Concluimos, con esta última parte, la exposición de la principal obra
política del filósofo sayagués. En ella Ledesma no es ajeno a los hechos
internacionales y la influencia que estos pueden tener en nuestra nación. A
través de sus dos digresiones explicará de forma brillante lo que considera más
importante de ambas: el papel de la juventud mundial y la turbulenta Europa de
la etapa de entreguerras con los modernos movimientos triunfantes.
RAMIRO LEDESMA RAMOS Y
EL DISCURSO A LAS JUVENTUDES
DE ESPAÑA (y IV)
Por Luis
Castillo
La última parte de Discurso está formada por dos digresiones donde analiza los aspectos clave del momento
internacional. La primera de ellas versa
sobre la actitud de la juventud europea mundial ante los difíciles años
treinta.
Ledesma cree que la juventud es la fuerza motriz de
su tiempo y que Europa es la demostración palpable de ello. Distingue bien el
papel de las mismas en épocas conservadoras y revolucionarias. La juventud es
fácilmente reabsorbida en las primeras hasta que llegan las etapas de
decadencia, donde empieza a asomar su carácter subversivo y a despuntar los
hechos revolucionarios de cada tiempo.
Es en la etapa de entreguerras donde Ledesma cree
que ha aparecido una juventud rebelde con fuerza y que su conciencia mesiánica
es a todas luces evidente. De hecho el propio Ledesma no esconde que se
encuentra en esa brecha: “yo mismo me
encuentro en la riada, y es así, dentro de ella (…)”.
Este “mesianismo juvenil”, si se permite la
expresión, hace que la juventud tenga un carácter revolucionario. Así es, en su
opinión, como se gestaron los grandes cambios de nuestro mundo señalando como
grandes ejemplos a las falanges de Julio César, los conquistadores españoles y
los tercios de Carlos V, las tropas de Napoleón o los sistemas totalitarios que
se imponen en la Europa de su tiempo.
Esta subversión mundial viene fraguándose desde el
final de la Primera Guerra Mundial. Las juventudes se han ido polarizando. Si
hacemos una revista a todos los acontecimientos subversivos, con el
protagonismo de la juventud como eje, dejan a las claras dichas impresiones.
Piensa que las juventudes de su época son insolidarias porque creen que son las
únicas legitimadas para los cambios y han enarbolado una bandera
revolucionaria, del signo que sea, de la que no están dispuestos a desprenderse.
No interpreta dicha insolidaridad de forma peyorativa ni mucho menos. Es el
hastío hacia las formas políticas inoperantes de los sistemas demoliberales las
que les han hecho abrirse paso.
Ledesma cree que existe una idea de ruptura en
ellas. Señala que las épocas revolucionarias no son en rigor progresistas, ya
que “No hay ni puede haber mito ni
ilusión de progreso donde no hay afán alguno continuador, donde no hay servicio
a valores preexistentes”. La juventud europea encarna al futuro, creen en
su misión y son temibles. En ellas no cabe “ni
crisis moral, ni corrupción ni aventurerismo”. La juventud es la vanguardia
de la nueva Europa que se vislumbra ya que, como el propio Ledesma señala, su “carácter mesiánico, salvador, y el
sentimiento de que su presencia en la historia acontece en la hora precisa para
que no llegue a consumarse de modo irreparable la catástrofe, constituyen el
basamento emocional de las juventudes”.
Sitúa la etapa de entreguerras en una atmósfera bien
distinta a la pudo tener el mundo antes del conflicto de 1914. Ante este poder
salvador que la propia juventud ha adquirido, Ledesma va a desarrollar con
detalle su segunda digresión. Como los jóvenes europeos han implementado su
actitud mesiánica a los distintos acontecimientos triunfantes. Fija esa subversión victoriosa en los
que serán los tres grandes Estados totalitarios del siglo XX que reflejan la
transformación mundial: la Rusia bolchevique, la Italia fascista y la Alemania
nazi.
Que Ledesma es anticomunista no hace falta
demostrarlo. Es un hecho. Pero es a su vez revolucionario y no tiene reparo alguno en
reconocer que el movimiento bolchevique ruso es la primera erupción del cambio
en el escenario internacional, pese a que parcialmente le disguste. Para él el
triunfo de los bolcheviques tiene, en comparación al resto de movimientos
marxistas europeos o mundiales, un sentido “nacional”. Aunque pueda
sorprendernos le da la categoría de “revolución
nacional rusa” que ha renunciado –o pospuesto- a la revolución mundial
proletaria. No se debe el triunfo del bolchevismo a su carácter marxista sino
por alguna explicación nada fácil de entender a su impronta “nacional” que ha
encontrado de manera casual. Esta interpretación, si se quiere discutible, la
sostendrá de igual forma Pedro Laín Entralgo en “Los valores morales del
Nacionalsindicalismo” basándose precisamente en las interpretación del sayagués
sobre el bolchevismo.
