RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

lunes, 14 de diciembre de 2015

A PROPÓSITO DEL GALEÓN

Imagen de worldcraft.es


Por Antonio Moreno Ruiz
Historiador y escritor 


-Dado el odio a España promocionado por la propia España (¡!), poco se le puede exigir a los hispanoamericanos con la Leyenda Negra. Con todo, lo cortés no quita lo valiente, y es que hay hispanoamericanos que cada dos por tres necesitan montar un circo contra España. Se encuentra un galeón de principios del siglo XVIII y enseguida Juan Manuel Santos, presidente de Colombia conocido por sus corruptelas y por sus terroristas amistades, lanza alharacas a diestro y siniestro. No ha dado tiempo ni a que el estado español (estado que no hace otra cosa que hacernos la vida imposible a los españoles y que en absoluto voy a defender) dé sus razones. Podría haberse limitado a un civilizado y discreto encuentro diplomático entre países que cuentan con excelentes relaciones y santas pascuas. Pero no, por lo visto hay que montar un circo.

Por supuesto,  no queda ahí la cosa: En el Perú hay quien se suma. Según la agencia de noticias Xinhua:


Caso Perú
Según la agencia de noticias Xinhua, Perú puede reclamar parte del tesoro de oro y plata descubierto hace unos días en el galeón español “San José”, afirma en una entrevista el historiador peruano Fernán Altuve.
El investigador exhortó al ministerio de Justicia de Perú averiguar si le corresponde ejercer sus derechos sobre este descubrimiento hallado el pasado 27 de noviembre en las costas de la ciudad de Cartagena de Indias.
La base del reclamo peruano sobre ese tesoro se sustenta porque el oro y la plata de los incas fue extraído de manera ilegal desde Perú durante la Colonia española.

La información completa puede ser vista en este enlace:


Así las cosas, Fernán Altuve debería complementar sus afirmaciones explicándonos por qué el "estado español" es una cosa anacrónica y sin embargo, el virreinato del Perú no; porque no es válido apelar unas veces al estado nacional/republicano, y otras al virreinato. Cuando conviene, nos acogemos a los límites del virreinato; cuando no conviene, lo denigramos. Y así modelamos el circo al gusto del consumidor.

Empero, resulta irónico ver que si algo caracterizó la obra académica de Fernán Altuve fue su profusa y rigurosa investigación historiográfica y bibliográfica que desmontaba el mito de que Perú haya sido alguna vez una colonia, motivo por el cual se ganó el rechazo y la burla de los hispanófobos de turno. Los mismos hispanófobos que ahora harán suyas estas afirmaciones sin sustento ni rigor, que Altuve ha lanzado contradiciendo sus propios trabajos académicos.

Y es que, siendo coherentes, si se denigra todo el periodo español de América como "robo", ¿cómo acudir al virreinato como una especie de "ente jurídico independiente por encima del tiempo"?

Y bueno, cuando uno sugiere (en broma...) que a lo mejor es el estado nacional/republicano del Perú el que debería indemnizar al Ecuador por sus continuas invasiones y masacres, enseguida pululan gestos coléricos diciendo que la historia no es así... Y yo pienso lo que se acostumbra a decir en la Villa y Corte: ¡Nos ha jodido! Pues claro que la historia no es así. Ni tampoco la Leyenda Negra antiespañola es historia.

No sé en qué quedará esto del galeón, pero entre una cosa y otra, pienso que al final las máscaras interesadas se destapan y sale lo que cada uno es capaz de dar. La mezquindad y la ruindad no tiene límites, pero bueno es que por fin se vea, de Colombia al Perú, y por supuesto también en España.

Ante estas manipulaciones y acusaciones (que luego se traducen en penosa xenofobia contra los muchos españoles que hemos tenido la ocurrencia de emigrar a América) embusteras y demagógicas, recomiendo:




Y es que a veces se desmoraliza uno, pensando que ojalá Colón nunca hubiera llegado a América; una América que nos obligó a desviar nuestros intereses y nuestra lógica geopolítica que iba hacia el norte de África; una América que nos obligó a improvisar toda una maquinaria política y naviera-militar que jamás habíamos pensado y que jamás habíamos pedido; una América que supuso una constante pérdida demográfica de la que nunca recuperamos y que nos generó una suerte de enemigos que nunca quisimos. Empero, aún tenemos fe, y a pesar de la hispanofobia rampante (dirigida por España, recordamos...) que aprovecha cada momento de su existencia para exhalar su bilis, su resentimiento y su complejo, seguiremos en la brecha con nuestros hermanos de la Piel de Toro e islas adyacentes así como del Nuevo Mundo. Que Dios nos coja confesados.

viernes, 11 de diciembre de 2015

DE MOSCOVIA LAS MURALLAS


DE MOSCOVIA LAS MURALLAS

Meditación española acerca de Rusia

 
A finales de 2013 o inicios de 2014, D. Sergio Fernández Riquelme preparaba la edición de su libro "El nuevo imperio ruso. Historia y Civilización" y fue entonces cuando me invitó gentilmente a que prologara su obra que constituye un óptimo estudio de la realidad rusa como pocos se han hecho en nuestros días. Fue para mí un honor que contara conmigo para el prólogo, pero cuando se me pide escribir o hablar de Rusia me faltan páginas por la admiración y el amor que le profeso a la gran nación rusa. Así que salió esto que excede el prólogo y no llega al ensayo. Pasado un tiempo prudencial, durante el cual deseo que la obra del profesor Fernández Riquelme haya tenido la proyección que merece, publico esta
"Meditación española acerca de Rusia" 
en RAIGAMBRE, con muy pocas correcciones y alteraciones del texto original.


Manuel Fernández Espinosa

 
El título que encabeza esta meditación española acerca de Rusia es un verso perteneciente a una obra dramática de D. Antonio Mira de Amescua (1577-1644) intitulada “El esclavo del demonio”. La obra del dramaturgo guadijeño es una versión autóctona de la leyenda portuguesa de Gil de Santarén que, cual Fausto ibérico, comete la temeridad de firmar un pacto con el diablo; tal y como los que hoy firman un papel en el banco. En “El esclavo del demonio” el diablo (a diferencia del de Goethe) no se llama “Mefistófeles”, sino que se nombra “Angelio” y es en el acto tercero de la susodicha, cuando Angelio trata de divertir la melancolía de su “esclavo”, que el demonio le pinta la “ciudad terrenal” ofreciéndosela, ya que no está en su mano brindarle la “ciudad celestial”. Para encarecer las excelencias terrícolas de cuyo señorío se jacta Angelio ser el titular, recurre el diablo a yuxtaponer las más admirables y pintorescas particularidades (pompas mundanas) de muchas celebradas urbes: París, Zaragoza, Florencia, Madrid, Granada… Y del elenco de vistosas y amenas ciudades se acuerda el diablo de Moscovia. Angelio pone la nota de Moscovia en sus murallas: “…de Moscovia las murallas”. Podemos presumir que un español de la primera mitad del siglo XVII poco más sabría de la remota Moscovia que la monumentalidad de sus murallas.

