Manuel Fernández Espinosa
Las naciones se fundan: la nuestra se constituyó el 8 de mayo del año 589, con el Tercer Concilio de Toledo. Pero si quieren seguir siendo, tienen que auto-afirmarse en la voluntad de seguir siendo. Y España tuvo muchas fechas que refrendaron que somos quienes somos y no estamos dispuestos a que nos cambien. Podríamos citar muchas fechas de reconstitución y el 2 de Mayo de 1808 constituye una de las más gloriosas, por el heroico esfuerzo de todo un pueblo. Brillan aquí y allí nombres y apellidos: militares como D. Luis Daoíz o Pedro Velarde, pero también destaca el de una mujer del común: Manuel Malasaña Oñoro y el de tantos otros madrileños que salieron a la calle espontáneamente, a batirse contra un enemigo superior en pertrechos y preparación militar. A morir, tijeras en mano, blandiendo el cuchillo... Contra las bayonetas, los fusiles y las cimitarras.
Podemos ver aquí un impulso natural que sale en defensa de lo más propio: la casa de uno. Y sí, pero los franceses hubieran "respetado" las vidas, aunque no tanto el honor ni las haciendas, a los dóciles. Lo que empujó a nuestros antepasados a luchar fue la decisión de defender lo que hoy llamaríamos su "estilo propio de vida", pero que en castellano antiguo era primorosamente llamado "vivienda". "Vivienda" que no dice ya la habitación donde uno vive, sino que, aunque en una acepción desusada, significa "el estilo de vida", "el modo de vivir".
Y es que, podrán venirnos con mil novelerías, como las que traían los esbirros de Napoleón Bonaparte (con todas sus revolucionerías en la mochila: liberté, igualité y fraternité), venían a hacernos "modernos". Y el pueblo de Madrid les dijo: NO. Y España les dijo: NO. Pues, contra la superchería de la tontería moderna, el hombre tradicional sabe en su fuero interno que todo aquello que es nuevo, no por ser nuevo, es bueno; sino que la experiencia constata todo lo contrario: lo nuevo es una amenaza, pues solo los moldes tradicionales aseguran un grado satisfactorio de éxito. No son simplemente ideales etéreos, son cosas muy prácticas: los experimentos, como dicen por ahí, con la coca-cola. Las libertades que decían traernos los invasores eran nuevas esclavitudes. Venían a cambiárnoslo todo: nuestra relación con Dios, nuestra relación con lo más inmediato que se despliega en el tiempo y en el espacio (la Patria), nuestra relación con la institución (la Monarquía) que nos garantizaba esas libertades reales, del municipio, de los fueros, de nuestras sagradas instituciones tradicionales. Y cualquier español de aquel 1808 entendía que es preferible arriesgar la vida, perderla, antes que perder la vivienda, el modo de vida.
Cualquier novedad (las ideológicas son a la larga más peligrosas) es una amenaza para una sociedad. Significa introducir una variable que no se sabe a ciencia cierta lo que deparará. Así siente el hombre y la mujer tradicionales. Y aquellos antepasados nuestros que se alzaron contra quien violaba nuestra vivienda, allanando nuestro domicilio, reaccionaron como naturalezas sanas y fuertes que se resisten a ser peleles de otro y, más todavía, de un extranjero que viene a enseñarnos cómo tenemos que vivir.
Sin embargo, los sangrientos años de lucha (inmortalizados por Goya en sus óleos y grabados) fueron traicionados por los liberales. Y la victoria contra el invasor que a la postre se logró solo retrasó la invasión invisible de esas perniciosas ideas. El constitucionalismo de Cádiz, ese engendro extranjerizante, postizo y nefasto, trajo consigo la perversión de la política, dando lugar a todas las convulsiones que padecieron nuestros antepasados durante el siglo XIX: pronunciamientos, desamortizaciones, golpismo liberal, sociedades secretas al servicio de intereses extranjeros... Y todas esas violencias liberales afectaron a nuestras instituciones más tradicionales, desfigurándolas a su vez: la Monarquía se transmutó en absolutista con Fernando VII (rey de infame recuerdo), el patriotismo se convirtió en nacionalismo (centrípeto, centralista y zarzuelero en los liberales; y, más tarde, centrífugo y antiespañol en algunas de nuestras regiones).
Los retos del presente no son menos comprometedores para nuestra vivienda. La sistemática destrucción de nuestro amor propio, la delicuescencia que han instilado en nuestras gentes, la deletérea negación de nuestra identidad se han convertido a principios del siglo XXI en constantes de una horrible mentalidad prevalente que tenemos que quebrar con resolución, que tenemos que aniquilar sin titubeos.
Y como siempre ha sido, será el piadoso recuerdo y la admirada veneración por todos nuestros antepasados caídos en defensa de nuestra vivienda, la que nos sostendrá en pie sobre el asfalto que nos han traído y en pie, sobre las ruinas de un mundo que tenemos que reconstruir: el nuestro, el tradicional, el nuestro, el identitario, el nuestro, el propio, el nuestro. El nuestro y no el de otros.
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