Y es que Ledesma tiene poco que admirar del zarismo.
Este cree que entró en una senda en la cual desconocía la realidad nacional de
su país: el hambre, la miseria y la extrema pobreza del pueblo ruso. Su
conclusión es que, pese al internacionalismo marxista, paradójicamente el
bolchevismo ha sabido interpretar la revolución en Rusia de forma “patriótica”,
pues cree que incorporaron “un nuevo
sentido social, una nueva manera de entender la ordenación económica y una
concepción, asimismo nueva, del mundo y de la vida (…) esa victoria no es otra
que la de haber edificado de veras una Patria. Es una victoria nacional.”
El llamado “socialismo en un solo país” y su
victoria “nacional” le lleva a pensar que la URSS no daría ni un solo paso en
falso ni arriesgaría por ayudar a que una revolución marxista fuera de sus
fronteras triunfara, lo cual –sin negar las deficiencias intrínsecas y la
brutalidad del régimen estalinista- hace que sea en parte un interesante
experimento al igual que parcialmente monstruoso. No deja de ser curiosa esta
reflexión, pero razones no faltan para ello. Ledesma fue ejecutado en octubre
de 1936 y no pudo contemplar la dinámica de la contienda española. Quizás
algunos crean que la ayuda que presta el estalinismo al Frente Popular durante
la guerra civil española sea un apoyo a una revolución en otro país. Se equivocan
quienes lo afirmen. Una hipotética victoria del Frente Popular hubiera
significado el triunfo del imperialismo soviético que dominaba Stalin a través
de la Komintern. La España republicana desde 1937 se convirtió un títere del
Kremlin y estuvo a merced de su política exterior. Es decir, una revolución
dirigida desde Moscú y para los intereses del dictador georgiano.
Y es que, como apunta Ledesma, “Stalin es el hombre que soñará quizá con la revolución universal roja,
pero que por lo pronto se zambulle en la realidad rusa, y cree sin duda que la
consigna más interesante es hoy hacer y construir en Rusia una gran Nación”. Efectivamente.
La “reanudación” de la revolución
universal roja llegará tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando
precisamente el terreno parece allanado para devorar toda Europa con la derrota
militar de los fascismos.
Toda esta interpretación de Ledesma sobre el
bolchevismo como fenómeno “nacional” no se produce igual hacia los movimientos
comunistas de otras naciones. De hecho destroza al marxismo no ruso sin
contemplaciones. Cree que estos han rehuido de todos los ingredientes fecundos que,
de forma oportunista o por casualidad, sirvieron a Lenin para plasmar en
realidad la revolución rusa y que llevaron a continuarla a Stalin. Su
incapacidad revolucionaria es abrumadora y de ahí derivan todas las derrotas
del marxismo mundial tras la conquista del poder en Rusia. Los aplastamientos
de las revoluciones en Hamburgo, Estonia, China, Austria y España lo corroboran.
El factor decisivo de su derrota es el desconocimiento de la idea nacional
precisamente, de no haber sabido interpretar el momento histórico. “Después de la Guerra, después de diez
millones de hombres muertos por la defensa de sus Patrias, la idea nacional se
reveló como una de las dimensiones más profundas que informan la vida social
del hombre. El internacionalismo marxista declaró a «lo nacional» fuera de toda
emoción revolucionaria, quedando así privado de una de las grandes palancas
subversivas (…)”.
Esto sí lo entendió un antiguo marxista italiano,
perteneciente otrora al ala radical del socialismo, llamado Benito Mussolini.
El fundador del fascismo comprendió con exactitud esa palanca nacional. Son, en
opinión de Ledesma, el primer hombre y el primer movimiento, respectivamente,
que se oponen a la revolución mundial marxista.
