El autor de "Islam y Occidente", Marco Cimmino |
A petición nuestra, Marco Cimmino nos ha honrado con esta contribución, permitiéndonos publicar la traducción de uno de sus lúcidos textos en primicia para nuestra bitácora de RAIGAMBRE. Es de agradecer la disponibilidad y gentileza con la que nos ha distinguido el historiador italiano al permitirnos traducir al español por vez primera uno de sus textos, publicados en la muy autorizada y recomendable revista Storia Veritá (revista que tenemos el gusto y el honor de enlazar aquí).
Merece la pena presentar a nuestro ilustre colaborador, habida cuenta del vacío cultural que impera sobre esta nuestra España contemporánea.
Marco Cimmino (Bérgamo, 1960) hizo su servicio militar en el 5º Regimiento Alpino y se licenció
en Historia Medieval en Milán. Desde entonces ha compaginado la docencia con la
investigación histórica, a la vez que con la actividad periodística, convirtiéndose en una de las voces más autorizadas en Italia. Su atención investigadora la focalizó en la Primera Guerra Mundial, especializándose en esta etapa. Es presidente del jurado del Premio Internacional I. F.
M. S. de la Associazione Nazionale Alpini, miembro de la Sociedad del Museo de
la Guerra de Rovereto y de la Sociedad Italiana de Historia Militar. Asimismo forma
parte de la comisión científica del Festival Internacional de Historia de
Gorizia y es socio académico del Grupo
Italiano de Escritores de Montaña. En su faceta periodística podemos destacar que colabora con Radiouno Rai, en el programa “L’Argonauta”, y ha firmado numerosas
cabeceras. También es autor de varios manuales
didácticos de la asignatura de Historia para la Escuela Superior Italiana. Entre sus publicaciones más recientes cabe destacar “La
conquista dell’Adamello”, “La storia Della scuola italiana. Cronaca di un desastre
annuciato”, “Da Yalta all’11 settembre”, "Pellegrini in grigioverde” y “La
conquista del sabatino”. Ha participado en tres antologías de cuentos
fantásticos, al cuidado de G. de Turris: “Se l’Italia”; “Altri Risorgimenti” e
“Apocalissi”.
"Islam y Occidente" es un texto que da buena cuenta de la lucidez del historiador italiano. Pensado para un número que la revista Storia Veritá dedicó a las relaciones entre el mundo occidental y el mundo islámico, Marco Cimmino se ocupa de precisar a modo de preámbulo las diferencias oportunas que permitan comprender un mundo y el otro. Con un exquisito respeto por el Islam, el autor se aparta no obstante de las interpretaciones simplonas que tanto abundan hoy en Europa, sobre todo en España, y que son el síntoma más notable de la crisis de valores que sufrimos, crisis debida al relativismo y a la endofobia preponderantes en un occidente secularizado que no se respeta a sí mismo. La receta que recomienda el historiador es el mutuo conocimiento y el recíproco respeto entre dos mundos que han sido vecinos durante tantos siglos, repletos de relaciones pacíficas y bélicas.
Europa, esa extraña aleación de germanos y latinos, unidos por el Sacro Imperio Romano-Germánico y la Cristiandad |
Artículo original de Marco Cimmino
Introducción, Traducción y notas de Manuel Fernández Espinosa
Si
la historia fuese realmente tal y como la imaginaba Giambattista Vico (1)*, esto es: si se caracterizara por el “corsi e ricorsi” el problema de la
compleja y controvertida relación entre el Occidente cristiano y el
Islam ni se plantearía, pues no habría nadie para contarlo, ya que,
conforme a la regla, debiéramos estar todos islamizados. Esto se debe,
en efecto, a que en el curso de la historia euromediterránea se ha
repetido el mismo patrón: una historia hecha de hegemonías sucesivas,
determinadas en cada ocasión por factores diversos, pero con una matriz
común, que es la de la juventud o, si se prefiere, la del vigor étnico,
que prevalece sobre la decadencia.
