los personajes de la "Aulularia" de Plauto. Y no olvidemos que en el hogar está el fuego doméstico (alrededor del cual -Agni- los indoeuropeos, en India por ejemplo, construyeron su religión): en el cristianismo, ese fuego ha pervivido en los cirios, lamparitas y "mariposas" que todavía se encienden honrando la memoria de los difuntos.
La sofisticación del culto romano a los muertos (entendido como cuidado) alcanzó un grado complejo en que se tipificaban los espíritus de los ancestros en varias clases de "númenes": lares, penates, manes y lemures. De puertas adentro, los lares y penates tenían en la casa romana su lugar de honor: así es como nos lo presenta Petronio en su "Satiricón", cuando nos describe la casa de Trimalción: "Al final, en una esquina, vi un gran armario en cuyos anaqueles se habían colocado unos Lares de plata...". En lo público, los espíritus de los difuntos (Manes y Lémures) eran honrados dos veces al año.
Según este complejo sistema necrolátrico romano, las almas de los difuntos buenos de la familia se divinizaban en Lares y Penates que podían intervenir en los asuntos terrenales, bendiciendo a sus descendientes (ver "Aulularia") cuando estos les "tratan" con "piedad", pero, si por lo contrario, esos difuntos habían sido viciosos y vituperables se convertían en Larvas y Lemures y, cuando se tenía dudas sobre la moralidad de sus acciones, se les llamaba Manes. A los Manes se les daba culto en las tumbas, a las Larvas y Lemures en los lugares más siniestros, y a los Penates y Lares en el hogar. Apuleyo en "De Deo Socratis" lo expone con meridiana claridad: "El espíritu del hombre, tras salir del cuerpo, pasa a ser una especie de demonio
que los antiguos latinos llamaban Lemures. Las almas de aquellos
difuntos que habían sido buenos y tenían cuidado y vigilaban la
suerte de sus descendientes, se llamaban Lares familiares pero las de
aquellos otros inquietos, turbulentos y maléficos que espantaban los
hombres con apariciones nocturnas se llamaban Larvas y, cuando se
ignoraba la suerte que le había cabido al alma de un difunto, es decir,
que no se sabía si había sido trasformada en Lar o en Larva, entonces la
llamaban Manes". Es curioso, pero parece que tanto en la palabra "lar" como en "larva" se halla la misma raíz: "lar", por más que larva sea referido a algo maligno, posiblemente lascivo, horrible, espectral y, asimismo es interesante advertir que también servía para referirse a las "máscaras": considérese todas las fiestas invernales que en la vieja Península Ibérica y en toda Europa conmemoran a los difuntos con mascaradas.
Por su parte, el Lar es el dios benéfico, pero localizándolo en el hogar, en el fuego del hogar; y esto se ha conservado hasta nuestros días, superando incluso la acometida racionalista. Así lo hace patente el erudito fray Alejandro del Barco que escribe a finales del siglo XVIII: "De esta costumbre [de consagrar a los Lares el hogar] aún existen algunos vestigios en la casa de los labradores antiguos y, especialmente, en las de campo, en cuyos hogares o chimeneas penden unas cadenas que rematan en un gancho de que cuelgan los calderos en que guisan a las que las llaman "Llares"."
Los Manes, como más arriba hemos dicho, eran venerados en sus tumbas y de ahí que, en las lápidas funerarias, sus familiares mandaran grabar las letras "D. M. S." (Dis Manibus Sacrum: consagrada a los dioses manes). Ovidio,
por su parte, exhorta a "Aplacad las almas de los padres y llevad
pequeños regalos a las piras extintas. Los manes reclaman cosas
pequeñas: agradecen el amor de los hijos en lugar de regalos ricos. La
profunda Estige no tiene dioses codiciosos". Y el mismo Ovidio es el que
recuerda que cuando decayó el culto a los manes en sus sepulcros, por
estar ocupados los romanos en las guerras y descuidar este culto, "dicen
que nuestros abuelos salieron de sus tumbas, quejándose en el
transcurso de la noche silenciosa. Dicen que una masa vacía de almas
desfiguradas recorrió aullando las calles de la ciudad y los campos
extensos. Después de este suceso, se reanudaron los honores olvidados de
las tumbas". En la epigrafía funeraria romana de la Bética, el epitafio más común rezaba: Pius in suis (piadoso [en el trato] con los suyos) y frecuentemente rematado con el S. T. T. L. (Sit Tibi Terra Levis: séate la tierra leve). No podía decirse nada mejor de un difunto que ese "Pius in suis".