El fascismo se enfrentó al marxismo en una guerra
sin cuartel con la máxima de las violencias. Mussolini había incorporado algo
propio de su tiempo, la mística
revolucionaria, pero añadiéndole un profundo espíritu y sentido nacional. Su
marcha triunfal en 1922 sobre Roma y la victoria definitiva de 1925 marcan el
inicio de una nueva era para el país. Mussolini ha logrado éxitos formidables
desde entonces y hasta lo más variopinto de la intelectualidad y la política
mundial lo reconocen: Edison, Freud, Gandhi, Roosevelt, Churchill…
Ledesma sabe que el fascismo no es simple
antimarxismo. No es una mera reacción contra el movimiento rojo, pues lo ha
vencido en el terreno de la rivalidad revolucionaria, que es donde se le puede
combatir de forma eficaz. Los camisas negras han sabido
interpretar que el parlamentarismo debe ser enterrado, ha incorporado a los
trabajadores en la tarea creadora de un Estado Nacional desplazando a la
burguesía, ha impuesto el interés general de la nación y a su vez un orden coactivo como garantía de la
revolución fascista.
No es pese a esto Ledesma, por mucho que loe el
hecho italiano, un apologista ciego. Cree que Mussolini se ha estancado en su
misión, que no debe ser otra que la de desmantelar el capitalismo
definitivamente. No obstante es algo subsanable y que la justificación del
fascismo italiano vendrá cuando acometa este último golpe que le queda para ser
una revolución completa. Si no, como apunta,
“su marcha sobre Roma recordaría
entonces más a la marcha sobre Roma de Sila que a la de Julio César”.
A Mussolini, pues, le faltaría apuntalar solo su
obra con el aniquilamiento de los últimos reductos de la burguesía, pues
Ledesma sabe que el burgués desprecia en el fondo el fascismo ya que el
espíritu de este “no respira a sus anchas
en la atmósfera del fascismo, no está en él ni se mueve en su seno como el pez
en el agua o el león en la selva. No está en su elemento. Esto nos conduce a
extraer una consecuencia: el fascismo no es una creación de la burguesía, no es
un producto de su mentalidad, ni de su cultura, ni menos de sus formas de vida.”
Pero pese a su “revolución gradual” Mussolini no emprenderá esa labor
definitiva hasta los días de Saló cuando todo está perdido casi. Demasiado
tarde.
Donde Ledesma sí muestra mucho más optimismo es en
el nacionalsocialismo alemán o, como lo califica él, “racismo socialista”.
Nuestro personaje diferencia el movimiento liderado
por Adolf Hitler claramente del modelo
italiano y del ruso por algo insólito hasta ese momento en política: hacer de
la raza una idea de Estado. El fascismo considera la idea nacional como “turbina generadora de entusiasmo” y el
bolchevismo ruso como “hallazgo
inesperado”. El caso alemán es diametralmente diferente al encontrar en lo
nacional “una angustia metafísica,
operando en él un resorte biológico y profundo: la sangre.”
Esta nueva idea, como decimos insólita hasta ese
momento llegado al poder, hace que el sentido social y nacional del nazismo
tenga su mira puesta en un doble enemigo: “De
una parte, el judío y su capital financiero; de otra, el enemigo exterior de
Alemania, Versalles, y sus negociadores, firmantes y mantenedores, es decir,
los marxistas y la burguesía republicana de Weimar”.
Hitler ha declarado a todos ellos los grandes
culpables de la hecatombe germana. Ledesma aclara por qué el mensaje de Hitler
ha entrado en las conciencias del pueblo alemán: “el obrero parado, el industrial arruinado, el soldado sin bandera, el
estudiante sin calor, el antiguo
propietario sin fortuna (…) eran producto de un gran crimen cometido contra
Alemania, crimen ocultado al pueblo por la cobardía y la traición de «los
criminales de noviembre», edificadores del régimen de Weimar y verdaderos
cómplices de todos los actos realizados contra Alemania”. Los nazis han
señalado a los enemigos y el pueblo alemán ha comprendido que no es en una
guerra de clases donde los alemanes deben dirimir sus diferencias sino contra
los enemigos reales de la nación. Son los propios alemanes, independientemente
de su condición social, los grandes damnificados por la humillación de
Versalles.
Ledesma interpreta que Hitler no pretende un
socialismo para todos los hombres. Su objeto es crear un socialismo solo y
únicamente para el alemán. Nadie más. El anticapitalismo nazi incorpora unas
características propias: el enemigo judío. Ve el nacionalsocialismo “en el régimen capitalista no sólo un
sistema determinado de relaciones económicas, sino que ve también al judío,
añade al concepto económico estricto un concepto racista. La idea antijudía y
la idea anticapitalista son casi una misma cosa para el nacional-socialismo. Y
es que, como hemos dicho, el alemán objetiva su problema particular en
Alemania, y su inquietud socialista persigue en todo momento una ordenación en
beneficio de la raza entera.”