En efecto, en los últimos
cuatro mil años de historia el testigo ha pasado por varias manos: de
los pelasgos a los indoeuropeos, de los asiáticos a los aqueo-dorios, de
los púnicos a los romanos, hasta los tiempos más recientes y más
calamitosos, en los que, a manera de oleadas, los pueblos germánicos en
plena expansión migratoria, se empujaban los unos a los otros hacia el
oeste y hacia el sur, fundando reinos y destruyendo otros. Vándalos,
visigodos, francos, sajones, burgundios, hasta los longobardos y, por
último, los alamanes y húngaros, invadieron el continente, con un flujo
casi continuo de migraciones, a veces pacíficas, pero con mayor frecuencia
acompañadas de un séquito de terribles estragos, formando aquella
extraña aleación de romanos y germanos que, entre el siglo V y el XI
después de Cristo, ha dado vida a la Europa moderna.
En suma, la
historia de Europa, hasta este punto, habría encarnado perfectamente
aquella idea de “corsi y ricorsi” a la que aludíamos arriba. Pero, sobre
el escenario de la historia aparecieron los árabes, y las cosas
cambiaron definitivamente. Para comenzar, los árabes no eran un pueblo
cohesionado, pequeño y combativo, como lo habían sido las tribus
germánicas y tampoco tuvieron una tecnología superior, como la que
tuvieron los aqueos con las armas de hierro, sino que eran una
mezcolanza de tribus, dispersas sobre un territorio muy amplio,
divididas por la religión y las costumbres. El elemento de cohesión, que
los hizo tan poderosos y permitió una rauda expansión fue la fe: la
predicación de Mahoma se transformó en una formidable energía propulsiva
y la doctrina de la Yihad, de la difusión tanto pacífica como coactiva
del Islam, fue el motor. No fue, por lo tanto, la búsqueda de mejores
pastos y el botín de las razzias lo que impulsó a los ejércitos
musulmanes a la conquista del Mediterráneo y de las estepas asiáticas,
un vasto espacio para convertir, sino que fue una empresa fanática de
los misioneros en armas. El equivalente de las invasiones bárbaras, pero
con el Corán debajo del brazo, en otra época y sobre otras líneas
directrices.
Hay que decir que los árabes o, al menos, la
"civilización andalusí* alcanzó precozmente elevados niveles de cultura y
refinamiento: lo que nos permite dudar del axioma según el cual un
pueblo grosero y belicoso tiende a prevalecer sobre un pueblo refinado y
pacífico. En el caso de la guerra de España, los rudos, en todo caso,
fueron los caballeros visigodos y francos: Roldán, comparado a un
guerrero musulmán andalusí, ofrecía todo el aspecto de bárbaro. Y no
tenemos, sin embargo, que creer que las dinastías andalusíes y los
soberanos hispano-godos invirtieron todo su tiempo libre degollándose
los unos a los otros: desde el principio del siglo VIII que marca el
afianzamiento musulmán en la Península Ibérica y hasta el final de la
Edad Media, hubo intercambio cultural y comercial constante entre el
Occidente musulmán y el Oriente cristiano, en una visión histórica que
no sólo subvierte los estereotipos, sino que incluso trastorna nuestro
imaginario geográfico, apegado a la idea de un oriente islámico y un
occidente eurocristiano. Pero tampoco, en este sentido, conviene
exagerar: hubo intercambios, y fueron cruciales para el renacimiento
cultural europeo, que debe precisamente a estos contactos la
recuperación de la cultura griega, que de otra forma se hubiera
perdido (2)*. Pero decir esto no equivale a decir que las relaciones entre
la España musulmana y la Cristiandad romano-germánica fueran idílicas:
era una época de guerras y violencia. Fue, sin embargo, también una
época en que las relaciones entre los poderes particulares sobre el
territorio tuvieron un aspecto netamente privado, debido en gran medida a
la ausencia de un fuerte control del poder central. Todo esto determinó
una situación extremadamente diversa e irregular, que nos impide
generalizar. En definitiva, la convivencia y la buena vecindad entre el
Islam y la Cristiandad dependieron de las circunstancias y situaciones
concretas: esto, sin embargo, permitió una influencia recíproca superior
a cuanto se cree por lo común y más de lo que transmiten las fuentes
que, recordemos, son ante todo literarias y, por lo tanto, quedan
sujetas a inevitables amplificaciones de los aspectos polemológicos.