Alexis II, patriarca de Moscú y de todas las Rusias, muchos años después recordaría que, en su visita a España del año 1966, tuvo la ocasión de estar en San Lorenzo de El Escorial; en su visitación le llamaría poderosamente la atención un mapa del siglo XVI. Lo peculiar de este mapa es que el cartógrafo que lo hizo había rotulado sobre la superficie que correspondía a Rusia una frase: “Terra incognita”. Podemos decir que, para la mayoría de españoles, eso era Rusia y, por desgracia, podemos decir que, pese a las ventajas que hoy pudieran alegarse en lo concerniente a facilidad informativa y comunicación, Rusia sigue siendo, para nosotros, “tierra incógnita” todavía a día de hoy.

Sin embargo, nunca faltaron los tanteos y aproches de España a Rusia a lo largo de la historia. Felipe II envió a Pedro Fajardo con la misión de establecer una alianza con la Rusia de Iván IV el Terrible, mas Pedro Fajardo no pasó de Praga y aquella intención quedó para empedrar el infierno. Por aquel tiempo, cuando Felipe II acariciaba una alianza con Rusia para hacer frente a Turquía, Iván el Terrible (digamos en descargo del monarca ruso que éste ignoraba las benevolentes intenciones de Felipe II) ponderaba los pros y contras de un pacto con los turcos, de tal manera que aquellas negociaciones llegaron al conocimiento de nuestro Duque de Alba y éste, ante flirteos tan peligrosos, ordenó a los fabricantes alemanes que no comerciaran con Rusia. Muchas más son las noticias, siquiera aisladas, de viajeros españoles a Rusia en los siglos XVI y XVII: valga el ejemplo del aventurero jaenero Pedro Ordóñez de Ceballos (1550-1634) que, en sus expediciones mercantiles, menciona haber puesto el pie en Moscovia; pero este aventurero nos deja con la miel en los labios, puesto que en su libro de memorias y viajes (“Viaje del mundo”) no da mayor cuenta de su visita a Rusia que dejar constancia de su paso por ella. Para lo que nos concierne, más celebridad alcanzaría en su época el libro de un viajero aragonés: Pedro Cubero Sebastián (1645-1696). Éste sí registrará sus impresiones sobre Rusia en la expedición que emprendió en 1670 y que se dilató durante nueve años. Las noticias españolas sobre Rusia escasean, pero viajeros españoles no faltarán que puedan dar noticia de Rusia, de tal modo que los españoles de los siglos de oro podían barruntar que existía un vastísimo territorio al otro extremo de Europa: una enorme nación (que es cristiana, sin ser católica; que es europea, sin ser europea).
 
De Moscovia las murallas

¿Qué idea tenían los españoles de nuestros siglos áureos de la enigmática Rusia?

Los libros que venían de otros países de Europa y, sobre todo, las relaciones que debemos a los jesuitas fueron una fuente constante de noticias de Rusia. Algunos jesuitas, al igual que en China y en Japón, habían estado en Rusia, involucrándose en algunos de episodios cruciales de la historia rusa. Lo dejaron por escrito y fueron traducidos al español: tal es el caso, por ejemplo, de la “Historia pontifical y católica. Compuesta y ordenada por el D. Luis de Bauia, Capellán del Rey nuestro Señor, en su Real Capilla de Granada” del año 1606. Esta parece haber sido la fuente a la que acudieron tanto Enrique Suárez de Mendoza y Figueroa como Lope de Vega: Suárez de Mendoza para componer su novela “Eustorgio y Clorilene. Historia moscovica” (del año 1629) y Lope de Vega para su obra dramática “El Gran Duque de Moscovia y emperador perseguido”. Tanto la novela referida de Suárez de Mendoza, conceptuada como emulación del “Persiles y Sigismunda” de Cervantes, como el drama de Lope de Vega tienen a Moscovia como escenario de sus respectivas tramas; pero ambas acusan ciertas imprecisiones históricas que llegan al disparate: esto proporciona una ligera idea de que Rusia invitaba por su exotismo a fantasear literariamente, sin mayor preocupación por los dislates históricos que pudiera cometer el autor literario.

Francisco de Quevedo, uno de los españoles mejor informados de su época, abordará la situación política de Rusia en el discurso XXVI de “La hora de todos y la fortuna con seso”. Quevedo presentará al Gran Duque de Moscovia en ese discurso, agobiado por las deudas que causan las invasiones tártaras y las fricciones con Turquía. Quevedo adjudica al Gran Duque de Moscovia una favorable opinión, algo excepcional, dado que Quevedo juzgaba a la mayoría de gobernantes europeos de modo muy severo. Peor será la opinión que sobre los rusos pareció tener Diego Saavedra Fajardo (1584-1648), al menos así lo parece según podemos leer en su “Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas” (1640). Cuando este diplomático español tan avezado y con tanta mundología pasa revista a los caracteres de los pueblos europeos mete en el mismo saco a moscovitas y a tártaros y dice de ellos que: “Los moscovitas y tártaros, nacidos para servir, acometen en la guerra con celeridad y huyen con confusión” (la negrita es nuestra).

“Nacidos para servir” dice Saavedra Fajardo. Es ésta una de las impresiones que más se repiten en aquellos escasos pasajes de la literatura española de los siglos XVI y XVII que abordan la realidad rusa de su época. Y se repetirá parecida percepción hasta bien entrado el siglo XVIII. Es una idea que arraiga entre los españoles la del pueblo ruso como pueblo servil: pareciera que a los españoles les resulta extraño y hasta inadmisible los extremos de servidumbre que se constatan en Rusia por parte de los viajeros españoles y europeos. La alta estima de la libertad que existe entre los españoles se espanta ante un sojuzgamiento tan abyecto como el que se cuenta que existe en Rusia. Los españoles entienden tan antinatural como envilecedor ese resignado sometimiento y tal condición servil es muy fácil de achacar desde fuera a cobardía (así parece interpretarlo Saavedra Fajardo y otros). Para entender esta estimativa española tendríamos que tener muy presente que España se forjó sobre la base de unas libertades adquiridas en reconquista beligerante del territorio peninsular (como bien lo mostró D. Claudio Sánchez-Albornoz). La realidad de las gentes que conformaban los reinos cristianos peninsulares y, posteriormente, su natural y sobrenatural eclosión en la España de los Siglos de Oro no corresponden a esa deplorable caricatura que un progresismo ignorante y extranjerizante ha pergeñado. Los indeseables detractores de España (extranjeros de la Leyenda Negra y sus secuaces hispanoides) han podido pervertir la historia, presentando una España tradicional, inculta, huérfana de libertades, oscurantista, clerical y siniestramente inquisitorial, pero ha sido a costa de omitir que el ideal que siempre animó a los españoles y que prevaleció en los siglos dorados fue la libertad que, en teología era “libre albedrío” y que, en política se expresaba bajo el lema: “Del rey abajo, ninguno”; con esta ley aceptada por todos se consagraba la igualdad de todos los regnícolas y, en virtud de su condición de cristianos viejos, nadie se tenía por menos que nadie. En el caso de que cualquiera osara conculcar este principio fundado en un espíritu cristiano y social, siempre quedaba al español el recurso a la rebelión: el “¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!” y, cuando después del tumulto, venían a depurarse las responsabilidades de los levantiscos, siempre había un: “Fuenteovejuna, ¡todos a una!”.

