EN EL CUMPLEAÑOS DE LOUIS FERDINAND CÉLINE
Manuel Fernández Espinosa
Louis Ferdinand Auguste Destouches, más conocido como Louis Ferdinand Céline, nació tal día como hoy, 27 de mayo del año 1894, en Courbevoie. La sangre bretona que corría por sus venas tuvo que darle ese toque melancólico, tan céltico, que a veces asoma en su obra. En su "Carnet del coracero Destouches" que, hasta cierto punto, constituye un cuaderno introspectivo, llega a preguntarse: "¿Soy poético? No. No lo creo; sólo un fondo de tristeza yace en el fondo de mí mismo, y si no tengo el valor de ahuyentarlo con una ocupación cualquiera adquiere en seguida grandes proporciones".
Toda su obra es un testimonio vital de alguien que nunca se vio a sí mismo como un héroe, sino como un superviviente. El "Viaje al fin de la noche" (su novela más famosa) nos pinta sus peripecias a través de las de su alter ego, el protagonista del "Viaje...", Ferdinand Bardamu. Novela de aprendizaje, con un fuerte carácter picaresco, Céline lanzó con ella al mundo su grito de rebelión. Una rebelión con causa, la del individuo inteligente que no puede evitar ahorrarse la entrada en la dinámica de la sociedad hipócrita que lo absorbe, pero que resiste y que descubre que los valores chapados de hojalata, por mucho que brillen, no corresponden a nada auténtico. Céline siempre tuvo la idea, algunos dirían que paranoide, de que el "Viaje..." fue lo que nunca le perdonaron: "¡Si me buscan es por el "Viaje..."! ¡Lo aúllo bajo el hacha! ¡Es una cuenta pendiente entre yo y "ELLOS"! en lo más profundo... que no puede contarse... ¡Estamos en peligro de Mística! ¡Qué cosas!" -escribiría en un prólogo retrospectivo para esta novela.
Los panfletos antisemitas de Céline le acarrearían enojosísimas consecuencias tras la II Guerra Mundial. De poco le valió alegar que sus libros fueron prohibidos en la Alemania hitleriana. La suerte estaba echada para él: considerado como un colaboracionista, conforme los aliados iban comiéndole el terreno a los alemanes, Céline emprendió una fuga por Europa central (pudiéramos decir que fue una prolongación del viaje al fin de la noche, de la noche que se alargaba en Europa, de la noche que persiste hoy todavía); con su fuga escapaba de los linchamientos que perpetraban en Francia los verdugos de la mitificada "resistencia", brutales represalias que nadie ha condenado todavía, que se cebaron con todos aquellos que eran tachados como colaboracionistas. Ciertamente, la situación de Céline fue agravándose progresivamente conforme el Reich sucumbía y, por fin, pudo refugiarse en Dinamarca, donde fue encarcelado a la espera de una resolución. El flamante gobierno francés pidió su extradición para juzgarlo y, si los daneses se lo hubieran entregado, Céline hubiera sido ejecutado como tantos otros franceses; pero, eso sí, sin haber hecho ni la mitad que otros que, para más escarnio, se pavoneaban de haber combatido a los nazis.
Es el caso de Jean Paul Sartre o Simone de Beauvoir. Sartre, el gurú del existencialismo y la "gauche divine", vivió plácidamente, incluso con éxito, mientras los alemanes campaban a sus anchas en París: las autoridades alemanas de ocupación permitieron la puesta en escena de algunas obras de teatro del bizco: el libro de Gilbert Joseph, "Una ocupación tan dulce: Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, 1940-1944" puso al descubierto que Sartre no entró jamás en conflicto con los nazis, por mucho que después -tras la victoria aliada- adoptara la pose de irreductible resistente intelectual. Y su compañera, la Beauvoir, diva del feminismo, no tuvo ningún empacho en colaborar en las emisoras del gobierno colaboracionista de Vichy. Sin embargo, nadie los molestó. A Céline, sí: no hizo tanto como estos dos que gozan de un prestigio inmerecido, pero todos fueron contra él.
Es el caso de Jean Paul Sartre o Simone de Beauvoir. Sartre, el gurú del existencialismo y la "gauche divine", vivió plácidamente, incluso con éxito, mientras los alemanes campaban a sus anchas en París: las autoridades alemanas de ocupación permitieron la puesta en escena de algunas obras de teatro del bizco: el libro de Gilbert Joseph, "Una ocupación tan dulce: Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, 1940-1944" puso al descubierto que Sartre no entró jamás en conflicto con los nazis, por mucho que después -tras la victoria aliada- adoptara la pose de irreductible resistente intelectual. Y su compañera, la Beauvoir, diva del feminismo, no tuvo ningún empacho en colaborar en las emisoras del gobierno colaboracionista de Vichy. Sin embargo, nadie los molestó. A Céline, sí: no hizo tanto como estos dos que gozan de un prestigio inmerecido, pero todos fueron contra él.
En el "Viaje..." ya había indicios de una supuesta paranoia celiniana, pero la hostilidad que va a sufrir tras la victoria aliada, incrementa esa sensación de aislamiento hasta mostrar una fiebre obsidional como encontraremos en pocos casos de la literatura. Su estilo sincopado, sus puntos suspensivos, sus tacos, sus crudelísimas afirmaciones sobre hombres y vida imprimen en su obra una inconfundible nota de identidad. Céline supo trasladar la viveza del lenguaje oral al escrito, podemos leer por ahí; pero no es lo único que pretendió (tal vez) Céline: en esos lapsus se entrevera el silencio, el silencio que siempre será una constante tentación para un espíritu orgulloso que no se franquea con cualquiera. Un orgullo de resistente que se reserva la totalidad del juicio que le merecen las pantomimas y las grandilocuentes palabras de los bellacos bien vestidos, bien redichos y bien pensantes; el orgullo, en fin, de quien no acepta ser presa de sus enemigos (la humanidad en pleno, descontando a los más próximos), que se ríe a carcajadas de todas las mentiras de su tiempo (que también son las del nuestro), de quien no pacta con las ficciones que la mayoría comparte. Puntos suspensivos... No hay palabras para expresar la repugnancia que provocan tantas cosas como nos circundan: podemos ser bocazas y locuaces, pero siempre (...) podríamos haber dicho mucho más (...).
Céline supo cultivar su imagen iconoclasta e irreductible, pero el rasgo de toda su nobleza residió en que no lo hizo por cálculo gananciero, sino por su inexpugnable orgullo, el del que se sabe inocente y no le da la gana de ser inmolado ni prestarse a que lo machaquen, con la convicción de ser un hombre solo, acompañado de su mujer, de sus mascotas y de pocos amigos, que no militó nunca en ningún partido, que solo quería dedicarse a escribir y que encontró en sus adversidades la materia para crear una obra colosal que lo mismo haría llorar que reír y que, hasta su mismo adversario Sartre, mimado por el aparato cultural, tuvo que reconocerla como monumento imperecedero de la lengua francesa.
Querer ser uno mismo se paga muy caro. Bien lo supo Céline. Por eso mismo, leerlo es siempre un ejercicio de rebelión muy provechoso que ayuda a ser uno mismo y purga muchos postizos que nos quieren poner.