Cabe
señalar, por ende, que las escaramuzas y guerras eran la norma de la
vida cotidiana de la sociedad de aquellas calendas y se combatían, a
menudo a título personal, en un ambiente de anarquía, "todos contra
todos", y no tan solo por la diferencia religiosa, sino que, muy a
menudo, resultaban ser diferencias y contenciosos entre miembros del
mismo credo. Había, huelga decirlo, las guerras de religión: la historia
de la "Reconquista", la de Navarra y Asturias, la misma historia de
Francia, parte de la Liguria y de la de Italia, aportan abundantes
testimonios, pero hay que decir que esta situación, a diferencia de
aquella descrita arriba, no representaba la regla.
Henri Pirenne (3)*,
en su celebérrimo ensayo “Mahoma y Carlomagno” postuló por vez primera,
allá por 1937, la responsabilidad directa del Islam en la clausura
efectiva de la experiencia política del Imperio Romano: desde entonces,
esta visión se ha convertido, paulatinamente, en la dominante, hasta
haber sido aceptada a todos los efectos en la historiografía occidental.
Si lo pensamos, en el fondo, la culpa principal de la expansión árabe
de los siglos VII y VIII fue justamente ésta, y la desconfianza y el
miedo de occidente desfondaron las propias raíces en este terrible
hiato, que ha separado las dos orillas del Mediterráneo, creando una
fractura entre África y Europa que a día de hoy existe todavía: para los
romanos, no había una diferencia sustancial entre Leptis Magna y
Neapolis, porque siempre fue Roma en cualquier parte. Podemos decir que
la geopolítica euromediterránea moderna tuvo su origen en este imponente
fenómeno, que se convirtió en el tema dominante de una relación tan
difícil y que traería tantos acontecimientos. Otro error de valoración
que, a menudo, se comete (y digamos también que se comete por el
bizantinismo de los nombres altisonantes e incluso ante las cámaras de
televisión) es el que confunde la civilización árabe con la expansión
turca, que tuvo un carácter harto peculiar.
"Don Rodrigo en la batalla de Guadalete", óleo de D. Marcelino Unceta y López (1835-1905), obra de 1858, Museo de Zaragoza |
La primera oleada
islámica, es bueno recordarlo, fue la acaudillada por la dinastía Omeya,
que se expandió por África septentrional y por Asia, llegando a
desdibujar las fronteras del Celeste Imperio (China): todavía bajo los
Omeyas, en la batalla de Karbala (año 680) se produce la fractura
principal en el seno del Islam, dividiéndose éste en sunnitas y chiítas.
Sin embargo, la batalla de Guadalete*, entablada
contra los visigodos en el año 711, permitió a los árabes conquistar la
mayor parte de España: pero, con todo y con eso, la era de los Omeyas
estaba tocando a su fin. Serán sucedidos, tras la Batalla del Gran Zab
(año 750), por la dinastía de los Abasidas, ligada a un florecimiento de las
artes en el mundo islámico. Pero, en realidad, bajo la hegemonía de los
Abasidas también vino a crearse progresivamente una serie de potencias
semi-independientes, como la de los almorávides en España o los fatimíes
en Egipto: podemos decir que esto se convirtió en norma del imperio
islámico, que se transmutó en una multitud de pequeños estados
independientes "de hecho", aunque no lo fueran "de derecho".
El
Islam de Anatolia nació de supuestos muy diferentes al Islam originario y
tuvo, en todo caso, caracteres comunes con las migraciones germánicas
de los siglos V y VI: los turcos eran un pueblo joven, dinámico y
violento, mucho más rudos que las dinastías árabes a las que usurparon
el territorio y el papel preponderante. Comparecieron más tarde y más
tarde se convirtieron al Islam, con el fanatismo propio de los recién
llegados. También tenían rasgos completamente distintos en lo militar y
en el modo de expandirse. Después de la conquista de Constantinopla, se
mueven en dirección noroeste, en vez de hacerlo hacia el suroeste, esto
tal vez ocurrió por parecerles los territorios de los Balcanes más
semejantes a los lugares de donde procedían, así como el norte de África
debió parecerles a los árabes el terreno ideal para propagarse en su
primera oleada. Sin contar también que los turcos habían eliminado,
gradualmente, los dos mayores obstáculos para una penetración islámica
en la cuenca del Danubio, a saber: el Imperio Bizantino sobre tierra
firme y Venecia sobre el mar: esta larga onda expansiva disminuyó solo
después de la terrible debacle de Lepanto* (año 1571) y, sobre tierra firme, tan solo en los albores del siglo
XVIII, en la época de Eugenio de Saboya.