Con mucha seguridad podemos decir que para el español la consideración de cualquier sumisión política más allá de lo natural era una oprobiosa tiranía y, contra la tiranía (como bien postulaba el jesuita Mariana), siempre cabía el recurso del “tiranicidio”. Que en Rusia existiera una situación de general sujeción era un escándalo para el español que, en aquel tiempo, no podía explicárselo si no era por presumirle cobardía al pueblo que de esa guisa se dejaba tratar. Baltasar Gracián, al igual que Saavedra Fajardo, también atribuye a falta de coraje nacional que los rusos inclinaran su cerviz a un poder despótico; en las exiguas noticias que de Rusia pudiera tener Baltasar Gracián (no estaría ayuno de ellas, dado que era miembro de la Compañía de Jesús) la sumisión del pueblo ruso no puede atribuirse a otra razón y así, cuando (en una de sus donosas alegorías de “El Criticón”) el autor aragonés reparte las suertes que le correspondió figurativamente a cada una de las naciones humanas en cuanto al coraje, concederá lo más valioso de la valentía (representado en el “corazón”) a los japoneses (los cuales son para Gracián los “españoles del Asia”)... ¿Y a los rusos? A los rusos les adjudica el “pulmón” de la valentía que –bien descifrado- es como decir que el valor de los rusos es como aire y, en el mejor de los casos, como viento. Gracián también reputará a Moscovia como “ceñuda”, un rasgo que no pasa de una generalización fisiognómica insignificante.

Es más que probable que las noticias llegadas de la remotísima Rusia a España vinieran por conductos de la Compañía de Jesús, como he dicho más arriba: la obra más arriba mencionada de la “Historia pontifical y católica” era una traducción cuya fuente era un texto italiano de un jesuita. Sería será muy celebrado el “Viaje de Moscovia” del jesuita Antonio Possevino (1533-1611), diplomático eclesiástico que había tenido la experiencia de dilatadas estancias en Rusia en misiones pontificias.
 

El lector coincidirá conmigo en que estos juicios (y prejuicios) de nuestros antepasados españoles sobre Rusia (y sobre los rusos) son tan categóricos como superficiales. A la luz de la historia, el pueblo ruso ha demostrado (contra Napoleón y contra Hitler) ser uno de los pueblos más heroicos que existen sobre la faz de la tierra; empero si discrepamos de la interpretación que dan de la causa de esa “sumisión” perpetuada del pueblo ruso, lo que no podemos es soslayar que, cuantos viajeros extranjeros visitaron Rusia coincidieron en denunciar que los rusos soportaban más de lo que cualquier occidental estaba dispuesto a admitir en cuanto a sometimiento; de lo que se colige que el ruso ha sido con mucha probabilidad uno de los pueblos más sufridos y más maltratados por su casta dirigente. Pero, es justo admitir que la razón de ese hecho no tiene que ser forzosamente la de faltarles el coraje a los rusos.

Haber acopiado aquí algunas de las pocas y dispersas noticias que de Rusia se registran en la literatura española del siglo de oro español tenía para nosotros una intención didáctica, cual era la de mostrar precisamente que Rusia ha sido para los españoles “tierra incógnita”, como indicaba el mapa aquel que viera Alexis II en El Escorial. Sin embargo, a finales del siglo XVII, reinando en España su católica majestad Carlos II “El Hechizado”, un español va a realizar la ímproba y meritoria labor de escribir una ambiciosa Historia de Rusia, y para ello empleará un ingente material, amén de las impresiones y noticias que, del modo más metódico, ha recogido sobre Rusia. Ese español que, como tantos españoles de mérito está por descubrir, fue D. Manuel Villegas Piñateli, Secretario del Rey y académico de la RAE. Manuel Villegas Piñateli en el año 1736 publicaría en dos tomos su voluminosa “Historia de Moscovia y vida de sus Czares, con una descripción de todo el imperio, su gobierno, religión, costumbres y genio de sus naturales”.

Y resulta que a principios del siglo XVIII todavía llama la atención a Villegas Piñateli esa férrea servidumbre de que es víctima el pueblo ruso. Así nos lo dice Villegas Piñateli, en pocas líneas:

“…los Moscovitas padecen gran falta en su crianza y costumbres. Su misma barbaridad y la sujeción con que viven (tanto la plebe, respecto de los nobles y señores, como estos respecto del Czar, de quien creen saber solo decidir en todo, lo que se ofrece), [esa creencia] es causa, de que no lleguen a descubrir lo pesado de su yugo, ni la violencia, con que son dominados; habiendo fabricado de la misma ignorancia el principio elemental de su política, y soberanía” (“Historia de Moscovia y vida de sus Czares…”, cap. VIII).

Si en los siglos anteriores la servidumbre en que yacía la población rusa era atribuída por nuestros españoles a una presumible falta de valentía para desuncirse del yugo servil, algo que en sus entendederas bien podría hacerse alzándose contra un régimen inhumano, la interpretación que se abre paso con Villegas Piñateli es de otra índole. Menos simple y superficial, mucho más perspicaz, Villegas Piñateli considera que la razón que explica ese sojuzgamiento tan extraño consiste en una casi supersticiosa creencia que ubica al Zar en la cúspide de una pirámide vasallática; en último término, la persona del Zar se inviste de una infalibilidad de naturaleza religiosa; y entonces ese extraño sometimiento encuentra otra explicación más plausible: la idiosincrasia religiosa del pueblo ruso. Y aquí sí, aquí Villegas Piñateli ha acertado, pues la peculiarísima religiosidad rusa es la clave de esa estrecha obediencia que, al ser de carácter religioso, facilita la resignación ante cualquier humillación: “fatalismo ruso” dijo Nietzsche. Para Villegas Piñateli es precisamente la creencia de los rusos el “principio elemental” de la política rusa y ese cristianismo ruso será el que hace de Rusia un país extraño, a la vez que bárbaro y ajeno a Europa.

¿Pero qué es Europa? Europa es el despliegue de una idea subversiva que aprovechó un momento de crisis para ir progresivamente conquistando las almas. La funesta idea consistía en desplazar a Dios de la centralidad que le estaba reservada en la Edad Media y poner al Hombre en el lugar de Dios. Sus gérmenes pueden detectarse en el otoño de la Edad Media, pero el proyecto va gestándose a lo largo de la revolución cultural del Renacimiento (con el progresivo descrédito de la escolástica medieval y el alborear de la “nueva ciencia”; ciencia que tantas veces se confundía con la magia); el avance tenebroso de esa idea subversiva eclosionará en el mismo seno de la Iglesia (cuando se produce la revolución religiosa que desencadenó Martín Lutero y otros sedicentes “reformadores”). La Cristiandad resiste, pero el golpe ha sido asestado y es así como va imponiéndose el concepto de Europa, desplazando el antiguo concepto de Cristiandad hasta eliminarlo por completo. La idea antropocéntrica es prometeica en su desafío a la divinidad, pero también tiene mucho de Proteo en cuanto a su capacidad mutante: el tímido antropocentrismo renacentista irá recrudeciéndose con virulencia hasta convertirse en ateísmo patente y explicito (es lo que se llamaría “humanismo ateo”). Así las cosas, las elites políticas, económicas y culturales que están de consuno implicadas en la tarea de unificar económica y políticamente Europa han rechazado (en coherencia con esa tradición antropocéntrica, tan divergente del cristianismo) el elemento cristiano que la constituyó otrora y se apresta a levantar su Torre de Babel de espaldas a Dios. ¿Podrá esto aceptarse por los cristícolas? El laicismo rampante se encarga de acomplejar a los cristianos y apartarlos de la escena pública, para que no sean un elemento perturbador para el ambicioso plan de edificar una Europa con vestigios museísticos del cristianismo, sí; pero sin participación del cristianismo en ella.

