|
Joseph Conde de Maistre |
DE CÓMO EL OCULTISMO LO CONTAMINA TODO
Por Manuel Fernández
Espinosa
La historia de las ideas
políticas ha prescindido hasta la hora presente de un estudio exhaustivo de las
corrientes esotéricas que pudiera ilustrarnos sobre el influjo y efectos que
estas corrientes ejercieron sobre la formulación de algunas ideologías
políticas, así como sobre los acontecimientos históricos que las sectas
políticas protagonizaron. Entre ocultismo y política existen indudablemente
vasos comunicantes (como existen nexos entre ocultismo y literatura, ocultismo
y música, ocultismo y artes plásticas, etcétera). Marginando el tema del
ocultismo a una especie de corral de chiflados que nunca han salido de sus
antros se tiene una idea incompleta de los diversos sistemas de ideas políticas
y así es como se tiende a pensar acríticamente que las ideas políticas gozan de
una inmunidad a los delirios mágicos, como si esas ideas políticas pudieran
jactarse de ser autónomas y siempre se hayan mantenido al margen del mundo
inquietante del ocultismo, ajenas a esa infame cloaca de dementes
supersticiosos que han renunciado al mundo de la “razón pura”. El ocultismo, en
el mejor de los casos, es abordado con el escepticismo propio del racionalismo
que se burla de todo cuanto no comprende. Y las ideas políticas parecieran
dimanar de sistemas filosóficos (más o menos completos, pero eso sí: siempre
separados de los siniestros ámbitos del esoterismo y el ocultismo). La realidad,
en cambio, es otra muy distinta como ha mostrado la historia de las ideas y la
historia de la humanidad.
Distingamos, previamente, el
significado de los conceptos “esoterismo” y “ocultismo” (pues comúnmente
suelen confundirse). En principio, recordemos que una acepción de “esoterismo”
(la más decente de todas) se emplea en la historia de la filosofía, cuando
refiriéndonos a las antiguas escuelas filosóficas griegas, se ha entendido que
los grandes filósofos antiguos tenían una obra “exotérica” (de cara al público)
y unas enseñanzas “esotéricas” (que reservaban para sus discípulos); así, en la
escuela pitagórica se distinguía entre discípulos “matemáticos” y
“acusmáticos”, en la Academia de Platón y en el Liceo de Aristóteles también está
ampliamente aceptado que los círculos respectivos de ambos patriarcas de la filosofía, se desarrollaban las
enseñanzas en una vertiente “exotérica” (para el público) y en otra “esotérica” (se
supone que más complicada y dirigida exclusivamente a los adeptos). El
primitivo cristianismo también empleó la llamada “ley del arcano” para, de esa
forma, preservar la doctrina y los sacramentos y ponerlos a buen seguro de los
profanos: de ahí todo el rico simbolismo del arte paleocristiano que recurre al
“pez” como símbolo de Cristo o a las palomas (como emblema de las almas). Sin
embargo, con el correr de los siglos, el esoterismo se vino a convertir en una
suerte de presuntos “saberes” exclusivos de una elite de iniciados que
supuestamente disponen de conocimientos superiores al resto de los mortales:
las sectas gnósticas y algunas herejías, que se han ido sucediendo desde los
primeros tiempos del cristianismo hasta nuestros días, emplearon el esoterismo
en este sentido.
El ocultismo es un concepto mucho
más general que el “esoterismo” y vendría a comprender dentro de sí el
“esoterismo” (ya en su acepción peyorativa) como conjunto de saberes teóricos
sobre la(s) divinidad(es), la cosmogonía, la doctrina de ultratumba y las
llamadas “ciencias ocultas” (alquimia, métodos adivinatorios, etcétera). Pero
el “ocultismo” que se llama “esoterismo” (cuando se trata de cualesquiera
sistemas teóricos vedados a los profanos), se llama “magia” en su vertiente
práctica cuya gama es muy amplia y puede ir desde la evocación de divinidades
(demonios) hasta el maleficio, pasando por las artes mánticas (adivinatorias:
necromancia, quiromancia, tarot…).