Los romanos llamaban colectivamente a estos espíritus como "di indigites" (los dioses indígenas, patrios), por ello Virgilio, en sus "Geórgicas", los invoca de este modo: "Dioses patrios, Indígetes, y tú, Rómulo, y tú, madre Vesta, que guardas el Tíber etrusco y el Palatino romano...". Los "indigitamenta" constituían para los pontífices (los artífices del puente entre éste y el otro mundo) de la antigua Roma los libros en que se registraban los nombres públicos (exotéricos) y secretos (esotéricos) de los dioses patrios, así como los rituales asociados a cada uno de ellos.
La "pietas" y sus "cultos" fundamentan el patriotismo genuino. El patriotismo no arranca de una "idea", más o menos abstracta, de un cuerpo político -sea la "polis", la "urbs" o la "nación"- más o menos amplio, sino que arranca del mismo hogar doméstico, allí donde los vivos dan el "trato" que merecen a sus muertos, donde se realiza el trato con lo "otro" (los que ya están ausentes por haber fallecido, pero cuya "presencia" invisible se "mantiene", se "sabe" y se "cultiva" con el esmero piadoso, mediante el cuidado de sus tumbas, las rogativas, el sacrificio supremo de las Misas en sufragio de sus almas, conservándoles el recuerdo, la veneración y el amor). Y del íntimo del hogar, el patriotismo verdadero se dirige a las tumbas, a los camposantos: antiguamente emplazados en el sagrado suelo de los templos parroquiales, ahora en los cementerios "semi-secularizados". Es así como a la solidaridad en el espacio con los prójimos, se acopla una solidaridad superior de carácter mucho más duradero y fundador: la solidaridad en el tiempo con las generaciones que nos antecedieron.
Queda, pues, recuperar la "pietas" en su sentido profundo y exacto, algo sobre lo que los romanos, a quienes tanto debemos, erigieron su cultura milenaria y más fecunda. Algo que nuestros antepasados católicos supieron cristianizar sin damnificar el poderoso influjo de lo "otro" (la Iglesia Triunfante y la Iglesia Purgante) en el más acá. Sin eso no puede haber cabal patriotismo, tampoco cultura: en todo caso tendremos esas caricaturas grotescas del nacionalismo o el mundialismo que pretenden sustituir con sus imposturas todo nuestro marco de referencias, destruyendo nuestra identidad y los sagrados vínculos del ser humano concreto con el suelo y la sangre. Esa la viña que Dios nos ha dado en este mundo para que la cultivemos y demos fruto.
Mariposas de difuntos |
BIBLIOGRAFÍA:
D'Ors, Eugenio, "La ciencia de la cultura", Rialp, Madrid, 1964.
Jünger, Ernst, Obra completa.
Cicerón, "Cuestiones Tusculanas".
Plauto, "Aulularia".
Petronio, "El Satiricón".
Virgilio, "Geórgicas".
Ovidio, "Fastos".
Apuleyo, "De Deo Socratis".
Eliade, M. y Couliano, Ioan P., "Diccionario de las religiones".
Ogilvie, R. M., "Los romanos y sus dioses".
Del Barco, Alejandro, "La antigua Ostippo y la actual Estepa".
Recio Veganzones, Alejandro, "Nueva Epigrafía Tuccitana".
Zambrano, María, "El hombre y lo divino" (especialmente "El trato con lo divino: la Piedad")
D'Ors, Eugenio, "La ciencia de la cultura", Rialp, Madrid, 1964.
Jünger, Ernst, Obra completa.
Cicerón, "Cuestiones Tusculanas".
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Del Barco, Alejandro, "La antigua Ostippo y la actual Estepa".
Recio Veganzones, Alejandro, "Nueva Epigrafía Tuccitana".
Zambrano, María, "El hombre y lo divino" (especialmente "El trato con lo divino: la Piedad")
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