Culturalmente, lo que llamamos Europa ha prevalecido marcando su liderazgo político. En un momento era bajo la férula de una nación-estado, más tarde era bajo la égida de otra nación-estado distinta (así España, Francia, Inglaterra…). Algunos países europeos lo intentaron, pero por diversas razones no llegaron a culminar sus aspiraciones (le pasó a Alemania y a Italia, que llegaron a constituirse tardíamente como naciones en el siglo XIX). Otras naciones llegaron a su apogeo, lo perdieron y fueron capaces de recobrar el poderío internacional, aunque variando la duración de su hegemonía recuperada (así Francia en varios momentos espléndidos de su historia: la Francia del Rey Sol y más tarde la de Napoleón Bonaparte); otras construyeron con tenacidad su imperio, manteniéndolo e incrementándolo (como Inglaterra) y, por ende, otras (como Portugal y España) alcanzaron su pujanza y declinaron paulatinamente para no reconquistar nunca más el prestigio que tuvieron en sus siglos áureos. Las naciones-estado que componen Europa podían estar siempre a la gresca las unas contra las otras, pero compartían una cultura fundada sobre el común patrimonio de la Filosofía helénica, la Mitología grecorromana (perenne inspiración del arte), el Derecho Romano y el Cristianismo (aunque predominando la desviación protestante). Sin embargo, Rusia permanecía al margen de todo esto.

Se piensa que fue Alejandro Dumas quien sentenció aquello de que “África empieza en los Pirineos”; aunque esté por confirmar que fuese el escritor francés el autor de esa frase despectiva para España, otro escritor francés (Remy de Gourmont) pudo describir a España como un país “tibetanizado”. Bajo los clichés que hacían de España un país “extra-europeo” latía algo más profundo que una extrañeza del “europeo” frente a una España atrasada y africanizada (esto es: “bárbara”). Y es que no eran nuestras peculiaridades históricas (ocho siglos de Reconquista) o nuestra idiosincrasia nacional lo que nos hacía extraños a la moderna Europa que, no lo echemos al olvido, arranca del Renacimiento y la Revolución Religiosa de los protestantes: lo que nos hacía extraños y exóticos para Europa era nuestra inveterada y firme resolución de permanecer católicos y defender con las armas ese catolicismo (a veces incluso defenderlo contra la misma Roma: pues siempre fuimos los españoles, como decía D. Álvaro d’Ors, “más papistas que el Papa”). España se había preservado de la herejía protestante, pero no había logrado exterminar los diversos focos protestantes que se propagaron por toda Europa y, pese a denodados esfuerzos, tampoco pudo corregirse la desviación del cisma anglicano. Sin embargo, España, gracias a nuestros católicos monarcas y a nuestros reformadores católicos (desde Cisneros a San Juan de Ávila) y a la Santa Inquisición (mucho más popular entre los españoles de la época de lo que piensan los necios) podía blasonar de haberse mantenido incólume a los miasmas protestantes. Sin embargo, esa misma integridad católica era la que nos distanciaba de una Europa que, mientras tanto, se había secularizado al calor del ponzoñoso aliento de la herejía y que, hasta en países que aparecían oficialmente católicos (como Francia) había llegado a tolerar a los heréticos. Todo el celo puesto por la España de Carlos I y Felipe II en mantener unida la Cristiandad, a costa del oro y de la plata de América, a costa de torrentes de sangre española vertidos por doquier, no había servido para aniquilar los gérmenes de la descomposición protestante en el resto de Europa. Y es la permanencia del protestantismo la que explica la supuesta extravagancia de España: en un mundo todo disfrazado de payaso, suele pasar por payaso el que viste con más elegancia.

Hubo un tiempo en que el atraso se identificaba con el catolicismo: lo que no pudieron ganar las espadas y los arcabuces, lo ganaron las imprentas que, no por casualidad, estaban implantadas en los países protestantes (huelga decirlo: hostiles a la católica España). España siempre perdió la guerra de la propaganda y sus enemigos inundaron el mundo con la vomitona de sus panfletos, difundiendo la “Leyenda negra” antiespañola. Arrinconando a España a este lado de los Pirineos (y a sus territorios de ultramar), el protestantismo pudo marcar el guión de la “cultura europea” incluso hasta volver en contra de España a las naciones que España alumbró: las americanas. Fue así como el protestantismo diseñó un mundo con unas relaciones humanas muy distintas del estilo español: como elocuentemente mostraría el clásico estudio de Max Weber el protestantismo conformó el mundo moderno en lo económico, instaurando las bases éticas del capitalismo y el más papista que el Papa (o sea, el español) pasó a ser un extraño para el mundo moderno. A todo esto, Rusia seguía permaneciendo al margen.
Kant, el apologeta de la Ilustración, podía escribir sobre el carácter español: “el español no aprende de los extranjeros, ni viaja para conocer otros pueblos […] está en las ciencias retrasado de siglos […] difícil a toda reforma, está orgulloso de no tener que trabajar, […] es de un espíritu romántico, como lo demuestran las corridas de toros, y cruel, como demuestra el antiguo “auto de fe”, y revela en su gusto, en parte, un origen extra-europeo”. Vemos que Alejandro Dumas y Gourmont no estaban solos en esto de discriminarnos a los españoles, poniéndonos al margen de Europa. ¿Y qué era lo que pensaba Kant de los rusos? La sentencia del ilustrado alemán es todavía más severa para los rusos: “Como Rusia todavía no es lo que se requiere para forjarse un concepto determinado de las disposiciones naturales que ya se aperciben a desarrollarse […] puede omitirse aquí razonablemente su diseño”. Kant renuncia de antemano a caracterizar a los rusos: los rusos  “no son todavía” europeos, son extra-europeos, bárbaros para el espíritu ilustrado.