En algunas etapas históricas el
ocultismo (se entiende que determinadas corrientes ocultistas; pues son muchas
las corrientes y sectas y, entre ellas, no existe unanimidad) ha ejercido sobre
la cultura y sobre la política una influencia poderosa y, sin ninguna duda,
siempre nefasta. En el caso del III Reich está suficientemente estudiada la
dirección política que imprimió la ariosofía a través de sociedades secretas
como la “Sociedad Thule” (en la que militaron grandes jerarcas del Partido
Nazi) así como otras asociaciones secretas menos conocidas que formaban un
entramado oculto; en modo alguno se ha estudiado la influencia ocultista en
algunas fases del totalitarismo soviético y –huelga decirlo, no se ha estudiado
satisfactoriamente la influencia ocultista en los paradigmas políticos de las
democracias occidentales, como pueden ser el “liberalismo”, el “socialismo”, el
“anarquismo” y… el “tradicionalismo”. Puede resultar extraño, pero sí: el
ocultismo también llegó con sus miasmas al “tradicionalismo”.
Durante el siglo XIX toda Europa
estaba sembrada de extraños conciliábulos ocultistas: masones de las diversas
obediencias y ritos, iluminados, martinistas, espiritistas, visionarios,
adivinos, falsos profetas, teosofistas (también de la Sociedad Teosófica de
Madame Blavatsky), etcétera. Y una de las naciones europeas donde más
proliferaba esta plaga ocultista era, precisamente, Francia. La revolución
francesa fue la eclosión en la historia del trabajo subterráneo de muchas de
estas asociaciones ocultistas. Pero, tras la desaparición de Napoleón
Bonaparte, una vez implantado el sistema de la Restauración (que, como es sabido, resultó efímero), el ocultismo no dejó de
existir. Y no sólo actuaba secretamente en los grupos enemigos del absolutismo
restaurado (los liberales de diverso radicalismo), sino que también floreció entre las filas de los
mismos absolutistas. El propósito de este artículo es, precisamente,
aproximarnos a esta cuestión que la historia ha ignorado largamente.
¿Llegó el “ocultismo” a las filas
del carlismo? Sería mucho decir que los carlistas se mezclaran promiscuamente
con sectarios, habida cuenta de su catolicismo militante: claro que no fue el carlismo entero infectado por el ocultismo, pero lo que está más
que claro es que no todos los carlistas permanecieron incólumes y algunos
resultaron afectados, contaminándose con las estrambóticas ideas que recogieron
en los antros ocultistas. Si los carlistas hubieran permanecido en la Península
Ibérica hubiera sido más difícil esta intoxicación, pero, como es sabido, el
desenlace de la primera guerra carlista (la Guerra de los Siete Años) supuso el
exilio (la emigración política) de muchos carlistas (el Rey Legítimo, Don Carlos
María Isidro de Borbón; oficiales del Ejército Carlista; burócratas varios;
publicistas y hasta soldados que eran simples voluntarios prefirieron salir de
España, puesto que no aceptaron las condiciones del tratado de Espartero-Maroto:
eso que la propaganda liberal llamó “Abrazo de Vergara”). Uno de los países de
acogida que más carlistas albergó fue Francia. Y en Francia, precisamente, no
pocos de estos carlistas entraron en relación con los círculos legitimistas,
que no pocas veces estaban frecuentados y eran polinizados por figuras que
compaginaban su legitimismo político con la adhesión a conciliábulos
ocultistas, mientras acomodaban su catolicismo a una mezcolanza de cristianismo
interpretado en clave ocultista. Con razón podía decir el gran reaccionario
Joseph de Maistre, refiriéndose a los martinistas, aquello de:
“…El pecado original se llama [en la jerga martinista]
crimen primitivo; los actos del poder divino y de sus agentes en el Universo se
llaman bendiciones, y las penas impuestas a los culpables, padecimientos.
Muchas veces yo mismo les he causado padecimientos [a los martinistas] cuando les echaba en cara
que lo poco que había de verdad en lo que decían no era sino el catecismo
desfigurado con palabras diferentes de las que emplea el verdadero catecismo”.
El mismo Conde de Maistre (lo
confesaba abiertamente en “Las veladas de San Petersburgo”) había tenido sus
escarceos con los secuaces de Louis Claude de Saint Martin, más conocido como
“El filósofo desconocido”.
El siglo XIX fue el siglo de los
ocultistas. En el siglo XIX Francia era una nación en la que pululaban
personajes que pisaban el vidrioso terreno de la especulación esotérica, la magia ceremonial y el espiritismo, la demencia
y la estafa. Y con estos individuos que trabajaban más o menos
clandestinamente, tanto en las filas del liberalismo (y el primitivo socialismo
utópico, también) como en las filas del legitimismo borbónico (católico en la
fachada, pero emponzoñado de supersticiones gnósticas, cabalísticas y
neopaganas), con estos individuos y estas sectas -digo- era imposible no entrar en contacto si se vivía en Francia.