Los Húsares Alados, caballería polaca y lituana, que se distinguió en su intervención para levantar el Sitio de Viena |
Por lo tanto, la amenaza
islámica sobre Europa se localiza, en rigor, en dos momentos precisos,
muy diferentes por motivaciones y alcances: la primera fase de expansión
es la que va, más o menos, desde los inicios del siglo VIII hasta el
final del IX; la segunda es la penetración turca en el Mediterráneo
central y en los Balcanes, que tuvo lugar entre el siglo XV y el siglo
XVIII. Todo ello, salpicado de enfrentamientos y conflictos de carácter
episódico o circunscrito. Sin embargo, las huellas profundas de esta
relación ambivalente están presentes en casi todos los lugares de
Europa: las torres vigías demuestran una preocupación constante por las
correrías de la morisma, las periódicas colectas por el continente para
armar tropas y navíos son una constante de la legislación medieval. Las
cruzadas no terminaron en el siglo XIV, sino que continuaron, incluso en
el vocabulario político, hasta la edad moderna: eran, por así decirlo,
la nota distintiva de la Cristiandad, hasta las postrimerías del Siglo
de las Luces*.
Así pues, a la luz de lo transcurrido, ¿es posible prever una convivencia pacífica entre el Islam y el mundo occidental?
Empecemos
por decir que, como siempre, hay un islam y otro tipo de islam, así
como hay un cristianismo y otro tipo cristianismo: como europeos,
tenemos la tendencia de no hacer demasiados distingos dentro de lo que
sucede fuera de nuestro universo. En cambio, para comprender las
múltiples relaciones que Europa está trabando con el mundo musulmán, es
necesario aceptar el hecho de que aquel mundo también ha vivido
tormentosas divisiones y verdaderos cismas en su seno y que, hoy como
ayer, es cualquier cosa menos algo homogéneo. Las crónicas periodísticas
nos ponen ante los ojos constantemente el profundo contraste que divide
a los chiítas y a los sunnitas: no se necesita mucho tiempo para darse
cuenta de que hay un Islam moderado, al lado de un fundamentalismo que
tiene, es inútil negarlo, las características de una auténtica
xenofobia. Así somos nosotros también, por otra parte: y también hemos
experimentado terribles cismas y guerras feroces de religión. Sería
equivocarse del todo considerar al Cristianismo y al Islam, cada uno por
su parte, como fenómenos unívocos y ecuménicos.
De aquí podemos
extraer una primera conclusión: la historia nos enseña que hechos y
fenómenos nacen y existen bajo la bandera de la multiplicidad y no de la
unicidad. Por esta razón, carecería de sentido el ocuparse de
relaciones entre Europa y el mundo musulmán sin tener en cuenta esta
multiplicidad: un análisis que no parta del dato fáctico de encontrarnos
en presencia de una religión, que es también fuente de derecho,
enormemente mudada y mutable, según las épocas y lugares, es un análisis
que no puede llevar a ninguna conclusión científicamente aceptable. De
hecho, la sensación es que, en casos como este, muchas veces la historia
es sólo un instrumento demagógico para reforzar algunas tesis
políticas. Y las buenas prácticas, por lo tanto, se confían a una
terminología que tenga en cuenta esta variedad y complejidad, hablando
de “mahometanismos” en plural, en vez de hablar de un único y
monocromático mahometanismo en singular. El empleo del plural, entre
otras cosas, permite subrayar que, habida cuenta de estas variaciones
sobre el tema islámico, no siempre se han mantenido caracteres
exclusivamente religiosos, sino que se han mezclado a menudo factores
que tienen poco de religiosos.