Hasta el final de la II Guerra Mundial podemos decir que esa “comunidad de naciones-estado” europeas dominaba el mundo, relevándose una a la otra; y cada una de ellas con la creencia (no la “idea”, sino la “creencia” en estricta terminología orteguiana), la creencia -digo- de ser la cumbre de la civilización. De tal manera que los americanos (septentrionales, centroamericanos o sudamericanos), al fin y a la postre descendientes de los países del Viejo Continente, eran considerados también como “semi-bárbaros” (los hispanoamericanos más todavía, por razón de su procedencia ibérica) y, por supuesto, todo pueblo ajeno a los parámetros europeos no era más que un salvaje por civilizar o un bárbaro a medias civilizado: el etnocentrismo europeo estuvo vigente mientras duró el liderazgo de Europa, pero, con la devastación material y espiritual de Europa a resultas de la II Guerra Mundial, Estados Unidos de Norteamérica adquiere el predominio internacional y, a partir de ese momento, podemos decir que Europa se eclipsa y se preferirá hablar de “Occidente”. Rusia (desde 1917: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) había luchado contra Hitler (al igual que en el siglo XIX lo había hecho contra Napoleón Bonaparte), pero los rusos, habiendo asumido a su manera el marxismo, no podían aceptar la primacía de los Estados Unidos de Norteamérica, nación emergente desde 1898 con la derrota infligida a España en Cuba y que en 1945 se había alzado indiscutiblemente con la hegemonía global, puesto que resultó menos afectada por los estragos de la II Guerra Mundial. Los Estados Unidos de Norteamérica se convertían así en el portaestandarte de esa Europa fundada sobre los cimientos de la filosofía, el derecho romano y el cristianismo (aunque prevaleciendo la versión adulterada de éste: la protestante).

Los rusos (ahora soviéticos) no iban a aceptar la hegemonía del capitalismo occidental, abanderado por los Estados Unidos de Norteamérica. La historia y la intrahistoria de Rusia (que, en definitiva, son las que configuran las creencias en que vive una nación, así como el genio de la misma) la ponían al margen del capitalismo, seguía siendo una nación bárbara, como esta otra nación del Finisterre europeo: España, el bastión de la reacción católica y monárquica contra la revolución protestante.

A semejanza de España, la historia de Rusia (centurias antes de irrumpir el marxismo soviético) había estado marcada por una tensión entre unas élites que episódicamente (al contacto con Europa) intentaban (frecuentemente sirviéndose de las más draconianas leyes impositoras) la modernización de Rusia frente a un pueblo refractario a las novedades. En España hubo ilustrados, tantas veces rendidos admiradores de Europa (que aquí siempre fueron Francia o Inglaterra) y denostadores de lo propio, hasta tal punto que la elite culta se dividió en dos bandos enfrentados: los “novadores” que apostaban por la importación de lo “ilustrado” (léase: “moderno”) y los castizos (“ranciosos” que diría Cervantes) que se resistían a las innovaciones. En Rusia había ocurrido algo similar, ya desde antiguo. Y esta oposición, a veces cruenta, otras veces pasiva, rebrotaría siempre que los innovadores hicieran acto de presencia. Tempranamente, en el siglo XVII se haría patente este enfrentamiento.

Reinando Alejo I de Rusia (1629-1676) el patriarca Nikon plantea el año 1654 una reforma litúrgica con la pretensión de aproximar la iglesia ortodoxa rusa a la iglesia ortodoxa griega. El amparo estatal a la reforma de Nikon impone ésta, pero no sin una resistencia que emerge de los fondos del pueblo ruso: el cisma de los “raskólniki” (los “cismáticos”, por otro nombre llamados “viejos creyentes”) que acaudilla Avvakum. Con anterioridad, en el año 1511 el monje ruso Filoteo había escrito al Zar Basilio III que, tras la caída de Bizancio (segunda Roma) y la anterior caída de la primera Roma (propiamente dicha), Rusia era la Tercera Roma. Esa creencia está profundamente arraigada en los ortodoxos rusos y se ha mostrado operante en muchas ocasiones cruciales de la historia de Rusia. Los “raskólniki” creían en la Tercera Roma y no querían trato con los ortodoxos griegos, por este motivo se mostraron insumisos a la reforma de Nikon y, por más que ésta viniera impuesta por la misma autoridad del monarca, se enfrentaron a la línea oficial por extranjerizante. El resultado fue el que era de esperar: persecución, masacres, destierros y marginación de los “raskólniki”. Como bien escribiera Nicolás Berdiaev, al hilo de este episodio histórico de Rusia: “A semejanza de la ciudad de Kitezh, el reino ortodoxo se vuelve invisible. Los disidentes huyen de las persecuciones y se esconden en la selva; los más fanáticos y exaltados se echan a las llamas”.
Comunidad de "Viejos Creyentes"
 

La evocación que hace Berdiaev de la “ciudad de Kitezh” merece una aclaración, puesto que se trata de una de las constantes más dignas de notar en el imaginario colectivo ruso. Según una antigua leyenda, la ciudad de Kitezh se sumergió bajo las aguas lacustres para no caer en las crueles manos de los invasores tártaros. Los “raskólniki” vieron en esta leyenda un símbolo del estado de latencia al que los condenaron las persecuciones del poder oficial. Evocar la “ciudad de Kitezh” era como decir que la Santa Rusia se ocultaba para no ser corrompida por el poder hostil que con sus reformas pretendía desfigurarla. El tema de la ciudad de Kitezh se convertiría en un perenne motivo para abrigar las esperanzas de una renacencia de Rusia incluso en las peores circunstancias. Siempre que Rusia se veía amenazada en su ser más profundo se ocultaba, como la ciudad de Kitezh, para preservarse de quienes pugnaban por corromperla: los eslavófilos (otra de las constantes rusas), los poetas simbolistas rusos, la resistencia silenciosa de millones de almas rusas oprimidas por el terrible marxismo… todos hallarían en la legendaria ciudad de Kitezh la imagen de su resistencia frente a las circunstancias más adversas y desfavorables. El gran compositor Nicolás Rimski-Korsakov inmortalizaría este mito ruso en su ópera “La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh y la doncella Fevróniya”, estrenada el año 1907.

Rusia se ha caracterizado siempre por conservar celosamente su carácter. Si en el siglo XVII los “raskólniki” se alzaron frente a una reforma litúrgica que entendieron como una intromisión griega, con el siglo XVIII y la entrada en escena de los ilustrados, la resistencia rusa a occidente volvería a reeditarse; en el siglo XIX serían los eslavófilos frente a los liberales de cuño occidental y europeísta. Pero, prescindiendo de las particulares circunstancias de cada episodio de esta larga y constante resistencia a ser occidentalizados, ¿qué es lo que opera para que Rusia se resista una y otra vez a “occidentalizarse”?

El occidental de hoy, remedando a Kant, atribuiría esta oposición a la modernidad al atraso de la mentalidad rusa, a la barbarie que se resiste a las novedades, a las décadas soviéticas si quiere. Pero, primero: ¿en qué consiste la civilización occidental actualmente? La civilización occidental (si “civilización” puede ser llamada) es el resultado de esa rebelión de la que más arriba tratábamos: el antropocentrismo cada vez más virulento que, habiendo emprendido su ruptura con Dios, ha venido a exaltar a la humanidad en Feuerbach, al “proletariado” en Marx, al “Único” de Max Stirner, al “superhombre” que columbraba frenéticamente Nietzsche, hasta devenir en el actualísimo (y no tan conocido como debiera) “transhumanismo” que en nuestros días viene a postular la supresión de la misma humanidad en lo que denomina “post-humanidad”: lógica tan inexorable como satánica cuando se rechaza a Dios.
 
