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Manuel Fernández |
Manuel Fernández Espinosa
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación y Diplomado en Ciencias Religiosas.
Es adrede que dejamos al margen de nuestras consideraciones el ateísmo antiguo, puesto que entendemos que dedicarnos a ello -aquí y ahora- podría ser, en todo caso, un ejercicio de erudición que está lejos de nuestro propósito. Además de ello, el objeto del presente estudio no es tampoco el ateísmo como tal, del que el lector podrá encontrar una profusa bibliografía. Sin embargo, aunque el ateísmo no es nuestro objetivo, el ateísmo moderno -y su desenvolvimiento- se nos convierte en un asunto de forzada presentación, dado que sin una noción de su génesis y su despliegue histórico, no podemos abordar el tema central que nos proponemos aquí.
En este sentido, cualquier intento de aproximación al ateísmo moderno no puede soslayar la figura y la obra de uno de sus más egregios antecedentes, digamos también que uno de los más coherentes filósofos del siglo XIX y mucho menos conocido que los que pasarán por ser paladines del ateísmo decimonónico (Karl Marx y Friedrich Nietzsche). Ni Marx ni Nietzsche pueden ser comprendidos sin el filósofo al que nos referimos: Ludwig Feuerbach (1804-1872).
Feuerbach es uno de los más notables exponentes de la denominada “izquierda hegeliana” y no puede regateársele a Feuerbach, a pesar del olvido en el que yace, el mérito de haber llegado a las conclusiones últimas del idealismo hegeliano, tras la aplicación de la más inexorable de las lógicas a las premisas idealistas, tan impregnadas estas de panteísmo spinozista. Es así como entenderemos que, para Feuerbach: “El “panteísmo” es la consecuencia necesaria de la teología (o del teísmo) –la teología consecuente-; el “ateísmo” es la consecuencia necesaria del “panteísmo” –el panteísmo consecuente”.
No obstante, no podemos silenciar tampoco que, con antelación a Feuerbach, un cofrade de Hegel, el hadario poeta Friedrich Hölderlin, se hubo anticipado en sus escarceos filosóficos a lo que veremos cumplido en Feuerbach; esto es: derivar del panteísmo (spinozista) el ateísmo y convertir la teología (que queda obsoleta tras la supresión de Dios) en poesía (Hölderlin) como en antropología (Feuerbach) y, no satisfechos con esta “humanización”, proceder por ende a la “divinización” de la humanidad; perfilando lo que, de formas muy diversas en el correr de los siglos XIX y XX (veremos que con precedentes en las postrimerías del XVIII), vendrá a ser a la postre una “religión de la humanidad” y, más tarde, en nuestros días: una “religión de la superhumanidad”.
Aunque lo que se intitula como “El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán” (1795) fue escrito por Schelling, Hegel y Hölderlin, cupo a éste último (así lo afirma la crítica más autorizada) el más que discutible honor de ser el máximo inspirador del proyecto. En el susodicho proyecto podemos leer:
“Absoluta libertad de todos los espíritus, que portan en sí el mundo intelectual y que no deben buscar fuera de sí ni Dios ni inmortalidad”. (La cursiva es del original hölderliniano).
Se afirma de este modo la inmanencia (no hay Dios ni inmortalidad fuera de cada uno de esos “espíritus” portadores en sí del mundo intelectual” y para los cuales reclama Hölderlin la “absoluta libertad” sin ataduras. Pero negar rotundamente que se busque a Dios (y a la inmortalidad) fuera de uno mismo, no trae consigo un ateísmo, sino la divinización del “yo” (Razón y Corazón). Y habiendo divinidad, Hölderlin entiende que es forzoso dotar a la divinidad redescubierta de una “religión sensible” (no sólo para la muchedumbre, sino también para el filósofo); una “religión sensible” que el poeta alemán postula con la fórmula: “Monoteísmo de la Razón y del corazón, politeísmo de la imaginación y del arte”. Hölderlin reclama toda una “mitología de la Razón”. El pensamiento de Hölderlin reposa, como el de otros idealistas contemporáneos, en la recepción de la filosofía panteísta de Spinoza, realizada en Alemania de la mano de Jacobi. Es por eso que, lo que Hölderlin sostiene: “monoteísmo de la Razón… politeísmo de la imaginación y del arte” resonará en Feuerbach y, más tarde, en Nietzsche que no está exento de la influencia spinozista.
Los tres jóvenes seminaristas de Tubinga que celebraron alborozados la revolución francesa, con Hölderlin a la cabeza, ensayaban de esta manera lo que se estaba realizando a trancas y barrancas en la Francia recién surgida de la Revolución, esto es: mientras se perseguía al clero católico (también Hölderlin apelaba a esta persecución en su “proyecto”) se improvisaba toda una religión sustitutoria del tradicional catolicismo (y, en definitiva, de cualquier cristianismo: Schelling, Hegel y Hölderlin eran protestantes). Esta religión de nuevo cuño emergía bajo los auspicios del poder político y competía con el cristianismo tradicional. Era una religión no del todo definida y en sus primeros esbozos se revestía, en la misma Francia revolucionaria, con las ínfulas del deísmo (el “Ser Supremo” de Robespierre), adoptaba la cobertura de religión estatal (el culto decadario fue la religión cívica por excelencia) o cristalizaba bajo la forma de sectas, como fue el caso de la teofilantropía. Fue miembro de la secta teofilantrópica el pintor David y también queremos mencionar la pertenencia a ella de un compatriota nuestro: Andrés María Santa Cruz, nacido en Guadalajara y que fue uno de los primeros sacerdotes de este culto, poco se sabe de él, pero Menéndez y Pelayo nos dice que Andrés María Santa Cruz vendría a morir, pobre e ignorado, en una posada de Burgos el año 1803.