Sea una postrera consideración: el
mundo islámico ha nacido casi seiscientos años más tarde que el
Cristianismo, sin contar que este último ha podido contar con una base
territorial homogénea por cultura, lengua y tradición, cosa que los
musulmanes obtuvieron al precio de largos y fatigosos esfuerzos. Va de
suyo que el mundo islámico, comparado con Occidente, presenta un vacío
en términos de cultura jurídica y social: en la práctica, el estadio de
evolución antropológica del Islam es, en algunos aspectos, similar al de
la Europa tardomedieval. Aunque se consideren los factores osmóticos
(de recíprocas influencias), los intercambios, los contactos: a pesar de
todo eso, es innegable que algunos aspectos de la cultura islámica nos
resultan inevitablemente primitivos, especialmente en lo que concierne a
la doctrina social. Porque, en el fondo, es como si, en el curso de su
evolución, la Ilustración* no hubiera llegado a los musulmanes. Lo cual
sea dicho no para polemizar con el mundo islámico, sino para tratar de
explicar fenómenos y conductas, que de otro modo resultarían muy
difíciles de comprender. Por otro lado, la Doctrina Social de la
Iglesia, en las últimas tres centurias, ha experimentado enormes
cambios: no hay motivo para creer que esto no pueda verificarse algún
día también en la religión mahometana.
En conclusión, el tema
entraña problemas complejos: bienvenido sea el esfuerzo común de todos
para abrir un camino de convivencia pacífica que, para ser posible, pasa
a través de la recíproca comprensión. Es, precisamente, el cabal
concepto de reciprocidad el que siempre ha faltado en las relaciones
entre estos dos mundos: en el fondo, actualmente, la actitud de la
Iglesia frente al universo musulmán consiste simplemente en acogerlo,
sin pretender nada a cambio. Lo cual es digno de alabar, considerándolo desde la caridad, pero cruje sobre el terreno de la
historia. Especialmente, teniendo en cuenta la espantosa crisis de
valores que Europa está atravesando. Una experiencia de quince siglos
nos enseña que el único modo de habérselas con estos vecinos nuestros,
tan similares y tan distintos de nosotros, es ponernos sobre un plano
paritario: en el mismo momento en que nos rebajamos, es cuando
justamente (también en lo psicológico) se desencadena el mecanismo de la
Yihad. El respeto ha de ser recíproco, como lo era en los tiempos de la
España andalusí*. Ciertamente, se trata de una historia, como se decía al
principio, controvertida y compleja: las Cruzadas, la Reconquista,
Lepanto, Viena... Han dejado secuelas muy hondas y han cavado surcos que
dividen más que unen. Es superándolos como puede pensarse un futuro de
civilizada convivencia: nunca suprimiendo esos surcos. Pues la historia,
cuando se sepulta bajo la mentira y el olvido, invariablemente,
retorna. Y tal vez lo haga bajo la forma de íncubo.
NOTAS:
1. Giambattista Vico (Nápoles, 1668-Nápoles, 1744) fue abogado y un notable filósofo de la historia. En 1725 publicó por vez primera su obra "Scienza nuova", que más tarde conocería otras dos ediciones ampliadas en vida del autor. Una de las expresiones que caracterizarían su rico pensamiento fue la de "corsi e ricorsi". Para Vico el progreso no es indefinido ni puede serlo. Por
el contrario, la ley de Vico implica la decadencia y la
desaparición de las culturas y, por lo tanto: "el retorno al
principio". Observando el proceso del origen, desarrollo y ocaso de las sociedades, el filósofo napolitano extrajo reglas. El número 3 preside el sistema
de Vico que establece para cada nación tres especies de naturaleza, tres especies de costumbres y tres especies
de derechos naturales, tres especies de gobierno, tres especies de
caracteres, tres especies de autoridad y tres "clases de
tiempos": divino, heroico y humano. Uno de los primeros introductores de Vico en los círculos intelectuales españoles fue nuestro D. Juan Donoso Cortés que, entre septiembre y octubre de 1838, publicaría una serie de artículos sobre la Filosofía de la Historia de Vico en "El Correo Nacional" [que se vieron incluidas por el hispanista Hans Juretschke, encargado de compilar la obra donosiana, en las "Obras completas de D. Juan Donoso Cortés", tomo 1 (Madrid, 1946)]. Recomendamos su lectura. Para una aproximación al pensamiento de Vico recomendamos también la lectura del ensayo de Isaiah Berlin, "Vico y Herder: dos estudios de historia de las ideas" (año 1976).