Hay que tener en cuenta que el cristianismo ruso adquiere características muy particulares que, reelaboradas y refinadas por el pensamiento ruso-ortodoxo (que también es la gran novela rusa), ha estado marcado, en palabras de Michele Federico Sciacca, por: “un super-misticismo de tendencia profética, escatológica y apocalíptica, que lleva a la desvaloración de todo lo que es obra de la razón y, en general, humano y temporal”. El “antropocentrismo” occidental siempre fue percibido con hostilidad por la piadosa y mística alma rusa. Ni siquiera el marxismo pudo calar en Rusia y su triunfo revolucionario en 1917 no hubiera podido ser posible sin la impostura del bolchevismo que, traicionando la doctrina marxista, improvisó sobre la marcha, embaucando al pueblo con el señuelo de un falso mesianismo y vertebrando toda una teocracia a la inversa: “satanocracia” la llamaría el mismo Berdiaiev. Este autor ruso supo verlo mejor que nadie: “La antigua idea mesiánica sobrevive en lo más hondo del alma del pueblo ruso. Pero lo que se transforma es el fin supremo, el simbolismo de esta idea mesiánica. Nacida en el seno de la vida colectiva e inconsciente del pueblo, esta idea cambia de nombre. Tan pronto se denomina la Tercera Roma del monje Filoteo como la Tercera Internacional de Lenin; y esta Tercera Internacional revestida de la doctrina marxista, hereda los atributos del mesianismo, de la vocación del pueblo ruso”. Las razones del triunfo del comunismo en Rusia y su asombrosa duración no se deben al discurso marxista, sino a los resortes internos y espirituales del pueblo ruso.


Nuestro añorado Antonio Machado (arrinconado y marginado hoy por la elite cultural progresista indígena) también tuvo la perspicacia de notar que el comunismo marxista no arraigaría en Rusia, por entender que el auténtico espíritu marxista era antítesis del espíritu ruso: “El marxismo, señores, es una interpretación judaica de la Historia” –nos dice Juan de Mairena, el “alter ego” de Antonio Machado. Y remacha: “Con Marx, señores, la Europa, apenas cristianizada, retrocede al Viejo Testamento. Pero existe Rusia, la Santa Rusia, cuyas raíces espirituales son esencialmente evangélicas” (“Juan de Mairena”, Antonio Machado).
 
El occidental de hoy podría dividirse en dos categorías: los que somos occidentales, por mera razón de localización en el espacio; y los que son occidentales por haber asimilado ese “antropocentrismo” que, desde las postrimerías de la Edad Media, viene conformando la mentalidad del hombre europeo y americano. Para éste último occidental, moldeado en la idea subversiva antropocéntrica, Rusia es una incógnita y, como tal, una amenaza siempre en potencia. No se la comprende: no se comprende que Rusia se oponga con tanta firmeza a los supuestos “avances” de esta “civilización occidental” que ha llegado a legalizar el “matrimonio homosexual”, que está normalizando lo anormal, dándonos continuamente gato por liebre. Por el contrario, para el occidental que siente que esta “civilización occidental” se ha pervertido hasta extremos intolerables, Rusia es hoy la esperanza para una humanidad, la señal de que no está todo perdido.

El Nuevo Orden Mundial se empeña en implantar sus políticas delirantes contra la familia (que no es una institución tradicional, sino natural), contra los no-nacidos (imponiendo el aborto), contra el legítimo patriotismo, contra todo lo que ha sido hasta hoy “santo” y “venerable”. Pero en este mundo que parece estar consumando las más siniestras expectativas que George Orwell ofrecía en “1984” o Eugenio Zamiatin en “Nosotros”, una nación permanece al margen y cada vez se yergue con más pujanza, como si todo esto no fuese con ella, orgullosa de su cristianismo y convencida de ser la Tercera Roma y esta nación se ha convertido, para cuantos queremos librarnos de esta opresión cada vez más agobiante en occidente, en una nación preñada de esperanza para todo el mundo y que, si permanece fiel a su espíritu, muy posiblemente esté destinada a dar cumplimiento a ese destino mesiánico que ha sido su más entrañable creencia y querencia. La “ciudad de Kitezh” está emergiendo de los fondos del lago cuyas aguas la ocultaron: vedla cómo se yergue en el horizonte.

Heráclito de Éfeso escribió que: “El pueblo debe luchar por sus leyes como por sus murallas”. Así es, frente al Nuevo Orden Mundial el pueblo ruso defiende sus murallas (…de Moscovia las murallas) como defiende sus leyes interiores y espirituales, todavía más altas y robustas que el alzado de cualquier cinturón mural. Y esas leyes interiores y espirituales son de cuño cristiano: el cristianismo mesiánico y místico, refractario a todo antropocentrismo; el mismo cristianismo que la ha conservado a lo largo de su historia jalonada por miles de tragedias y millones de tribulaciones y que ahora la guía para cumplir su destino: Tercera Roma, Santa Rusia. 

En Tosiria, 3 de marzo de 2014.

 

jueves, 10 de diciembre de 2015

LA NUEVA PÉRDIDA DE ESPAÑA

 
Toledo

 
LA CONGREGACIÓN DE LA NUEVA RESTAURACIÓN
 
 
Manuel Fernández Espinosa
 

LA VIDA ES SUEÑO


Desde los tiempos primitivos el sueño ha desempeñado una función muy importante en las culturas tradicionales. Grandes intérpretes de sueño nos encontramos en el Antiguo Testamento, como es el profeta Daniel pongo por caso; y grandes tratadistas clásicos como Artemidoro fueron avezados pioneros en interpretarlos. Luego vino el cocainómano y pansexualista Sigmund Freud y la interpretación de los sueños será bestialmente secularizada y la hermenéutica onírica, ahora en aras de una presunta terapéutica, se convertirá en lo que se convierte en manos de ese sectario reduccionista. Carl Gustav Jung, aunque sospechoso de gnóstico, escapará a la perversión del freudismo.

Uno de los episodios más recónditos de la historia "mística" de España lo constituyen los sueños de Lucrecia de León y la sesgada interpretación que de ellos hiciera el círculo conspirativo de D. Alonso de Mendoza que, por decantarse contra Felipe II, fue purgado. Y teniendo presente que la “Pérdida de España” nos amenaza desde siempre, aproximémonos a este episodio histórico para sacar lección de él.

LA CONGREGACIÓN DE LA NUEVA RESTAURACIÓN

Una oscura muchacha iletrada, Lucrecia de León, la mayor de cinco hermanos y nacida en octubre de 1568, es la protagonista de este episodio. Desde niña empezó a manifestar un miraculoso don por el cual era capaz de soñar eventos que sucedían en el futuro, interpretando sus propios sueños con agudeza pasmosa. Estas dotes sorprendieron a sus allegados por los muchos aciertos que hallaban en la realidad sus pronósticos. Su padre llegó incluso a azotarla por ello.