Ledesma sabe que la victoria de Hitler sobre el
marxismo ha dejado atónitos a los revolucionarios rojos. Ha contemplado el
poderoso comunismo alemán como un movimiento nacido de la nada y que a punto
estuvo de fenecer con el fracasado golpe de 1923 se ha encaramado en el poder.
Sencillamente por imprimir a su socialismo revolucionario un fanatismo racial y
nacionalista. Y es que el nacionalsocialismo, a partir de aquel año, tuvo una
estrategia real para llegar al poder. Tanto que la conquista del mismo en 1933 es
propio de una obra maestra.
A Hitler no solo le acechó el peligro rojo sino dos
incluso más duros por tener conquistadas ciertas áreas clave del Estado.
Ledesma considera que son la oligarquía militar y los junkers. La dificultad
para Hitler de ostentar la cancillería electoralmente casi le cuesta al
nacionalsocialismo su progresión espectacular. La oligarquía militar, con el
general Schleicher a la cabeza, intenta
dinamitar la subida de Hitler conspirando al alimón con los socialdemócratas
sin éxito. Hitler se sirve de los junkers, hombres reaccionarios, para auparse
al mando del Estado cuando a Hindenburg no le queda más remedio que invitarle a
la jefatura de gobierno tras su victoria en las urnas. Ledesma considera que la
maestría de Hitler reside en hacer creer a la derecha, que forma gobierno con
él en los primeros meses, que dicha colaboración es el fin de la revolución
nacionalsocialista y pasar a ser órbita de los Hugenberg y de los Von Papen.
Esta colaboración interesada para llegar al poder de
Hitler –que se desprenderá de estos elementos pronto- crea malestar en los más intransigentes
de los camisas pardas. Los mismos piden la máxima radicalización del partido.
Además Röhm y sus SA pretenden nada menos que sustituir a la Wehrmatch. Hitler
no puede permitir estas deslealtades. Por ello Ledesma considera que la “Noche
de los cuchillos largos”, aunque creó desilusión en la juventud y en las masas
populares –especialmente con la eliminación de Gregor Strasser-, es un mal
necesario por muy doloroso que sea. Una revolución triunfante no puede tener
escollos en su mismo seno. Hitler es quien tiene el mando absoluto y es el
líder supremo, ya que “al frente de los destinos de Alemania, al
frente de setenta millones de alemanes, escoltado por los dos mitos de la raza
y de la sangre, es y constituye, sea cual fuere su ulterior futuro, uno de los
fenómenos más patéticos, extraordinarios y sorprendentes de la historia
universal.” Ese posterior futuro será una nueva guerra mundial con una
batalla final encarnizada en Berlín que tendrá como resultado la muerte por
suicidio del que fuera “führer” de Alemania durante más de una década.
Ante el panorama internacional, ¿qué papel le
corresponderá a España? Ledesma confía en que tengamos algo que decir en esa
pugna. Él no delimita la lucha entre nazismo, fascismo y bolchevismo exclusivamente.
Todos ellos son aún cosas inconclusas y hasta contradictorias en ciertos
aspectos. Su patriotismo, su profunda españolidad, no le permite otra cosa
cuando afirma, al final de su Discurso, que “Quizá
la voz de España, la presencia de España, cuando se efectúe y logre de un modo
pleno, dé a la realidad trasmutadora su sentido más perfecto y fértil, las
formas que la claven genialmente en las páginas de la Historia universal”.
Por diversos motivos no pudo ser y no entraremos en
ello pues sería largo y tendido y no pretendemos aquí explicar esas causas. No
sabemos qué postura habría tomado en esos difíciles años Ledesma Ramos al ver
que “ni la voz ni la presencia de España”, tras la guerra civil, pudo
efectuarse en aquel gigantesco conflicto mundial que duró seis larguísimos años,
salvo en esos miles de valientes jóvenes enrolados en la División Azul que
ofrendaron su sangre en las estepas rusas y años antes en los campos de España.
Lo que Ramiro Ledesma propuso en su día no puede
plasmarse hoy. El mundo ha cambiado demasiado. Pero su esencia, en cuanto al
profundo patriotismo social del que hizo gala, es inmortal e intemporal. Quede
como legado lo que uno de los mejores cerebros españoles que murieron en
nuestra trágica guerra española, equivocado o no, quiso explicarnos en su
Discurso. Y también como justicia al que fuera precursor y teórico del
nacionalsindicalismo.
No haremos frases rimbombantes. El mejor epitafio a
nuestro personaje lo expuso, sin duda, el que fuera su maestro, don José Ortega
y Gasset, cuando al conocer su ejecución expresó desde su exilio francés con
sumo dolor: “No han matado a un hombre,
han matado a un entendimiento”.