2. En efecto, el occidente latino tuvo que prescindir de la mayoría de las obras que componían el Corpus Aristotelicum. El mundo islámico sí que pudo acceder a muchas obras aristotélicas, tras la conquista de Siria, en donde se conservaban textos aristotélicos en posesión de las comunidades cristianas de oriente. En Bagdad, los califas Abasidas (750-1258) fundaron una escuela en la que sabios musulmanes tradujeron al árabe obras del Estagirita. Al-Kindi, Al-Farabí, Avicena emplearon obras de Aristóteles, aunque muy mezclado con Platón; obras que se habían perdido para la Cristiandad hasta que los musulmanes las trajeron a Córdoba. Aquí, en Córdoba, Averroes se aplicó a purificar los textos. Las escuelas de traductores, tanto de Toledo como del Sur de Italia, contribuyeron a rescatar los textos de Aristóteles para la Cristiandad. Santo Tomás de Aquino realizaría la gran síntesis entre el pensamiento peripatético y el cristianismo, a despecho del averroísmo latino que desató las razonables sospechas de la Inquisición, puesto que los secuaces de Aristóteles -musulmanes y cristianos- se servían de una hermenéutica que, como la de Averroes, no podía aportar una conciliación razonable entre Fe y Razón; cuestión que definitivamente salvó el Aquinate.
3. Henri Pirenne (Verviers, 1862-Uccle, 1935) fue un famoso historiador belga, profesor de Historia desde 1892 hasta 1935 en la Universidad de Gante. Pirenne rompió con el inveterado prejuicio que sostenía la tradición historiográfica, cuando ésta fijaba el principio de la llamada Edad Media con la Caída del Imperio Romano de Occidente. En el año 476 Odoacro, régulo de los hérulos, depuso al último emperador romano, Rómulo Augústulo, y la historiografía tradicional entendía que acababa la Antigüedad y comenzaba la Edad Media. Sin embargo, el historiador belga defendió la novedosa tesis propia de que los bárbaros no truncaron la continuidad del Imperio, aunque vencieran a los romanos, sino que lo prolongaron hasta la invasión árabe de Europa en el siglo VII, que se convierte así en el acontecimiento que para Pirenne abre la Edad Media.
(*) Los asteriscos sin numerar corresponden a ciertos términos y expresiones que hemos traducido a la manera española y que queremos comentar aquí, para dar cumplida cuenta de nuestra labor. Tenemos que precisar que, pese a los intentos supranacionales de uniformarlo todo en Europa, el vocabulario que maneja la historiografía varía de país a país. En ese sentido, el texto original de Marco Cimmino, pensado para italianos, emplea un nomenclator que difiere del que se estila en la historiografía española: por ejemplo, en el texto original la Batalla de Guadalete (711), en la que se eclipsó el Reino Godo de Toledo y el último de los reyes godos desapareció, es denominada Batalla de Jerez de la Frontera en el texto original. Y, siguiendo la tradición veneciana, la Batalla de Lepanto es llamada Batalla de Curzolari. Hemos preferido traducir según la tradición española, pensando en nuestro público hispanohablante. También hemos traducido como "Ilustración" lo que, sabido es, se usa en Italia llamando "Illuminismo": nos referimos, para ponernos de acuerdo, a lo que en alemán se llamó "Aufklärung". Sí que hemos traducido "Siglo de las Luces" cuando el autor lo ha escrito así en italiano. También precisamos que en italiano hemos encontrado la expresión "civiltà mozarabica" que nosotros hemos traducido como "cultura andalusí", puesto que en España se entiende como "mozárabes" a aquellos hispano-godos cristianos que tuvieron que vivir en territorios ocupados por el poder islámico en régimen de sumisión. Siempre que el lector se encuentre con un término de la familia "andalusí" es cosecha nuestra y traducimos con ello lo que en italiano figura como "mozarabico": lo propiamente musulmán durante la ocupación de la Península Ibérica por parte islámica.
Giambattista Vico |