La familia de Lucrecia tenía cierta relación con D. Alonso de Mendoza, segundón del Conde de Coruña y descendiente de un hermano del Cardenal Cisneros. D. Alonso era titular de la cátedra de Sagrada Escritura de la Universidad de Alcalá de Henares, hasta que pasó como magistral a la sede de Toledo. D. Alonso de Mendoza no era ajeno a la ciencia alquímica y a diversas magias, por lo que siempre andaba con otros oniromantes como Piedrola. Cuando supo de Lucrecia, Mendoza se interesó por los sueños –supuestamente proféticos- de aquella muchacha y no le fue difícil captarla con el propósito de aprovechar esa presunta “información privilegiada” que Lucrecia pudiera proporcionarle, relativa al siempre incierto futuro. Pero Mendoza lo hacía, eso sí, con fines políticos. Encomendó Mendoza la dirección espiritual de la muchaca a fray Lucas de Allende (franciscano que gozaba de la privanza del traidor Antonio Pérez), y así fue como fray Lucas se convirtió desde entonces en confesor y transcriptor de los sueños de ésta.

Los sueños de Lucrecia fueron objeto de las tertulias más significativas de la corte. Juan de Herrera, arquitecto del Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, se convirtió en un entusiasta de los sueños de la joven y, como él, personalidades tan señaladas como fray Luis de León también compartieron el interés por los vaticinios que del porvenir se hacían en las transcripciones que de los sueños de Lucrecia realizaba fray Lucas de Allende, ayudado por un soldado retirado llamado Domingo Navarro que terminó enamorado perdidamente de la joven.

La muerte de la reina Ana de Austria (1580) y el desastre de la Armada Invencible (1588) fueron profetizados en los sueños de Lucrecia, lo que concitó todavía más el interés del grupo que animaba D. Alonso de Mendoza alrededor de esta Casandra madrileña y analfabeta. Los sueños de Lucrecia se irán haciendo cada vez más apocalípticos, conformando toda una colección de malos présagos para España. A partir de ellos se empieza a hablar en el grupo de seguidores de una Nueva Pérdida de España (como la ocurrida en tiempos de D. Rodrigo, al 711). Es por ello que D. Alonso de Mendoza constituye, con el grupo de seguidores, la Congregación de la Nueva Restauración. Esta entidad cuasi secreta estaba convencida de la inminente invasión que España sufriría. Se pensaba que en una acción conjunta y coordinada por todos sus acérrimos enemigos, España sería asolada: los franceses desde el norte (el Aquilón), los ingleses por la fachada atlántica y los moros desde el sur y levante aterrarían el suelo ibérico, la Península sería otra vez perdida y estragada. Según estas profecías, Felipe II caería en esta conflagración –y con Felipe II, toda la dinastía de Austria sería borrada de España. Sólo unos pocos –como D. Pelayo y los suyos lo hicieron en Covadonga- podrían salvarse, siempre y cuando pusieran los medios adecuados. Estos consistían en buscar un escondite subterráneo y allí encubiertos en lo profundo aguardar la hora propicia para restaurar de nuevo el Reino Perdido.

LA CUEVA DE SOPEÑA

A la tarea se empeñó el mismo Juan de Herrera, el arquitecto de Felipe II que ayudó con su experiencia profesional como arquitecto y no escatimando tampoco su donativo para financiar los proyectos de la organización. Se escogió una cueva en las proximidades de Toledo, la Cueva de Sopeña, y los secuaces de D. Alonso de Mendoza, fieles a la interpretación de los sueños de Lucrecia, comenzaron a horadar la cueva elegida, hasta allí llevaron abastos, acumularon municiones y armas, y esperaron la hora de pasar a lo secreto y saltar, en su momento, a emprender la nueva restauración de España, toda vez se consumaran las visiones oníricas de Lucrecia. Cuando Felipe II se percató de los vuelos que estaba tomando esta “congregación” no escatimó recursos y lanzó al Santo Oficio a la averiguación de lo que los miembros de esta organización se traían entre manos. Todos dieron con sus huesos en los calabozos de la Inquisición allá a finales de 1589 y principios de 1590.

Juan Miguel Blázquez publicó en 1987 un estudio muy recomendable sobre este asunto: Sueños y procesos de Lucrecia de León. El tema ha ocupado a algunos eruditos por lo estrafalario que todo ello suena, pero pocos son los que saben la trascendencia que este asunto llegó a adquirir en su época.
 
Fray Luis de León
 
FRAY LUIS DE LEÓN Y LA ESCONDIDA SENDA A LA CUEVA DE SOPEÑA

Decíamos más arriba que el agustino Fray Luis de León (1527-1591) no era ajeno a los sueños de Lucrecia de León, el particular oráculo de D. Alonso de Mendoza y sus secuaces de la “Congregatio”.

La figura de Fray Luis de León ha sido convenientemente usada por nuestros ilustrados más reacios a la Santa Iglesia Católica, con el propósito de esgrimir el encarcelamiento de tan egregio poeta. En ese episodio todavía por esclarecer, los detractores de la Iglesia encontraron ya en el siglo XVIII la carnaza suficiente como para presentar esa imagen que tanto les interesaba: la de una España “secuestrada” por la Inquisición. Fue Nicolás Antonio el primero en hablar, especulando sobre una referencia poética de Fray Luis, de ese episodio de la cárcel que sufriera el gran poeta conquense; pero sería Gregorio Mayáns el que por vez primera buscaría el proceso inquisitorial de Fray Luis de León, con el propósito de municionarse contra la “ortodoxia pública” en ese tiempo marcada por el Santo Oficio; la información la empleará en un libro editado en 1761. A partir de la Ilustración, Fray Luis de León se convertirá en icono de la intelectualidad perseguida por la Inquisición más obtusa y oscurantista. Y el mito cobrará tal envergadura que a todos los que tuvimos buenos profesores de Literatura nos será contada aquélla famosa anécdota en la que, una vez libre y restituida su cátedra, Fray Luis de León empieza a impartir la primera lección tras los años de presidio diciendo aquello de: “Como decíamos ayer…”.

Pero no es cuestión ahora de centrarnos en ese capítulo de la biografía de tan eximio poeta. Quiero más bien aportar algunas estrofas, versos e indicaciones sobre su obra poética que muestran, en verdad, un grande proximidad con la temática preferida por la “Congregación de la Nueva Restauración” y los presuntos sueños proféticos de Lucrecia. Entremos en materia.

Según su editor, Juan Francisco Alcina, la Oda VII es anterior a su confinamiento carcelario y el mismo editor nos la hace coetánea de la Oda XX que también comentaremos siquiera sucintamente. La Oda VII se presenta con el título de “Profecía del Tajo”, lo que ya es toda una pista; pues será a orillas del Tajo -el escenario en que tiene lugar la acción de esta composición poética- en donde los hombres de D. Alonso de Mendoza buscarán la cueva de la salvación. En una prosopopeya magnífica, el Río Tajo cobra voz y advierte a D. Rodrigo -que “folgaba” con la Cava a su ribera- el aciago porvenir:

“Llamas, dolores, guerras,
Muertes, asolamiento, fieros males,
Entre tus brazos cierras;
Trabajos inmortales
A ti y a tus vasallos naturales”

La Oda VII, presentada como una profecía que el mismo Río Tajo revela al Rey D. Rodrigo, toma un tema propio de nuestro Romancero, es cierto, que se remonta a las profecías de San Isidoro de Sevilla; pero, no obstante, tengamos en cuenta la afinidad que esta histórica “Pérdida de España” -la de 711- mantiene con la “Segunda Pérdida de España” -la que se desprendía de la transcripción de los sueños de Lucrecia de León.

