RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

lunes, 8 de agosto de 2016

RABELAIS: NI DIVERTIMENTO PURO NI HETERODOXIA MANIFIESTA



LA SONRISA, LA CARCAJADA Y LA SERIEDAD

Manuel Fernández Espinosa

A simple vista la influencia de Rabelais en España no parece haber sido trascendental. Sus procacidades e irreverencias tal vez se degustaron en la lectura privada, pero citar a un autor con tan mala fama no tenía que ser de buen tono en las letras hispánicas, cuya ortodoxia pública era de hegemonía católica hasta las primeras muestras de desviación que, si bien pueden verse en el siglo XVI, no podrán exhibirse hasta el siglo XVIII y posteriores. Podríamos convenir en que François Rabelais, pese a todas sus estridencias, es a la lengua francesa lo que nuestro Francisco de Quevedo es a la española: un genio sin parangón.

Tanto su vida como su obra presentan una apariencia errática, hubiera podido ser un buen monje goliardo y sus datos biográficos a eso apuntan: ingresó en los capuchinos, se hartó de aquella orden y se incorporó a los benedictinos, más tarde también terminaría colgando el hábito y, aunque todavía clérigo, su vida no era un ejemplo moral: tuvo su barragana y hasta donde se me alcanza hasta un hijo natural que falleció. Pero era la época: varios obispos y hasta un cardenal hubo que le transmitieron el pésame por la pérdida de su hijo.

Las interpretaciones que de la obra de Rabelais se han hecho van desde la candidez "exotérica" que expresa Giuseppe Tomasi di Lampedusa hasta el título "esotérico" de "gran iniciado" que le concede Fulcanelli. Para Lampedusa: "Gran parte de la obra rabelaisiana es "divertissement pur" y, por tanto, no sería honesto querer extraer de cada una de sus palabras significados profundos". Para Fulcanelli: "El poderoso iniciado que fue Rabelais suministra, en algunas palabras, las verdaderas características del mercurio filosofal".

En efecto, hay mucho divertimento en la obra de Rabelais, pero aunque no haya que ver bajo toda palabra rabelaisiana un acertijo hermético, no le falta razón a Fulcanelli cuando apunta las muchas pistas que Rabelais dejó para quienes quieran ir a los fondos de su filosofía cifrada en novela. El mismo Rabelais se tituló como "abstracteur de quintessence" que en el argot medieval significaba alquimista y el mismo autor incluye a sus libros en la categoría de los "libros mudos" de la alquimia.

Claro que para saber lo que decimos con "alquimia" hay que alejarse (cuanto más, mejor) de ese lugar común que hace a la "alquimia" ser una especie de antecedente primitivo de la actual química (si es cierto que lo fue, la alquimia no debe ser considerada bajo ningún aspecto como una ciencia embrionaria y, por lo tanto, imperfecta comparada con la química contemporánea)

La más notable influencia de Rabelais a la posteridad está en la estructura profunda de sus textos que, además del "divertimento" que ve Lampedusa, son la implícita exposición de un modelo pedagógico que rechaza el escolasticismo y la educación que prevalecía en su época. La crítica más feroz de Rabelais va más allá del cuadro de costumbres convertido en escaparate de miserias morales de todos los sectores de la sociedad, su causticidad se ejerce sobre la educación de su tiempo, ofreciéndonos un programa pedagógico totalmente distinto y, aunque tan soez y vulgar como muchas veces se nos aparece, la risa de Rabelais es una risa hasta sana pues late en él una concepción optimista de la naturaleza humana y una confianza en que, dando rienda suelta a la libertad, es como el hombre se apodera de sus capacidades propias y las hace servir a su felicidad. Su aversión por el clero católico -en aquel tiempo sumido mayoritariamente en la ignorancia- y las convulsiones de la reforma protestante ha podido afectar a  Rabelais, a quien -sin dejar nunca de ser clérigo católico- algunos lo hacen hasta un partidario de la reforma (olvidan estos la descripción con la que retrató a Calvino: "diabólico impostor de Ginebra" -le llamó: un espíritu alegre no podía soportar a ese tieso de Calvino y su rigorismo inhumano) Su misma "abadía de Thelema", cuyo lema es "Fais ce que tu voudras" (Haz lo que deseas) recuerda el "Ama a Dios y haz lo que quieras" (Ama Deum et fac quod vis) de San Agustín. No era extraño en aquella época un descontento generalizado de los clérigos más lúcidos por el estado de postración en que se hallaba la iglesia: en España tuvimos eminentes anticlericales como Cristóbal de Villalón.

Lampedusa recuerda que Pantagruel era un personaje del acervo folclórico francés: un diminuto duendecillo que ponía sal en la boca de los borrachos, "la personificación de la sed" -nos dice el autor italiano. Para Fulcanelli, Pantagruel es un nombre cifrado formado por tres palabras griegas que vienen a significar en castellano: todo - camino - luz solar, por lo que puede interprestarse crípticamente como "el conocimiento perfecto del camino solar". 

¿Y qué es el conocimiento si no es esa sed de la verdad? Rabalais, siempre pintado esbozando una sonrisa irónica, se pone serio muchas veces y dice: "ciencia sin conciencia es la ruina del alma".

Sin la obra de Rabelais no puede entenderse las ideas pedagógicas de Locke y Rousseau que pasaron a estos por vía de Montaigne. 

Y esbozando sus vidas, hasta paralelas las podríamos hallar, cuando conocemos y comparamos las andanzas de Rabelais y Louis Ferdinand Céline. Además de la fastuosidad verbal de ambos, uno y el otro fueron médicos y ambos tuvieron que desplazarse de aquí para allá, por ser acusados de irreverentes y declarados como proscritos. Céline es con certeza el rabelaisiano más contumaz, un descendiente literario de Rabelais en el siglo XX, aunque mucho más enojado y asqueado que el cura dico y alquimista.

Hay algo en los franceses más lúcidos que los hace universales: su visceralidad implacable contra todo lo que ofende al refinadísimo gusto de almas superiores que, paradójicamente, terminan expresándose de la manera más soez y canallesca, odiando cuanto suena a impostura. Pero se respira bien en esas cumbres, cuando no se da crédito a la rimbombante fraseología de los imbéciles todos que -en todos los tiempos- han ejercido su presunto "magisterio" en hipocresía y cinismo convirtiendo en blasfemia y perjurio todo lo grande que invocan: desde Dios hasta la Patria. Por eso nos hace tanto bien leer a estos espíritus burlones que, sin exhibir sus presuntas "virtudes morales", se tomaban mucho más en serio todo aquello por lo que merece vivir y morir. En cuanto al ruido que hacen los hipócritas, tapémonos los oídos y ríamos cuando les leemos sus frases hechas, en las que se ha evacuado todo sentido y significado por no tener correlato en la realidad. Esa gente es decepcionante y miserable (y no hay pocos), por eso -al verlos fustigados por la verborrea terrible de Rabelais, Céline o Quevedo, el discurso que los remite a las funciones más bajas de la fisiología desde la ventosidad hasta las heces, nos alegramos: alguien nos ha vengado.

Y se agradece. Por fin, a la mierda se le ha llamado por su nombre.

BIBLIOGRAFÍA:

-"Conversaciones literarias", Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

-"Las moradas filosofales", Fulcanelli.  

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