Un estudio de las revoluciones políticas de la moderna Europa, por somero que fuere, nos permitiría aseverar que las revoluciones son, en efecto, un imprevisible producto resultante de la acción coordinada, descoordinada o en pugna de sectas más o menos encubiertas, según la coyuntura previa al estallido revolucionario. Y para comprobarlo podríamos remontarnos a la revolución inglesa de la segunda mitad del siglo XVII.
Pero las sectas que intervienen o sufren la revolución inglesa son todavía teselas del abigarrado y monstruoso mosaico del protestantismo que, aunque herético, no ha proclamado la ruptura con la tradición cristiana, por mucho que la hubieran deformado sus heresiarcas. Sin embargo, algo nuevo sucede con la revolución francesa. Es con ella que afloran los primeros conatos de sectas que han roto con la tradición cristiana, que aspiran a convertirse en religiones positivas, que incluso borran hasta el último vestigio deísta e inician la acelerada marcha revolucionaria que conduce de la “muerte de Dios” (el reconocimiento de su ateísmo) a la divinización de la humanidad y, en un paso más allá -siempre en el más acá: de la flagrante y profunda decepción e insatisfacción por la humanidad, a la religión del superhombre.
Este desenvolvimiento del ateísmo que, puede prescindir y rechaza más o menos virulentamente a un Dios revelado, parece contradictorio cuando en la historia moderna y contemporánea ha terminado derivando no pocas veces a la formación de una religión, cuyo objeto de culto es la humanidad o la superhumanidad. Pero en definitiva vendría a darle la razón a Xavier Zubiri cuando decía que: “Lo primario no es estar sin Dios, lo primario es estar religado al poder de lo real. Tanto el ateísmo como el teísmo son conclusiones de un proceso intelectivo y vital dentro de esa religación frente a la ultimidad de lo real”.
El ateísta, según Zubiri, “a diferencia del teísta que ha descubierto a Dios, se encuentra con su pura facticidad encubriendo a Dios; es el encubrimiento de Dios frente a su descubrimiento. No es carencia de experiencia de Dios. Es una experiencia en cierto modo encubierta”. Para el filósofo vasco la cuestión (a saber: Dios) se cierra en falso para el ateísmo, dado que en vez de descubrir que “el poder de lo real” es Dios, encubre “el poder de lo real” bajo la “facticidad” que sea. En otro lugar, Zubiri lo define así: “El ateísmo es un acantonamiento de la conciencia en la palpitación de Dios en el seno del espíritu”.
El lúcido planteamiento que de la cuestión hace Xavier Zubiri se ve refrendado por el hecho de esa tendencia, de la que puede darse fehaciente testimonio histórico en el desenvolvimiento del mismo. Es lo que les choca a los teístas, descubrir que el ateísmo, bajo sus más diversos apelativos: feuerbachiano, stirneriano, marxista, positivista, nietzscheísta, etcétera, tiende históricamente a plasmarse en una religión. Pero, al cabo, viene a ser la consecuencia de ese “encubrimiento” que desvela Zubiri.
El mismo Ludwig Feuerbach había dicho que: “No debe olvidarse que con este nombre [ateísmo] no se dice nada, como tampoco con su opuesto, el teísmo […] Todo depende únicamente del contenido, del fundamento y del espíritu, tanto del teísmo como del ateísmo”. Algo que también, dicho sea de paso, conviene recordarle a todos aquellos que llamándose teístas (sin definir el contenido, fundamento y espíritu de su teísmo) se arrojan en brazos de un ecumenismo que pervierte la pureza doctrinal, excesivamente preocupados en reafirmar el hecho común de la fe en un Dios, contraponiendo esta indefinida creencia al ateísmo. Este ha sido, de hecho, el consabido pretexto del más torpe y delirante ecumenismo que se ha mostrado, con el tiempo, más destructivo que toda ofensiva ateísta. El ateísmo ha ido adoptando, según quien lo promulgara, diverso contenido, fundamento y espíritu, pero lo que está todavía por demostrar es un ateísmo puro. Esto no es posible, debido a la trampa que supone su propio encubrimiento. Es así como “el poder de lo real”, por seguir con el exuberante léxico zubiriano, se ha ido viendo “encubierto” ahora por la humanidad, bien por el Único (Max Stirner), ya por el “paraíso en la tierra” marxista o bien por la “superhumanidad”, según Nietzsche. El caso es que no hay ateísmo que se presente como absoluto ateísmo: cuando el hombre proclama la “muerte de Dios” se apresura a dar vivas al “superhombre”. Con un lenguaje menos filosófico, pero no menos sabroso, lo dirá Gustave Thibon:
“Aunque el ateo rechace a un Dios personal, no puede dejar de estar vinculado a lo divino, en lo que tiene de perfección y felicidad, y en cuanto significa de evasión de la desgracia. Esta búsqueda de lo divino sin Dios y contra Dios se traduce en el culto del superhombre de Nietzsche, de la gratuidad de Gide, de la libertad en Sartre, de la Ciudad futura en los marxistas”.
Como ha puesto de manifiesto más recientemente Manuel Cabada Castro resulta a todas luces que el ateísmo se vuelve problemático; no tanto para el teísmo como para sí mismo. De ahí el atinado título que puso al capítulo VIII y final de su libro “El Dios que da que pensar. Acceso filosófico-antropológico a la divinidad”; dicho título reza: “El difícil ateísmo”.
Sin embargo, el problematismo que envuelve el propio ateísmo se verá resuelto en falso apelando a la “religión de la humanidad” y, cuando ésta se muestre estéril, en una pirueta del nihilismo, el ateo terminará desembocando en la “religión de la superhumanidad”.