Fray Luis nos presenta a las hordas agarenas invadiendo España, sin ahorrar acentos apocalípticos:

“Oye que al cielo toca
Con temeroso son la trompa fiera,
Que en África convoca
El Moro a la bandera,
Que al aire desplegada va ligera.
La lanza ya blandea
El Árabe cruel, y hiere el viento,
Llamando a la pelea:
Innumerable cuento
De escuadras juntas veo en un momento.
Cubre la gente el suelo…”

El Tajo que avisa de la inminencia de los invasores islamitas, exhorta a D. Rodrigo de esta guisa, apremiándolo para que abandone pronto el regalo de los brazos de la Cava y haga lo que le demanda el venerable Padre Tajo:

“Acude, acorre, vuela,
Traspasa el alta sierra, ocupa el llano;
No perdones la espuela,
No des paz a la mano,
Menea fulminando el hierro insano.”

La otra Oda que queremos traer a consideración es la Oda XX que por título, en la edición que manejamos, lleva el de “A Santiago”. El especialista que preparó la edición que manejo nos la ubica en el tiempo, haciéndonosla inmediatamente posterior en su redacción a la “Profecía del Tajo” de la que nos hemos ocupado más arriba. En su título se invoca a Santiago Matamoros como protagonista de nuestra Reconquista -de nuestra "Nueva Restauración"-, y cuyas hazañas merecen loor eterno:

“y fueran sus azañas
Por mí con voz eterna celebradas,
Por quien son las Españas
Del yugo desatadas
Del bárbaro furor, y libertadas;”

Un mensaje trágico se lanza a España, tras alabar al Boanerges:

“Y tú, España, segura
Del mal y cautiverio que te espera,
Con fe y voluntad pura
Ocupa la ribera:
Recebirás tu guarda verdadera;
Que tiempo será cuando,
De innumerables huestes rodeada,
Del cetro real y mando
Te verás derrocada,
En sangre, en llanto y en dolor bañada.”

La invasión que se anuncia en estos versos procede del Mediodía, esto es: del Sur, de la siempre amenazante África, la misma que en los sueños de Lucrecia de León era señalada como una de las enemigas de España que, concertada con el francés y el inglés, darían el asalto en la “Segunda Pérdida de España”.

El poeta invoca la intercesión de los cielos:

“Cielos, so cuyo amparo
España está: ¡merced en tanta afrenta!
Si ya este suelo caro
Os fue, nunca consienta
Vuestra piedad que mal tan crudo sienta.”

Pero, la llamada de auxilio es en vano: la sentencia –dice el poeta- está esculpida en “tabla de diamante”: grabada en caracteres indelebles sobre una materia imposible de alterar, fatalmente destinado para España está este destino de perderse:

“España en breve tiempo es destruida”.

Pero el Santo Apóstol Yago cierra en batalla a favor de España y así recobran los españoles exhaustos de sufrir opresión el aliento perdido. Y se nos pinta la gloriosa entrada en batalla del Apóstol Glorioso Señor Santiago con imágenes asaz vivaces y plásticas:

“Como león hambriento,
Sigue, teñida en sangre espada y mano,
De más sangre sediento,
Al Moro que huye en vano;
De muertos queda lleno el monte, el llano.”

Santiago es “gran prez”, “escudo fiel”, “celestial guerrero” de España, el Apóstol Santo y Guerrero que vence africanos infieles y bárbaros. La espada de Santiago es invencible y su milicia celestial imparable.

Sabiendo la relación que tuvo Fray Luis de León con la “Congregación de la Nueva Restauración” y las tesis que ésta congregación sostenía sobre el futuro de España, podemos interpretar estas dos Odas de la producción de Fray Luis de León como recordatorio y, algo más, como insinuación al lector de la amenaza africana que retorna bajo figura de una “Segunda Pérdida de España”. El caudillaje providencial que se le otorga a la celestial intervención de Santiago Matamoros es un elemento con el que quiere contar Fray Luis de León, lo hace con el propósito de alentar a los que, sabedores del oráculo onírico de Lucrecia de León, temían que esa “Segunda Pérdida de España” se avecinase sobre ellos en breve.
 

Nota bibliográfica: Me he servido de la edición de las obras de Fray Luis de León publicada por Cátedra Letras Hispánicas, al cuidado de Juan Francisco Alcina y bajo el título "Poesía", que hace el núm. 184 de esa colección que tan esmeradas ediciones presenta al público de nuestros clásicos. El libro es del año 1989.

jueves, 3 de diciembre de 2015

LA CULTURA Y EL VALOR DEL SILENCIO

Ermita de Nuestra Señora de la Natividad. Guadamur (Toledo)
Interior de la ermita



Por Antonio Moreno Ruiz
Historiador y escritor

Es curioso cómo, a pesar de las diferencias que ya harto nos separan, todavía hay coincidencias más que sorprendentes entre los pueblos ibéricos y berberiscos. Por ejemplo: Una vez que se dice que no, es que no, y quien intenta "negociar" o cerdear, está incurriendo en una falta de palabra y respeto, haciéndote pensar que el individuo pesado de turno te hace una persona sin criterio. Por otra parte, no se entiende el concepto de "hablar por hablar". Desde vascos a tuaregs se han conservado actitudes parecidas, y no creo que sea casualidad.
Otrosí, decía el sociólogo y filósofo Walter Schubart en su interesantísima obra Europa y el alma del Oriente (1) que, de los pueblos europeos meridionales, el español es el más parco en palabras, y que como el ruso (comparaba mucho a rusos y españoles, y creo que muy bien), participa de la cultura y el valor del silencio. Creo que todo va relacionado; pero claro, estoy hablando en clave pre-progre, porque en la muy moderna España, con esta brutal mutación social y mental que hemos padecido, asimismo hemos perdido el valor y la cultura del silencio, y como consecuencia, no sabemos sino hacer escándalo.
Sin el valor y la cultura del silencio no se entendería esa España monástica y mística que arranca de las profundidades del Medioevo y se extiende casi hasta nuestros días, inspirando un temperamento, un arquetipo, una ilusión, una épica, una ética, un estilo. 
Sin el valor y la cultura del silencio, no hubieran salido toda esa suerte de frailes y soldados que, con rudeza y audacia, se lanzaron a la conquista como supremo ideal de vida, desde Covadonga a los Andes. 
Sin el valor y la cultura del silencio, no se puede disfrutar del eco que provocan en nuestros montes las múltiples y hermanas flautas y gaitas que de norte a sur nos pueblan y conmueven.
Con todo, también pasa que en las grandes ciudades es imposible el silencio. Ojo: No digo que los pueblos sean paradisíacos. De hecho, en el mundo moderno, los pueblos son todavía más golfos que las ciudades. Pero todavía se puede disfrutar del silencio y del campo. Quien no conoce esto, no sabe lo que es vivir a gusto, ni sabe que es pensar profundamente, ni conoce las honduras del alma de nuestra malherida patria.





NOTA:

(1) Recuérdese: 

ANTONIO MORENO RUIZ: MIS LECTURAS: "EUROPA Y EL ...